19 Feb Chicos cada vez más solos
Por Mariano Narodowski
Durante siglos, los chicos obedecían y los grandes protegían. La infancia y la adolescencia eran concebidas como etapas de la vida en las que se dependía de adultos que cuidaban a menores percibidos como incapaces de resolver la vida por sí mismos. La obediencia era la consecuencia natural: hacer aquello que los grandes mandaban y seguir su ejemplo era el modo de, algún día, llegar a ser un adulto autónomo. Grandes y chicos no conformaban un vínculo entre iguales, sino una relación asimétrica en la que experiencia, antigüedad y saber definían la preponderancia adulta.
Es verdad que muchas veces esa asimetría se transformaba en dominio autoritario y perverso, pero, bien entendido, era un mecanismo por el que los adultos se hacían responsables de los más chicos.
Es que la contracara de esta dependencia infantil eran la responsabilidad y el sacrificio de los adultos. Responsabilidad porque los adultos estaban a cargo; daban el ejemplo y mostraban a los más chicos lo que era amar y trabajar. Lo que era creer. Lo que era luchar. El significado de vivir y de morir. El adulto -sacerdote, dirigente, entrenador del club, vigilante de la esquina, docente, padre, madre, tutor o encargado- representaba la historia y ley; lo que estaba bien y lo que estaba mal. Estaba para decir no y así formar a los más jóvenes. Un no que conjugaba amor con severidad. Ser adulto era ser autoridad.
Por otro lado, el sacrificio de los adultos implicaba que éstos pospusiesen sus propias aspiraciones personales para cuidar de los menores. Padres y madres, de manera muy diferente pero complementaria, hacían lo debido y hasta lo imposible para proteger a sus hijos. El paradigma es el papá de la película La vida es bella, quien en un campo de concentración nazi posterga sus propias necesidades y se somete a las peores humillaciones para evitar el sufrimiento del hijo
Este viejo mundo de la asimetría intergeneracional funcionaba bien porque los cambios culturales, sociales y tecnológicos eran suaves y equilibrados. Épocas en las que las novedades duraban y los ancianos eran la referencia obligada: habían vivido más y por eso interpretaban el pasado y proyectaban el futuro. Épocas en las que los viejos mostraban con orgullo sus canas y sus arrugas.
Nuestro tiempo, sin embargo, ya no se caracteriza por la armonía y la experiencia acumulada por los grandes no vale de mucho; al contrario, puede ser la marca del infierno más temido: la obsolescencia. Los cambios constantes hacen que la experiencia sirva de poco y ser adulto no es deseable. Ya nadie muestra con orgullo canas ni arrugas: como si una mutación genética hubiera acaecido en cabelleras femeninas (y crecientemente masculinas), el pelo blanco se oculta porque su presencia remite a lo peor, al paso del tiempo.
Desde los educadores hasta los expertos en marketing coinciden en que los chicos son portadores de saberes y certezas que los grandes deben captar. De ahí que vestirse como adolescente y tener un cuerpo sin marcas del tiempo es lo que desvela a quienes huyen de la obsolescencia: adultos que escapan del semblante adulto.
Nos resultan normales las adolescencias interminables y ya ni sorprende que cincuentones achupinados luzcan como jóvenes de veinte. Las edades y las responsabilidades se aplanan. Las jerarquías entre grandes y chicos se borran como en la película Red social, donde adustos abogados asisten, azorados, al conflicto entre adolescentes eternos, hiperaburridos, ultramaduros, dúctiles para comprender, en remera y ojotas, la lógica de lo actual.
Los medios nos muestran a jóvenes que saben y que se presentan autónomos frentes a sus padres y maestros, quienes, atónitos, observan el devenir indescifrable de redes sociales instantáneas, modas que duran lo que un clic, pantallas para edades cada vez más tempranas.
Obedecer pasó de moda: incomoda escucharlo, pero, en nuestra cultura, pedir obediencia es de facho y bajo ese paraguas ideológico los chicos están cada vez más solos; la trampa de las nuevas infancias y adolescencias es la creciente distancia que los adultos toman respecto de los más chicos tratando, paradójicamente, de parecérseles.
De ahí que la vieja asimetría sea cuestionada: hay que ser amigo de los hijos y de los alumnos, ser gamba, curtir su onda. La vieja asimetría se transformó en equivalencia y la responsabilidad por los chicos suele ser una obligación insoportable. Parece que la consigna es “más amor, menos severidad”, pero esto es una engañifa sutil: no hay amor a los hijos y a los discípulos si no se les dice no. No parece, pues, que este mundo sin adultos sea el efecto de decisiones tomadas a favor de los chicos, sino más bien el resultado de una ausencia cómoda pero probablemente trágica.
Es que decir no ahora es más costoso porque la autoridad adulta tiene poco consenso. Y en la pretendida complicidad con los hijos y los alumnos se diluyen responsabilidades y se eluden sacrificios. La vida ya no es tan bella en un mundo sin adultos cuando mami atropella y mata, pero culpa a su hijo de 15 años para zafar de su responsabilidad.
Hablar de “disciplina escolar”, la sola mención, convierte al desprevenido en una rémora arcaica y en su reemplazo se usa “bullying”: no son los educadores los que deben poner límites en las escuelas; ahora hay “campañas de concientización” y, lejos del orden recreado por los docentes, la convivencia pasó a ser un tema de consensos donde todo parece discutible y el rol docente se entremezcla con padres y educandos. Los adultos huyen de ser autoridad y cuando no les queda otra que ejercerla, anhelan liberarse de las cargas que conlleva. Hasta hay quienes proponen que los problemas de disciplina escolar deben ser regulados por una ley del Congreso Nacional: como si las instancias cotidianas e institucionales de resolución de conflictos educativos hubieran caducado.
En la nueva lógica autocomplaciente y narcisista, el sacrificio por hijos y alumnos también pasó de moda y lo primordial es realizarse individualmente, estar cómodo con uno mismo: el viejo sacrificio de los mayores es una carga paterna o docente que a veces hay que asumir, pero sin orgullo y sin legitimidad: ya nadie lo reconoce, muchas veces hasta se lo cuestiona por demorar ambiciones profesionales o individuales. Conservar la adultez en nuestra época se vuelve contracultural; casi un acto heroico.
Durante el siglo XX, muchos educadores progresistas lucharon para sustraer a los niños de lo que llamaban el “dominio adulto” y proponían liberar a la infancia del yugo de los mayores, descolonizarlos de su opresión. Paradoja fatal; tanto proclamar la liberación de los niños que fueron los adultos quienes terminaron liberándose de ellos.
LA NACION