08 Apr El atroz encanto del terror
Por Nora Bär
Hay quienes atribuyen el pánico propagado en 1938 entre los norteamericanos por Orson Welles con su programa radiofónico que recreaba la Guerra de los Mundos, la novela de H. G. Wells sobre una invasión extraterrestre, a la ingenuidad del público de los años treinta.
Pero al parecer algo similar podría suceder ahora, dadas las condiciones adecuadas, porque hay pocas cosas que se contagien tan rápido como el miedo. Basta con detenernos a pensarlo durante algunos segundos para encontrar ejemplos elocuentes. En cuanto nos enteramos de que a alguien le robaron el celular en el subte, nos parece sospechoso hasta el atildado joven de valija y corbata que se sienta a nuestro lado. El origen de aumentos del dólar, del desabastecimiento de productos alimentarios o farmacéuticos y de crisis económicas globales que ocasionaron la caída de países enteros (como la “burbuja de las hipotecas”, que de forma sorprendentemente aterradora describe La gran apuesta, película nominada al Oscar), comenzaron como rumores que se convirtieron en tsunamis cuyo derrotero y volumen no hizo más que crecer y acelerarse en las redes sociales.
Según cuenta Adrienne Berard en un reciente artículo para la revista Nautilus, Emilio Ferrara, un científico de la Universidad de California del Sur que hace “minería de datos”, tuvo la oportunidad de medir objetivamente este fenómeno de “contagio emocional” analizando mensajes de Twitter durante los primeros tiempos de la epidemia de ébola. A días de la llegada a los Estados Unidos del primer paciente con el virus, un hombre llamado Eric Duncan que había estado en Liberia, se desató la histeria. Al mes, de acuerdo con Gallup, el ébola se ubicaba tercero entre las principales preocupaciones del público norteamericano y, a pesar de que sólo se habían confirmado cuatro casos, uno de cada seis creía que era el mayor problema de salud de su país.
Lo que comprobó Ferrara fue que los tuits que transmitían temor eran retuiteados el doble de rápido, en promedio, que los mensajes neutrales o que expresaban otras emociones, como la alegría. Es sabido que somos seres “empáticos”, es decir que cuando somos testigos de que otro u otros experimentan una emoción nuestro cerebro activa las mismas regiones y es capaz “de ponerse en su lugar”, siente lo mismo. Al parecer, esos circuitos son particularmente eficaces para advertir el peligro.
El neurocientífico francés Jean Decety, editor en jefe del Journal of Social Neuroscience y director del Brain Research Imaging Center de la Universidad de Chicago, uno de los pioneros en el estudio de la empatía, mostró que esa resonancia emocional es innata: a las 18 horas de nacer, si un bebe llora en la nursery, los demás se ponen a llorar, y chicos de menos de tres años ya detectan rápida y automáticamente el daño intencional.
Científicos argentinos liderados por Agustín Ibáñez, del Ineco, mostraron el año pasado que la amígdala, una pequeña estructura situada en la profundidad de los lóbulos temporales del cerebro y cuyo papel principal es el procesamiento de las emociones, es crítica para la detección de la intencionalidad del daño: responde ¡en menos de doscientos milisegundos! En una emergencia, la amígdala hace que nuestro cuerpo pase a la acción antes de que nos demos cuenta de lo que está pasando. El mismo Decety descubrió que cuando vemos algo negativo nuestro cerebro reacciona más intensamente que si es positivo.
Ahora, a través de Internet, argumenta Berard, el miedo y la ansiedad pueden diseminarse más rápido y más lejos que nunca antes. De acuerdo con el centro de investigaciones de opinión pública Pew, de Washington, las personas que frecuentan las redes sociales tienden a estar más conscientes de los eventos negativos que ocurren en las vidas de otros.
Lo saben los geólogos que estudian terremotos y deben salir a tranquilizar a los habitantes de planicies que no se alteraron en milenios cuando se produce un movimiento sísmico en las antípodas, y los encargados de manejar crisis ambientales, sanitarias y financieras: el miedo es lo que más rápido se contagia.
Por eso, es difícil explicar el éxito del cine de terror que, desde la primera adaptación del mito de Frankenstein, en 1910, arrastra multitudes que aman transcurrir una hora y media temblando delante de la pantalla. A mí, denme las comedias románticas.
LA NACION