26 Apr Echale la culpa a Superman
Por Fernanda Sández
¿La ves? Mirala cómo va, pobrecita. Ni caminar puede”, dijo el taxista, rumbo al Aeroparque. Entonces la vi, en plena madrugada, aleteando por la avenida. Ni quince años tenía. “Vos las ves a las pibas, saliendo del boliche, que ni saben dónde están.” Aunque quizá los extraviados no fueran en realidad esos cuerpos finitos caminando a contraluz, sino los otros. Los que a esa hora dormían lejos del río. Los padres y las madres de tanto sonámbulo ¿dónde estaban? “Uh, otra que crucifica a los padres y no se fija en la responsabilidad del Estado”, se escucha por ahí. “Eran mayores de edad”, argumenta alguien más, en referencia a los cinco jóvenes que murieron este fin de semana en Costa Salguero tras consumir drogas sintéticas. Ambos comentarios van en la misma dirección: a) los padres nunca tienen nada que ver y b) pasados los 18 años, menos todavía. Sin embargo, está claro que quienes se llevaron la peor parte en este episodio (los cinco muertos, los cinco aún internados) no terminaron así “por accidente”. Consumieron una o más de las pastillas de las que-según testigos- un grupo despachaba en el ingreso, como si fueran chicles.
¿Los hace eso culpables de lo que les pasó? En absoluto. Pero no deja de ser inquietante la facilidad con la que chicos cada vez más chicos aceptan meterse en el cuerpo (bajo el viejo truco de las “nuevas sensaciones”) lo que sea. Lo que venga. Lo que haya ahí a mano para devorar. “Pero la cuestión no comienza en la adolescencia, sino mucho antes”, dice la doctora Graciela Moreschi. “Los padres, por comodidad, generan personalidades adictivas. Por ejemplo, cuando estimulan a un chico a estar enchufado para que no moleste. Y esto que parece trivial es fundamental porque un chico que no sabe aburrirse es un chico adicto. El que no tenga un yo fuerte, el que se sienta aburrido y vacío ése es el que a la postre quedará prendido a la droga. O a lo que sea.”
Cualquiera que haya conversado con médicos de las guardias hospitalarias sabe que los fines de semana las camas se llenan de adolescentes pasados de alcohol, de pastillas. O de ambas cosas.
-Es que la droga está en todos lados -dice la Madre Cómoda.
-Llega una edad en la que ya no los podés manejar -dice el Padre Resignado.
-Que consuman es inevitable -dice la Madre Modernosa.
-Lo que pasa es que tampoco lo podés encerrar en una cajita de cristal -dice el Padre Justificador.
Pero ¿cuándo fue? ¿En qué momento fue que todo esto se volvió no sólo aceptable, sino “natural”? ¿Cuándo fue que los adultos dejamos de reaccionar si en la mesa de chicos de quince años se servía cerveza? Podrá sonar a cacareo de señora mayor, pero son esa clase de cosas las que luego tornarán lógico lo que nos puedan llegar a plantear los adolescentes: “Si no hay alcohol, a mi fiesta no va a venir nadie”, “Un porrito no hace mal”, “Yo sé tomar”. Y todo lo que viene después.
-Porque si no a tu hijo lo aíslan.
-Porque están todos en la misma.
-Porque es una etapa y después se les pasa.
-Porque tiene que aprender a vivir en este mundo.
“Yo los llamo «los padres tibios», porque no quieren ser autoritarios ni muy blanditos y ahí se quedan: en un limbo peligroso”, dice la psicoanalista Patricia Faur, docente de la Universidad Favaloro. “Basta con ver el descontrol de las previas en sus casas o con el dinero que les dan a sus hijos. Son adultos entrenados en el hiperconsumo de todo (objetos, tecnología, lo que fuere) que no se sienten autorizados a poner límites.” Y, menos aún, a decirles a sus hijos que ser distintos tampoco está tan mal. El temor a que el hijo quede fuera del rebaño es tan enorme que cubre (y autoriza) todo lo demás. Que camine por una avenida en plena madrugada, que tome hasta el desmayo o que se trague sin chistar pastillitas de todos los colores vendidas por un simpático encapuchado. “Son jóvenes que buscan emociones y terminan metidos en un termo tóxico y fatal. Que han sido bombardeados por el Just do it y el Imposible is nothing de algunas publicidades. Expuestos desde pequeños a publicidades diarias de juguetes, golosinas y consolas, y -ya de adolescentes- al alcohol o a las drogas de síntesis. Drogas que te venden que te sentirás Superman desde el rótulo”, comenta el psiquiatra Juan Vasen.
Nosotros, en tanto, cruzaremos los dedos y le pediremos a Dios, al destino o a San Walter White que nada suceda. No esta noche. No con nuestro hijo. No, por favor. Y así vamos: en perpetuo estado de ruleta rusa. Sobre todo porque “en nuestros países no se tiene buena información acerca de con qué se «corta» la droga”, admite el experto en políticas contra el narcotráfico Carlos Garzón Vergara, investigador del Wilson Woodgrow Center, de Washington. “Es como si los narcotraficantes fueran ensayando. Lo que sí existe en algunos hospitales es una suerte de sistema de alerta temprana. Entonces, cuando algo sucede con algún usuario, se trata de conseguir una muestra, se la analiza y se genera una alerta que lo que busca es advertir a los otros sobre eso que hay en circulación.”
“Eso.” “En circulación.” Y los hijos de todos, caminando por el medio. En Córdoba, hace dos años, las autoridades avisaron que se “cortó” cocaína con vidrio molido. Lo descubrieron por un sangrado extraño en los consumidores. En Buenos Aires, hace algunos años más, se la estiró con veneno de ratas. Y con una larga lista de etcéteras a la que el sábado se sumó uno más porque las drogas de síntesis, claro, también contienen mucho más de lo que los compradores imaginan. En este caso, se sospecha que las pastillas contenían una sustancia psicoactiva llamada PMMA.
Hace meses, en España, el Sistema de Alertas Tempranas (SEAT) avisó sobre la detección de pastillas Superman que contenían esta sustancia que “produce hiperactivación, alerta, aumento de la frecuencia cardíaca y de la tensión arterial, nerviosismo y agitación, pudiendo producir (dependiendo de la dosis consumida y la vulnerabilidad del individuo) convulsiones, arritmias cardíacas e incluso la muerte. Un efecto frecuente y bastante característico es el aumento de la temperatura corporal. Esto puede agudizarse en el caso de que los consumidores se encuentren en espacios cerrados (discotecas u otros locales de ocio), realicen ejercicio intenso durante un tiempo prolongado (por ejemplo, baile) o no dispongan de agua para calmar la sed”. Para peor, el efecto retardado de este químico puede llevar a “consumir más pastillas, incrementando enormemente el riesgo de hipertermia, intoxicación y o muerte”.
¿Por qué los padres no saben esto? ¿Por qué los chicos que terminan muriendo a los saltos y bajo las luces, tampoco? ¿Por qué nos resignamos y cruzamos los dedos? ¿Por qué no hay en los colegios -así como hay clases de educación sexual integral desde sexto grado- algún programa de alerta e información sobre el tema drogas y sobre los consumos en general? Para Vasen, esto resultaría decisivo para salvar vidas. “¿Que se puede hacer? Por lo pronto, descreo totalmente de la guerra al narcotráfico. Es una guerra hecha a la medida del enemigo, que cada vez engorda y crece cuanto más se lo «combate». La droga llegó para quedarse. Es parte de la vida social, aunque a muchos no nos guste ni nos parezca la mejor alternativa para pasarla mejor. El camino es la legalización progresiva desde la experiencia uruguaya a la holandesa: reduciendo daños, evitando la producción descontrolada y clandestina, regulando y responsabilizando, porque las soluciones represivas y militarizantes sólo alimentan al vampiro con sangre joven.”
Pero más allá de las campañas y de las políticas de prevención, marca Faur, “lo más preocupante es la pérdida del valor de la vida y del cuidado. Vivimos en una sociedad en la que te matan por un par de zapatillas, o un abogado mata a un cerrajero al que confundió con un chorro, o muelen a palos a una pareja de jubilados. La trama social está deshecha. Y si la vida no tiene valor, mejor consumirla en una noche”.
Las nenas que van tambaleándose por la Costanera en plena madrugada hablan de todo eso: de nuestro fracaso como padres, como cuidadores, como manada. Los muertos de este fin de semana, también. Aunque, claro, siempre será más fácil echarle la culpa a Superman.
LA NACION