El sentido del absurdo y del humor, hechos literatura

El sentido del absurdo y del humor, hechos literatura

Por Alphonse Allais
Alphonse Allais. Umberto Eco lo considera “uno de los grandes maestros del relato”. Fue periodista, poeta y creador extravagante. Aquí, sus cuentos y su semblanza.

Los primos gemelos
Mi valet entró después de haber llamado a la puerta: –Señor –me dijo–, hay dos jóvenes que desean hablar con usted. –¿Cómo son? –Son iguales. –Hágalos pasar –le dije. (No tuteo más a mi valet desde que luce, como si fuese una condecoración, cierta medalla de la asociación de salvamento que, por cierto, es falsa.)
¡Iguales! Nunca antes mi valet había dicho algo tan exacto.
De la misma talla, con la misma fisonomía y vestidos con ropas idénticas, los dos jóvenes se parecían, al decir del vulgo, como dos gotas de agua.
Me contaron que eran artistas (uno escribía, el otro dibujaba) y me mostraron varios ejemplos de su colaboración: ejemplos muy interesantes, confieso, por ser ellos tan jóvenes.
Después me llamaron señor jefe de redacción con un respeto que me pareció sincero, a menos que estuvieran burlándose de mí, cosa que no estaría reñida con las costumbres de la juventud actual.
En síntesis, me conquistaron y les dije, sonriéndoles con mi mayor cortesía:
–Me parece que no hace falta preguntar si son hermanos gemelos.
–En realidad –respondió uno de ellos–, somos más que hermanos gemelos. Lo miré ligeramente desconcertado. –¡Más que hermanos gemelos! –insistió el otro–. Somos, encima, primos hermanos.
¿Los dos muchachos no estaban, quizá, tomándome el pelo?
–¿Cómo dicen? –reaccioné, esforzándome por no perder la calma–. ¿Dos individuos pueden ser, al mismo tiempo, hermanos gemelos y primos hermanos? –Claro, ¡es muy simple! Y uno de ellos (el que dibujaba, creo, salvo que haya sido el que escribía) me narró su extraño caso, que paso a resumir así:
Un hombre (el padre de ellos dos) se había enamorado un buen día de dos muchachas gemelas, cuyo parecido físico era casi milagroso.
Como las leyes que rigen actualmente en nuestra pobre Francia no permiten que un caballero se case con más de una mujer a la vez, el pobre hombre había debido resignarse a ser el marido oficial de una sola de estas señoritas.
Las dos muchachas, que también tenían almas idénticas, sentían una misma pasión por el joven.
El enredo que ustedes llegan a vislumbrar fue consecuencia de esta extraña situación.
La misma noche de bodas, el medio-marido (o doble, si así lo prefieren) hizo madres a las dos muchachas.
Nueve meses después, en aquel mismo hogar, con una sola hora de diferencia, dos bebés vinieron al mundo: dos bonitos y saludables bebés, idénticos entre sí, que toda la familia rodeó con análoga ternura y que fueron educados con la misma vara, si se me permite emplear esta expresión levemente militarista para hablar de una edad tan tierna.
Su relato me interesó, lo confieso, como pocos.
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No me cansaba de estudiar a esos dos tipos que hasta entonces ignoraba, a estos dos hermanos que eran, encima, primos gemelos.
El hecho me pareció tan notable que no dudé en hablar de ello en un periódico.
Poco después recibí el siguiente mensaje, muy interesante: «Señor, »Muy ocupados desde hace bastante tiempo, solamente hoy nos enteramos de la extraña historia que usted ha narrado: nos referimos al caso de los dos hermanos gemelos que son, por añadidura, primos hermanos.
»El caso nos interesó especialmente a mi hermano y a mí porque nos hallamos en una situación todavía más insólita que la que usted ha señalado.
»Convengamos, entre nosotros, que usted juega un poco con las palabras: sus dos jóvenes no son, en el sentido más estricto del término, hermanos gemelos.
»Habiendo nacido del mismo padre y de dos madres diferentes, aunque gemelas, son simplemente consanguíneos.
»En cuanto a nosotros, nacidos de la misma madre, somos, si usted nos permite la expresión, uterinos, y, por lo tanto, verdaderamente gemelos.
»Ahora bien, ¿cómo es que somos, a la vez, primos hermanos?
»Ah, estimado señor Alphonse Allais, la nuestra es una triste historia, ¡hecha para colmar de lágrimas sus ojos!
»Nuestro padre nació en condiciones espantosamente trágicas.
»Trate usted de imaginar a una pobre mujer embarazada y obligada a parir (su marido, capitán de barco, era ferozmente celoso) a bordo de una goleta de tres mástiles, en pleno océano, a equis cantidad de grados de longitud y de latitud cuyo número exacto no añade nada interesante a la aventura.
»El parto de la pobre mujer se complicó a raíz de un lamentable detalle: en el preciso momento en que nuestro padre veía la luz (aunque esto, en realidad, ocurría en medio de una noche muy oscura), un gran steamer norteamericano partía en dos la goleta de tres mástiles de nuestro abuelo.
»Parte de la tripulación (entre ella el capitán, pese a su desesperación) pudo salvarse.
»Pero se dio por perdidos a varios otros botes salvavidas, entre ellos aquel donde iba el recién nacido.
»¿De qué manera milagrosa sobrevivió nuestro padre? Esto es algo que jamás nos lograremos explicar.
»Lo esencial, en todo caso, es que salió vivo de allí y fue educado en el seno de la familia de un mercader de las islas Auckland.
»Nuestro abuelo, por su parte, convencido de que su progenitura había desaparecido, volvió a casarse y fundó una nueva dinastía que, no olvidemos este detalle, incluyó una pequeña hija.
»¡Lo que sigue es fácil de adivinar con un poco de perspicacia!
»Nuestro padre –para ser breves– conoció a nuestra madre sin saber que ella era su hermana. Y nosotros nacimos un mismo día, tiempo después.
»Somos nosotros, señor, auténticos gemelos porque nacimos de una misma madre, y auténticos primos hermanos porque la madre de mi hermano es hermana de mi padre, y viceversa. »Saludamos a usted muy atentamente. »Firmado: Los hermanos Delacôte.» Para quitarle a este mensaje lo penoso que hay en toda historia de incesto, añadiré que ciertas informaciones me permiten proclamar que los jóvenes que firman como hermanos Delacôte no son hermanos gemelos, mucho menos primos hermanos. Simplemente amigos de cabaret, me han dicho de buena fuente.

Imprudencia de los fumadores
Ignoro con qué otra enfermedad mi pobre amigo confundía la encefalitis; lo cierto es que, todo el tiempo, invocaba esta inflamación para explicar sus frecuentes molestias. –¡No pruebas bocado, Prosper! –No. Es mi encefalitis que repercute en mi estómago.
Otras veces, Prosper insistía en hacer en coche un viaje insignificante porque su encefalitis le cansaba los pies.
Prosper, por cierto, amaba todas las palabras que exceden el repertorio o el vocabulario común, sobre todo las palabras de aspecto científico. Le encantaba decir, por ejemplo: –A la noche estaba en Montmartre y a la mañana en Grenelle… ¡Soy todo un cosmopolita! O también: –Permítanme que les cuente el último ana-
cronismo de la señora C… Le ha preguntado a su arquitecto qué es más caro: el metro cúbico de gas o el metro cúbico de electricidad. Se partía de risa y repetía: –¡El metro cúbico de electricidad! ¿Han oído antes semejante anacronismo?
Una vez, le conté una broma y me respondió:
–Eres un buen chico, pero mitigado con algunas groserías.
Prosper no tenía otra razón para vivir, más allá de su talento como inventor.
Entre mil descubrimientos, que él mismo bautizaba con términos descabellados, cosmopolitas, anacrónicos y mitigados, hablaré del así llamado pirocida.
El pirocida, como lo indica su nombre algo barroco, es un líquido destinado a destruir el fuego en general y los incendios en particular.
Cada vez que atravesábamos el jardín de las Tullerías, Prosper se lamentaba mientras me mostraba el espacio vacío donde había estado el palacio: –Pensar que con mi pirocida… Siempre llevaba en los bolsillos su famoso pirocida y a menudo lo empleaba con nosotros, en invierno, en las pequeñas tertulias literarias y artísticas en las que consumíamos nuestra estudiosa juventud. –Ahora verán. Y de un bolsillo extraía un frasco con cuyo contenido regaba el carbón en la chimenea.
Resultado: una emanación de vapores corrosivos y una serie de toses y estornudos.
Poco después –digámoslo ya– el fuego ardía más que antes en la chimenea.
El pirocida no había puesto fin a ninguna combustión.
–Aún no encontré las proporciones adecuadas –argüía Prosper.
Un buen día llegó a París un joven que era poseedor de una modesta herencia. Se dejó impresionar por las grandes palabras de Prosper e invirtió algunos billetes de mil francos en la empresa del pirocida.
Con aire triunfal, Prosper hablaba de despedir a los bomberos de París y reemplazarlos por simples empleados suyos, encargados de aplicar el pirocida en los diversos puntos de la capital donde hubiese el menor incendio.
Tan sumido estaba en su sueño que dejó de asistir a nuestras tertulias.
Cuando lo volvimos a ver, tiempo después, en su semblante había una amarga tristeza, una sombría desesperanza. –Pero, ¿qué te ocurre, Prosper? –Ay, mi querido amigo, ¡qué horrible desgracia la mía! –¡Habla! ¿Qué pasó? –Había instalado, en Ivry, un depósito de mi pirocida, con más de tres mil hectolitros de ese líquido. ¡Todo se ha destruido en menos de una hora! –¿De qué manera? –¡Un incendio, querido amigo, un incendio!
LA NACION