El maestro y su único discípulo

El maestro y su único discípulo

Por Pablo Gianera
Imaginemos, abstractamente, la relación entre un maestro casi octogenario y cargado de sabiduría que, sin haber sido un niño prodigio, aprendió con trabajo las leyes completas de su arte y, por otro lado, un auténtico niño prodigio, alguien para quien todo fluye con la mayor facilidad. Ése es el asunto de Set the Piano Stool on Fire, la película de Mark Kidel sobre la relación entre el pianista Alfred Brendel y Kit Armstrong, un joven, casi un niño entonces, de origen taiwanés.
El film empezó a rodarse en un período crucial, 2008, el año en el que Brendel decidió retirarse para siempre de los escenarios. Vemos aquí una de sus últimas presentaciones -si no la última de todas-, en la que toca Au lac de Wallenstadt, de Franz Liszt. En la platea, lo mira Kit, entre atento y fascinado. Corte. Nueva escena: la casa de Brendel en Londres. Suena el timbre y Kit llega a su clase con un budín para la hora del té.
El repertorio es una de las patrias posibles de los pianistas. Cada uno conquista un territorio que luego habita y conoce casi a ciegas. En el caso de Brendel, esa patria espiritual comprende un puñado de compositores austrogermanos: Haydn, Mozart, Beethoven y Schubert. Campeón del recato, enemigo de la demagogia (no procrea fanatismo, sino una admiración sin atenuantes), modelo de contención reflexiva, Brendel, uno de los héroes del piano del siglo XX, eligió esos compositores para la gira de su despedida. Nada sabemos de si volverá a grabar en estudio, y es seguro que, aparte de sus conferencias, sigue publicando libros de poemas.
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Lo primero que resulta fascinante en Brendel es el modo en que, al margen de las prerrogativas de los méritos innatos, se construyó a sí mismo como pianista. Ya lo dije: no fue un niño prodigio. Más allá de sus estudios tempranos en Zagreb y su formación circunstancial en el Conservatorio de Graz, lo aprendió todo solo y de una manera que habría sido impensable en otra época: se grababa al tocar el piano y se escuchaba después para corregir errores. Esta idea de la autocrítica lo acompañaría siempre, especialmente en sus sucesivas integrales de las sonatas de Beethoven.
Para su última presentación (hay registro en CD) optó por el Concierto Nº 9 K. 271 Jeunehomme, de Mozart. Tal vez el Andantino en Do menor de ese concierto resuene para Brendel como un emblema del adiós. Sus lecturas de Mozart cumplen con la exigencia que él mismo propuso en Über Musik, su volumen de ensayos: un equilibrio entre la novedad y el refinamiento, la fuerza y la transparencia, la naturalidad y la ironía, la distancia y la introversión, la libertad y la forma, la pasión y la gracia.
Todas estas cosas le enseña a Kit Armstrong, que es sí, un prodigio: estudia matemática, empezó a componer a los ocho años, ama los pollos y gallinas (su primera pieza llevaba como título Chicken Parade) y tiene un sentido innato del ritmo. También es un poco envarado. Será la rigidez del tímido o del que no sabe bien qué hacer consigo mismo y con su cuerpo. Brendel lo corrige amistosamente. Le insiste en que mueva los brazos como si fueran alas, que los agite como un pájaro. Lo insta incluso a bailar. “¡Son danzas!”, le dice sobre Bach. Y baila él, Brendel. Pero no Armstrong. Brendel mira de pronto el reloj. “Tea time!”
Nada diré sobre el talento de Armstrong, que la película deja apenas entrever. Me acuerdo además de que Jorge D’Urbano insistía en que jamás quería escribir sobre niños prodigio. Si se es complaciente, se incurre en una deslealtad. Si se habla desfavorablemente, los lectores y el público no perdonan al crítico. Así son las cosas.
Me detendré en una sola de las lecciones de Brendel. En cierto momento explica a su discípulo, casi el único discípulo de su vida, si se exceptúa acaso a Paul Lewis: “Un detalle mal resuelto puede arruinar toda una interpretación”. En este punto las artes se entremezclan. La de Brendel es una lección de validez general, para todas las artes, y aun para casi cualquier cosa. Tan simple como eso puede llegar a ser una verdadera lección de piano.
No sé si el DVD de la película se consigue en Buenos Aires. Como sea, estará disponible en alguna nube de la Web. Pero en tiempos de Bafici, sería interesante que en algunos de los próximos años se programara Set the Piano Stool on Fire. Pocas veces se reveló así la intimidad de la música, de los músicos y la relación entre maestro y discípulo.
LA NACION