Anuncios en el recuerdo: la historia de las primeras marcas y los avisos de la Argentina

Anuncios en el recuerdo: la historia de las primeras marcas y los avisos de la Argentina

Por Alberto Borrini
Las primeras marcas y anuncios de mi vida. Soy de la década del 30, en la que nacieron también varias marcas muy populares que siguen gozando de buena salud: Hepatalgina, Cocinero, Savora…, y que a su vez escoltaron a pioneras como Canale, Águila, Hesperidina, Bonafide y La Martona, entre muchas otras.
Estos memorables apellidos comerciales se mezclan en mi memoria, desafiando la cronología, con inolvidables latiguillos de mi juventud, casi siempre rimados como “Peinan la vida entera”, de peines Pantera; “Donde un peso vale dos”, de Casa Muñoz; “A usted lo beneficia operar con el Banco de Galicia”, y el improbable “Los chicos piden a gritos (Medias Carlitos)”. Nunca conocí en ese tiempo, menos ahora, a un chico que clame a los gritos por unas medias, a no ser las que antaño nos servían para armar pelotas de trapo y armar partidos en la calle.
Entrañables marcas y refranes que se cruzaban también con frases hechas que circulaban de boca en boca y que hoy, fuera de sus circunstancias, resultan incomprensibles, como “La quinta del Ñato”, que identificaba vaya uno a saber por qué a la Chacarita, y con decenas de vocablos completamente olvidados. Por momentos parece que las personas envejecemos más lentamente que las palabras y que nuestros artefactos, que al descomponerse, diez años después de comprados, inflación mediante, cuesta más arreglarlos que lo que pagamos al adquirirlos. Todo se esfuma menos los anuncios clásicos, se darán cuenta al verlos, y los sabios maestros que los crearon: Pueyrredón, Ratto, De Luca, Casares, Castignani y Méndez Mosquera.
Es probable que la Argentina haya contado, en el primer tercio del siglo XX, con más marcas reconocidas que la mayoría de los países de la región, pero vistas desde hoy las novedades eran pocas, muy pocas en relación con las miles que hoy, semanalmente, tientan a los consumidores desde la publicidad.
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Menos productos, menos avisos. Pero además, la mayoría de los productos que sostenían la ecuación no los necesitaba. Eran bienes genéricos y de necesidad esencial y cotidiana: leche, pan, azúcar, harina, huevos, queso… Un entorno de nombres sin referencia comercial, es decir, sin marca. Las que había se limitaban a unos pocos productos envasados: yerba mate, galletitas, licores, cerveza y cigarrillos.
La leche la repartía a granel el lechero, que venía a casa todos los días con un gran tarro de cinc y una medida del mismo metal para servir la cantidad solicitada, a la que agregaba la clásica “yapa” o cortesía del vendedor; los colchones, todos del mismo diseño a rayas verticales rojas y blancas (y no sólo en nuestro país, también en España, razón por la cual al Atlético de Madrid, cuya divisa hasta hoy tiene el mismo dibujo y color, motivó el apelativo de “colchoneros”). Aquí los cardaba un artesano que iba a domicilio. El pan se compraba suelto en la era previa al Lactal, que recuerdo como el primer pan de molde con marca.
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El rol de los envases
El inicio de las marcas está estrechamente relacionado con los envases, que al principio sólo tenían la finalidad de proteger y facilitar el traslado del producto. La función de persuasión, hoy mucho más importante que la original, fue impulsada por la publicidad a través de los medios masivos. Esa necesidad de “marcar”, y de persuadir, coincide además con el principio también de la publicidad convencional.
Una de las primeras marcas en aparecer en los estantes del almacén fueron los bizcochos Canale, pero también se vendían las galletitas Visitas y Express, y las yerbas mate Cruz de Malta, Pájaro Azul y Safac, esta última famosa por estrenar la publicidad aérea, practicada por un pequeño avión que escribía con humo la marca en el cielo. No obstante, pese al paulatino crecimiento de los productos envasados, durante largo tiempo, muchos alimentos se seguían comprando sueltos.
En las bebidas, la necesidad de usar botellas apresuró el bautismo comercial, porque había que etiquetarlas. En la casa de mis padres nunca faltaban el Fernet Branca y la Ferro Quina Bisleri, cuyo uso era medicinal. El fernet era recomendable en caso de malestares estomacales, y la bebida de Bisleri se usaba como vitamina o energizante.
En los botiquines familiares ya había Cafiaspirina, Cirulaxia y Linimento Sloan; en el tocador de las mujeres resaltaban las cremas Ponds, Hinds, la lavanda Atkinsons y el jabón Lux, que según la publicidad internacional, aunque en cada país la respaldaban celebridades locales, usaban “Nueve de cada diez estrellas” de Hollywood.
En los barrios, en tiempos en que había muchos más peatones que vehículos, la calle funcionaba como un punto de venta de los más variados productos, sólo que más cómodo, porque bastaba con salir a la vereda para llamar al proveedor o esperar que pasara. El de pavos los paseaba vivos y alineados con una larga pértiga; en verano, los de helados voceaban la marca Laponia, y pronto comenzó a circular en Sáenz Peña, el barrio donde vivíamos, a metros de una General Paz que aún no se había construido, un triciclo a pedal que ofrecía el pan Tanoira.

Aprendizaje
El nombre comercial que inauguró el Registro Nacional de Marcas fue Hesperidina, un producto de Bagley nacido en 1864 que comenzó por anunciar en los cordones de las veredas, que por entonces ningún auto tapaba, y cuando todavía nadie soñaba con la creatividad en medios. Hesperidina fue también la primera marca en emplear el recurso mucho después llamado teaser (anuncio con intriga y suspenso, que no revelaba de entrada la marca o el producto). “Se viene Hesperidina”, escribían astutamente los mensajes callejeros. Nadie sabía de qué se trataba, hasta que semanas después, Bagley, el fabricante, reveló que era un aperitivo hecho con cáscara de naranjas amargas. El éxito resultó enorme en una Buenos Aires que tenía sólo 140.000 habitantes; la gente se volcó a los almacenes, boliches y las farmacias para comprarlo.
Hicieron compañía a Hesperidina, en los comercios, otras bebidas: el oporto El Abuelo, la ginebra Bols y el vino Tomba, aunque los hogares más humildes siguieron comprando el vino en damajuana, más barato. Por los anuncios se puede seguir la pista de los chocolates Águila, el vermut Cinzano, el licor de Los 8 Hermanos, el aceite Cocinero y la cerveza Quilmes, que sólo se tomaba en verano, y el agua mineral Villavicencio, aunque el monopolio lo tenía el agua de la canilla, que al menos en mi casa era rica, sin sabor a cloro y gratuita. Mi padre se asombraría de lo que hay que pagar hoy por una botella de agua.
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Cuando llegó la televisión, en la década de 1950, las marcas que poblaron mi infancia tardaron en adaptarse a la retórica de un medio nuevo, desconocido, y lo primero que atinaron a hacer fue radio con imágenes. En el pionero Canal 7, los avisos iban en vivo, seguían dependiendo de las palabras y se improvisaban sobre la marcha. Pero tuvieron que rendirse ante los mensajes más completos creados por profesionales. Hugo Casares, cuando militaba en la agencia de Ricardo De Luca, recordaba que la gente disfrutaba con los primeros versitos rimados, herederos de los jingles radiofónicos como los que escribía casi para la mueblería Eugenio Diez (“Vamos a ver, vamos a ver, los muebles de Eugenio Diez”).
Las marcas tuvieron que aprender a usar el fabuloso nuevo medio, al igual que los programas. Pero aprendieron antes de lo pensado. El primer programa en estudio es de los años 50 y se grabó en el Alvear Palace Hotel. Era una especie de musical. Años después, ya en la década del 60, los anuncios televisivos habían evolucionado hasta el punto de iniciar la extensa cuenta del país en los festivales internacionales de Cannes y Nueva York. Los problemas éticos de la publicidad de las marcas se presentaron desde el principio, debido a las promesas deshonestas de algunos medicamentos, que obligaron a las entidades reguladoras a prohibir los anuncios del rubro durante varias décadas. Pese a ello, la autorregulación no necesitó crear una entidad específica, destinada a explicarla y aplicarla (la actual Conarp) hasta que los propios operadores la presentaron en sociedad en 1976, en coincidencia con el Congreso Mundial de Buenos Aires, después de escuchar los testimonios de autorreguladores de Estados Unidos, Gran Bretaña y Alemania, y pese a que la preocupación por la ética ya había figurado en la agenda de las primeras jornadas publicitarias realizadas en Mar del Plata en 1963.
Hasta ese momento, los controles eran ejercidos como algo natural por los medios de difusión por respeto a su público y a los anunciantes. La televisión no juntaba en la tanda el anuncio de un alimento con el de un remedio contra la caspa o una marca de tampones. La vía pública no necesitaba todavía de regulación alguna para evitar poner carteles inconvenientes en las proximidades de escuelas y hospitales. Pero la ética era compartida: la publicidad no hacía más que reflejar los valores que imperaban en la sociedad de esa época. Por eso toda historia de la publicidad es, de alguna manera, la historia de la sociedad que la refleja.
LA NACIÓN