23 Apr En Santa Fe, los inundados sobreviven a la vera de la ruta
Por Rosario Marina
Juana Angélica Mendoza tiene 82 años y rema cada día, sola, desde su casa roja y blanca hasta una de chapas donde resguarda algunas cosas a la vera de la ruta 168, a las afueras de la ciudad, en el barrio la Vuelta del Paraguayo. Ayer a las nueve de la mañana iba, con una canoa prestada, a comprar algo de comida para ella y para sus perros. Duerme todos los días ahí donde hizo la casa con su marido, no quiere irse del lugar que pintó, donde plantó árboles de naranja, mandarina, mamón y limón.
“Tengo miedo de estar sola acá”, dice Juana, y mira las chapas sobre la ruta. Su temor son los roedores. Porque el hantavirus se llevó a su marido en 2007. Mientras cuenta cómo era su vida con él, un camalote pasa a toda velocidad. Lo señala: “Son las ratas que van ahí”.
Según datos oficiales, son 2421 las personas evacuadas en la provincia de Santa Fe. El número de afectados aún no se sabe. Además, a nivel económico, la pérdida estimada de la provincia ya es de 30.000 millones de pesos. Por eso, 18 de los 19 departamentos están en emergencia. La producción, dicen desde el gobierno, está parada.
Desde que se levanta hasta que se acuesta, su vecino Luis Montenegro mira el río. “Nosotros somos pescadores. Cuando crece mucho así, el pescado no sale”, dice, y se va a su rancho a la vera de la ruta. Su hija sigue contando que el municipio les da un bolsón con un paquete de puré, uno de arroz, uno de fideos, dos de cereales y una de harina. Con eso se tiene que arreglar para que coman sus dos hijos, ella y su marido por una semana. Luis, con su hija, se metió al agua para buscar el baño químico que les habían dado desde el municipio. Por eso piden una bomba, para, al menos, sacar el agua que se acumula cerca de la ruta por las lluvias.
Según el informe de la Municipalidad de Santa Fe, los evacuados hasta el martes a la noche eran 787, repartidos en ocho refugios.
“No vemos la hora de que el agua baje y poder irnos”, dice Rosa Barbosa, de 69 años, que vive en unas chapas largas que hacen de paredes y techo, con otras 14 personas más. En diciembre armaron esas casillas, unos amigos les prestaron las chapas que tenían apiladas. Tienen un solo baño químico. Hace más de 30 años que tiene su casa allá, del otro lado del río, que antes era un rancho y con el tiempo y el esfuerzo pudo hacerlo de material.
Hace unos días, su hija cruzó en canoa con su nene a la casa a ver cómo estaba todo. Cuando se puso a limpiar, vio que el chico estaba por agarrar una yarará que, no sabe cómo ni por qué, no le picó. “Acá hay mucha víbora y mucha rata”, dice Rosa, la abuela, un poco triste, otro poco cansada.
A los de Vuelta del Paraguayo les ofrecieron ir al refugio, pero no quisieron. Es que si no, no ven sus casas. Quieren poder mirar todos los días si bajó el agua, revisar que no les roben. La ONG Proyecto Revuelta denunció que desde hace cuatro meses existe una situación de abandono y dicen que el municipio “deja inundar el barrio” porque “hay intereses inmobiliarios que impulsan la relocalización”.
Rancho Esperanza
Casi al final de la ciudad de Santa Fe hay una calle que se llama Teniente Loza. Al final de esa calle está el ex frigorífico municipal, un edificio abandonado. Ahí está el barrio la Tablada. En una casilla que él nombró “Rancho Esperanza”, está Enrique Ríos.
Desde ahí puede ver el ex frigorífico municipal, donde, entre víboras y alacranes, viven más de 20 personas, la mayoría niños. También hay, cuenta Enrique, unas 150 más en los alrededores, aún más cerca del agua. Los vecinos de este barrio cuentan que el 18 de febrero una papelera tiró un líquido azul, como un barro, y que a partir de ese momento, sumado a la inundación que empezó el 8 de abril, tienen cada vez más sarpullidos e infecciones.
“Te cansa vivir así”, dice Guadalupe, la mujer de Enrique, embarazada de 8 meses. Su vecina tiene a sus cinco hijos llenos de granos. En el centro de salud le dijeron que los lave con agua y jabón blanco, pero tiene sólo el bidón de cinco litros que le da el municipio con una bolsa de comida. Con eso intenta cocinar, tomar y limpiar la casa y a los chicos.
A Enrique en el barrio le dicen “el Gauchito”; tiene las paredes exteriores de su casa, ahora con agua hasta la mitad, pintadas con imágenes del Gauchito Gil, cada domingo les daba la leche a los nenes del barrio y enfrente había armado una placita con lo que traía del cirujeo, que ahora está inundada. En esa casa, pero sobre todo cerca del frigorífico abandonado, hay olor a podrido. El agua es turbia, oscura. Por eso Enrique arma una casilla con palos y nylon cerca de la ruta. Por eso escapa, pero se mantiene cerca. Él sabe la razón: “Cuanta más deforestación haya, peor va a ser”.
El 2 de enero subió el agua y Viviana Montiel perdió todo. A ella, junto a 15 familias más, la instalaron en casillas de emergencia de madera y chapa, aisladas de la tierra con pilotes. Ahora vive con un colchón prestado. Y aloja a su sobrina con sus hijos, que no tiene dónde ir: son diez personas en una casilla de 6×3 metros. “No veo la hora de volver a mi casa”, dice. Acá no tienen agua caliente y hay un solo baño químico para 16 familias, porque el otro que les dieron se rompió con la tormenta. Las casas ya están comidas por la humedad. Y les falta ropa de invierno, porque cuando los trasladaron ahí era verano. Lo dice Viviana y lo repite cada vecino que puede hablar: “Acá nosotros estamos olvidados”.
LA NACION