07 Mar El eterno retorno de los pequeños villanos
Por Nora Bär
Tal vez suene exagerado, pero con los avances en vacunas (el calendario nacional, que se aplica gratuitamente, incluye 18, entre las cuales hasta hay una que previene un tipo de cáncer), el inconsciente colectivo de Occidente se había olvidado de los virus, esos diminutos “paquetes” de material genético que sólo pueden multiplicarse dentro de otros organismos.
Al fin y al cabo, estamos en la “transición epidemiológica”, es decir que el camino hacia la vejez de muchos de nosotros se da por descontado, aunque esté empedrado de males como la obesidad, la diabetes, la hipertensión, las cardiopatías o el Alzheimer. Dados los números crecientes de centenarios, ya hay quienes empiezan a preguntarse si el asunto es vivir más o vivir mejor.
Pero el VIH, el ébola y la situación inédita de que en este momento se registren en el continente tres epidemias rampantes (dengue, chikungunya y zika) nos recuerdan que la inagotable variedad de la naturaleza siempre sacará alguno de estos microorganismos de la manga para advertirnos que no deberíamos desafiarla.
No hace tanto, el asedio de estas formas de vida submicroscópica se descontaba.
En Buenos Aires, 1800-1830, una investigación dirigida por César García Belsunce (Emecé, 1977), se menciona precisamente la constante preocupación de los habitantes de la ciudad por las epidemias.
Entre los ejemplos que menciona para ilustrarlo figura un documento de 1806 en el que el ministro Godoy enviaba a Buenos Aires una memoria en la que recomendaba “que se adopten las fumigaciones minerales y se manden practicar en todos los lazaretos fijos o provisionales, en todos los hospitales militares y civiles, en todos los cuarteles, presidios, cárceles y demás parajes(…) para destruir los gérmenes funestos que se anidan en sus camas, muebles y paredes”.
Por esos años, la disentería, el tifus, el sarampión y, por supuesto, la viruela asolaban poblaciones enteras. En septiembre de 1816, los miembros del protomedicato se dirigían al gobierno para notificarlo de una epidemia de anginas que atacaba a los chicos y hacía estragos en la ciudad y los arrabales. “Se presenta a veces con síntomas tan malignos que en pocas horas sofoca los enfermos y (…) lloran ya muchas familias la temprana pérdida de sus hijos”, advertían los médicos de la época.
Más tarde, en 1871, había muerto Urquiza, y Buenos Aires vivía la feroz realidad de la lucha contra el indio. Con una población de 177.787 habitantes y 25 diarios (algunos redactados en inglés, francés, alemán o italiano), el puerto que todavía no era capital empezó el año con la legendaria epidemia de fiebre amarilla.
Ismael Bucich Escobar lo describe extensamente en su relato (hoy inencontrable) Bajo el horror de la epidemia (Talleres Gráficos Ferrari, 1932). Allí se lee el extracto de un artículo de La Prensa: “El pueblo de Buenos Aires está amenazado nuevamente de ser diezmado por una epidemia. Parece que han sucumbido dos vecinos con todos los síntomas de una enfermedad que aterra”. “Era la fiebre amarilla, el fantasma pavoroso que desde años atrás amargaba la vida de los porteños”, agrega Bucich Escobar sobre esta calamidad que causó en aquel momento más de 13.000 muertes.
El físico de la UBA Hernán Solari, que estudia la circulación de epidemias con métodos matemáticos, analizó cómo fue evolucionando. “En febrero de 1870 se dio un caso importado en el hotel Roma de Buenos Aires -cuenta-. Para fines de marzo se producían las primeras muertes en la zonas aledañas al hotel. Su número es incierto, pero treparon a entre 100 y 200 casos. Estimamos que la circulación del virus comenzó por casos importados arribados a principios de enero de 1871 y sabemos con certeza que las primeras muertes ocurrieron a fines de enero. La variable que explica tamaña diferencia es la fecha de inicio de la epidemia.”
Decía el escritor y educador mendocino Agustín Álvarez, de la generación del ochenta: “Es bueno que los pueblos, como los individuos, guarden la memoria de sus desgracias pasadas para orientarse en las tribulaciones futuras, pues, para corregir la natural tendencia a exagerar los males del presente y los peligros del porvenir, ninguna cosa es más útil que la consideración de los males que fueron más reales, más grandes y en peores circunstancias”.
Sabia reflexión ahora que tenemos que vernos de nuevo frente a frente con estos diminutos villanos.
LA NACION