07 May El filósofo enamorado
Por Pablo Gianera
A mediados de la década de 1990, escribí, y lamentablemente publiqué, un breve ciclo de poemas, todos muy en el linaje de Alberto Girri, que llevaban de acápite una frase del filósofo Theodor W. Adorno: “Amado serás sólo allí donde puedas mostrarte débil sin provocar la fuerza”. Los poemas, felizmente, ya no existen más. O eso espero. Pero la frase -que según descubrí más tarde Adorno reformuló a partir de una idea muy semejante de Marcel Proust- persiste.
La fuerza amorosa, ya sea en su matiz conmiserativo o sentimental, tuvo siempre una gravitación decisiva en el pensamiento adorniano, esto ya desde su tesis temprana sobre Kierkegaard hasta ese testamento que es Teoría estética, pasando por el registro de sus sueños que vio también la luz póstumamente. No tan conocida, aunque tampoco ignorada del todo, es la pasión que lo unió a la actriz Luli von Bodenhaus.
La baronesa Von Bodenhausen, que en realidad se llamaba Julie y era hija de Dora, condesa amiga de Hugo von Hofmannstahl, había nacido en Heidelberg, en 1902, y murió en Nueva York, en julio de 1951. Hacia 1943, cuando había actuado ya en films alemanes y estadounidenses, Luli conoció a Adorno y a Gretel, su mujer, durante los años de exilio del filósofo en California. Trabajaba entonces con Max Horkheimer en lo que terminaría siendo Dialéctica del iluminismo, crítica radical de la razón ilustrada.
La costa oeste era entonces un lugar de mezcla entre la alta cultura europea y la cultura industrial estadounidense. Adorno, que no había notado la presencia de Greta Garbo en una fiesta hollywoodense, se fijó sin embargo especialmente en Luli. Que yo sepa, no se conservan fotos de Luli con Adorno; hay solamente una de él con Ali Baba, el perro afgano de ella. Gracias a Luli, Adorno escribió, en el breve y veloz lapso de cuatro meses, los únicos poemas de su vida.
“Nos conocimos en la «fiesta de reconciliación» que nos ofreció Renée.” El apellido de Renée era Nell, y también a ella, según consta en el Theodor W. Adorno Archiv de Fráncfort, le dedicó por lo menos un poema. La llamaba su “amada baudelairiana”. Le decía: “Las calles conducen a un océano tranquilo”.
Estas efusiones de Adorno no eran inusuales, pero parecen haberse vuelto más intensas en esa época, y no comprendían únicamente la atracción amorosa. Baudelaire, justamente, había observado que, por la dificultad para manifestarse, la admiración se confundía con el amor. En esa misma clave hay que leer la carta que Adorno le mandó a Thomas Mann cuando empezó a ayudarlo en la escritura de la novela Doktor Faustus. “En el verano de 1921, en Kampen, realicé, sin que lo notara, un largo paseo detrás de usted mientras me imaginaba cómo sería si me hubiera dirigido la palabra -le confía-. El hecho de que veinte años más tarde usted de verdad hablara conmigo es un fragmento de utopía realizada tal como puede ser otorgado apenas una vez.”
Pero volvamos a Luli. Según dice Adorno en uno de los poemas, “las flores inteligentes le daban signos seguros” y “prodigaban sus artes” en torno a ellos. Así como en buena parte de sus escritos el músico que era Adorno colaboraba, acaso sin quererlo, con el filósofo, en estos poemas minúsculos el filósofo colabora con el poeta. Es una simetría interesante.
Los poemas de Adorno son poemas filosóficos, no porque toquen directamente problemas teóricos, sino porque los ponen en escena. En la referencia a las flores de unas líneas más arriba, por ejemplo, aparece anticipado uno de los motivos que desplegará largamente en Teoría estética: la reivindicación de la belleza natural.
El 16 de junio de 1943 le escribió a Luli este poema, que traduzco, no sin alguna que otra falla quizás, entero: “Hacemos un alto para descasar/ en tu auto negro, de noche/ Ya no sé si te gustaba matarnos/ o no sabías qué hacer con nosotros dos//. Erramos por las palmeras, nos perdemos/ somos invitados que llegan tarde,/ tenías ojos verdes y el pelo revuelto,/ andábamos en los alrededores de d’Este.// Quería besarte cuando te reíste/ la boca amplia y roja,/ pensé solamente en tu nombre/ más hermoso que la noche más profunda/ más hermoso que la muerte”.
La belleza, como campo de fuerzas, no se deja satisfacer en una obra de arte en sí misma dichosa. Eso parece decirnos Adorno en la sencillez un poco anticuada de estos versos. Otra idea filosófica, probablemente: la belleza se transciende a sí misma en esa posibilidad irrealizada de su extinción.
LA NACION