Prince: un artista inclasificable que supo construirse como ícono

Prince: un artista inclasificable que supo construirse como ícono

Por Sebastián Ramos
“Día negro, noche de tormenta. Sin amor, sin esperanza a la vista. No llores, él está llegando. No te mueras sin conocer la cruz” (“The Cross”, Sign O’ The Times, 1986).
“Es el Duke Ellington de los 80”, dijo alguna vez Miles Davis sobre él. “La reencarnación de todo lo mejor en sí mismo, todo lo que el mundo necesita”, lo describió Eric Clapton. “Uno de los verdaderos genios del negocio de la música”, según Elton John, y “una suerte de Broadway en ácido” para Bono.
Genio y fanático religioso, provocador y megalómano, ícono pop sexual y sensual, excéntrico y ególatra. Existen cientos de adjetivos calificativos que se podrían emparentar con la figura de Prince, pero, en rigor, ninguno le hace justicia a este músico (compositor, arreglador, productor, guitarrista, bajista, baterista y pianista) de excepción, que fue signo de los tiempos en la década del 80 y que a través de su extensa discografía se convirtió en una especie de manual de estilo de la música negra.
Ayer, Prince Rogers Nelson, The Kid, Prince, Simbolito, El Artista o como quieran recordarlo, murió en su fortaleza kitsch de Paisley Park, en Minneapolis, rodeado por sus tesoros personales más preciados, por motivos que hasta ayer no se habían divulgado. El viernes pasado, había ingresado de urgencia en un hospital debido a una “fuerte gripe” y dado de alta dos días después. Fue entonces cuando ofreció un concierto privado en su mansión para demostrar que se sentía bien, pero esa noche quedará en la historia como la última vez que subió a un escenario, su lugar en el mundo.
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De mendigo a millonario
Hijo de un músico de jazz, el pequeño Prince jugó con el piano desde los 7 años, a los 13 descubrió los secretos de la guitarra y a los 17 pisó un estudio de grabación por primera vez. De allí en más, la música reemplazaría todo lo que se le había negado en su niñez y mucho más también, en un cuento de hadas que lo llevó de mendigo a millonario, de adolescente rechazado a “objeto sexual” de culto para varias de las mujeres más bonitas y deseadas del mundo del espectáculo y de los sueños de grandeza al Olimpo del cancionero pop.
El primer álbum con su firma, For You, se editó en 1978 a través de Warner Bros., la compañía que tentó a la joven promesa negra con la oferta de absoluta libertad artística y creativa y a la que quince años después el mismo Prince acusaría de “esclavitud”. Dos extremos de una vida vivida a través de los opuestos.
Desde su debut, Prince se presentó a sí mismo primero como un eterno enamorado, luego como amante sensual y, enseguida, como un perverso sexual que bailaba sobre la cama semidesnudo y a ritmo de funk caliente (no se pierdan la portada de Dirty Mind).
Ya en los años 80, su obsesión por ser todo lo que se pueda ser o no ser nada lo llevó a cantar aquello de “¿soy negro o blanco? ¿Soy hetero o gay?”, mucho antes que Michael Jackson, en el tema “Controversy” que daba título a su cuarto disco y que lo dejaba a las puertas del paraíso que finalmente alcanzaría con sus álbumes siguientes: 1999 y Purple Rain, los discos que le darían el reconocimiento que Prince siempre supo que algún día obtendría, incluyendo el Oscar para Purple Rain, la banda de sonido de la película que él mismo protagonizó y que hasta el día de hoy es su álbum más vendedor y popular.
Por entonces, el hombre grababa todos los instrumentos y se producía a sí mismo, consiguiendo un sonido original y moderno; jugaba con la exposición mediática y el misterio; ganaba premios y fama, pero su genialidad aún era discutida entre sus pares. Hasta que, como toda estrella pop, compuso su trilogía de oro: Around the World in a Day, Parade y su obra cumbre, el álbum doble Sign O’ The Times. Ahora sí, el mundo estaba a sus pies.
Aunque nada dura para siempre y su década ganada, la del 80, no terminaría de la mejor manera, con dos discos de poca trascendencia como LoveSexy y la banda sonora de la primera Batman de Tim Burton.
Tras un par de hits en los que Prince incorporó algunos guiños al rap, que desde hacía un tiempo empezaba a dominar el negocio musical de los Estados Unidos, llegó el día de la “dependencia”. En 1992, cansado de discutir sobre qué y cómo editar su música, Prince entró en guerra con Warner Bros., se pintó la cara con la palabra “esclavo” y luego de que le rechazaron la posibilidad de desligarse contractualmente pasó a llamarse “El artista anteriormente conocido como Prince”, nombre que se representaba con un dibujo en el que se fundían los símbolos de masculino y femenino.
Las batallas dialécticas y legales con la industria de la música (ver aparte) no le impidieron convertirse en uno de los artistas más prolíficos de los años 90, con ediciones de discos simples, dobles y hasta triples, con canciones en las que parecía clonarse a sí mismo sin encontrar el rumbo para una nueva reinvención. Ni la tan esperada emancipación de Warner en 1996 ni la masificación de Internet lograron provocarlo creativamente (de hecho, todo lo contrario, ya que se volvió uno de sus enemigos públicos, al quitar todo su material de la Red).
Fue entonces cuando creó su propio sello, New Power Generation, desde donde intentó apoyar a jóvenes promesas de la música. “Es una forma diferente de trabajo. No quiero crear una compañía discográfica, sino que pongo mis estudios de Paisley Park a disposición de todos aquellos artistas que caminen por el sendero de la verdad. Y esto es beneficioso para los artistas, porque, en definitiva, son ellos quienes deben obtener el mayor fruto de su música. No tengo nada en contra de las compañías. Ellos trabajan, compran y venden grandes corporaciones todos los días, y entonces poseen mucho poder y éxito. Pero su manera de hacer las cosas es un sistema muy diferente del mío y lo que quiero es demostrarle a la gente que ese sistema distinto existe”, dijo a LA NACION en 1998, en el momento en el que se convertía en testigo de Jehová y se mostraba arrepentido de viejos vicios “amorales”.
El nuevo milenio lo encontró con algunas grandes canciones incluidas en discos pequeños que se distribuían de manera alternativa (probó vendiéndolos exclusivamente por su sitio oficial en Internet o incluso lo regaló a través de un periódico inglés) y recuperando su estirpe de animal de escenario, ese que había dejado boquiabiertos a los argentinos en su única visita, en 1991, en el estadio de River Plate (rápido, sí, pero furioso y encendido como nunca se había visto a un artista en escena por estos pagos).
Al mismo tiempo, las jóvenes estrellas del rhythm and blues, el soul y el hip hop se reconocían como hijos directos de su obra, de Pharrell Williams a Kanye West y de Kendrick Lamar a Rihanna y Beyoncé. Luego de un silencio discográfico de cuatro años (el mayor de su carrera), en 2014 decidió armar un regreso a su altura, con giras sorpresa alrededor del mundo y shows hiperexclusivos en el teatro de su mansión, acompañado según la ocasión por dos bandas, una mixta con músicos veteranos de jazz, funk y soul y otra bautizada 3rdeyegirl: un power trío femenino integrado por la baterista Hannah Welton, la guitarrista Donna Grantis y la bajista Ida Kristine Nielsen. Con estas dos agrupaciones publicó cuatro discos en dieciocho meses: Plectrumelectrum, Art Official Age, HITnRUN Phase One y HITnRUN Phase Two.
Al igual que David Bowie, Prince no deja en este mundo un heredero musical directo y, por más que se hurgue aquí, allá y en todas partes, mucho menos un adjetivo que lo califique.
LA NACION