Los gatos vienen de las estrellas

Los gatos vienen de las estrellas

Diana Fernández Irusta
Plácido y enigmático, como debe ser. En un recuadrito de pared, sobre Bartolomé Mitre, a metros del pasaje Rivarola, el gato exhibe toda su quietud gatuna. Una pieza de street art con algo de magia secreta: hace rato que permanece intacta, toda una proeza en una ciudad cada vez más vandalizada.
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“Si Chris Marker viviera y estuviera de visita por Buenos Aires, lo filmaría”, me digo, aún bajo el influjo de Chats perchés, maravilla que el realizador francés estrenó en 2004 y que las bondades del mundo digital me permitieron ver por estos días.
Fallecido en 2012, alguna vez calificado como “el más célebre de los cineastas desconocidos” y realizador de films difíciles de clasificar, precursores del documental de autor y resultado de una poco frecuente conjunción entre experimentación visual, audacia e ideas, Marker nunca eludió las sombras del mundo que lo rodeaba. Más bien se sumergió en ellas: desde La jetée (su película más conocida, núcleo inspirador de los Doce monos, de Terry Gilliam) hasta El fondo del aire es rojo, El último bolchevique o Sans soleil, siempre indagó en la difícil construcción de la memoria del siglo XX. Las pesadillas totalitarias de toda una época, sus apuestas utópicas, contradicciones y vertiginosos procesos colectivos desfilan en la obra de Marker. Pero -y en esto, a mi entender, es casi único- siempre, aun tras registrar los testimonios más arrasadores, se permitió un espacio, aunque sólo fuera ínfimo, para el gesto de humor o el sobrio ejercicio de ternura. La suya fue una lucidez empecinada: la de quien, pese a todas las calamidades en las que observa caer, una y otra vez, a su propia especie, sigue siendo optimista.
Y Chats perchés, que Marker filmó cuando rondaba los 80 años, debe ser su película más joven y risueña. En ella todo empieza con un gato. El grafiti de un gato, orondo y sonriente como el de Cheshire, que asoma sobre uno de los edificios que rodean el Centro Pompidou. El cineasta toma su cámara y emprende la búsqueda: descubre que en los más diversos rincones de París -en el muro próximo a una plaza, a la vuelta de alguna esquina olvidada- asoma la sonrisa plena y dientuda del mismo gato. Que a veces luce angelicales alitas, otras (en una estación de tren) un cartel que reza “Bienvenidos”, y de vez en cuando se acompaña de la firma de su enigmático creador, un tal M.Chat.
Pero es 2002 y Marker, ante todo, posee una mirada política. Por eso, tras la imagen de un gatito callejero con una pata entablillada, hace aparecer el intertítulo: “Las desgracias no vienen solas”. Y a continuación, la noticia: Le Pen, candidato de la ultraderecha, tiene posibilidades de disputar la presidencia de Francia. Y allí se irá la cámara: de los grafitis a las marchas callejeras, de la jovialidad felina a las disputas en torno del ballottage entre Chicac y Le Pen y luego hacia las calles nuevamente, a registrar las manifestaciones contra la guerra en Irak. Es en medio de estos recorridos cuando llega el momento apoteótico del film. Porque entre consignas, banderas y carteles, la cámara descubre que alguien eleva un dibujo: el gato de M.Chat, sonriente, luminoso, tranquilamente feliz. Como diciendo que no es el poder, sino el neto goce de vivir lo que estará siempre a mano, listo para rescatarnos (en una escena de El fondo del aire es rojo, un documental anterior, el realizador invita a comparar “la mirada enferma” de un grupo de jefes de Estado con la mirada de un gato. “El poder debe hacer mal a la salud”, concluye, con espíritu libertario).
Guillaume en Egipto se llamaba el gato de Chris Marker, eventual inspiración fílmica y origen de su álter ego gráfico: un gato anaranjado que el director, alérgico a la exposición pública, solía presentar en lugar de cualquier imagen propia.
Los antiguos egipcios creían que los gatos vinieron de la luna, me dijo alguien hace un tiempo, no sé si con demasiada precisión mitológica. Pero miro a mi gata, digna modelo de cualquier M.Chat que se precie, y me digo que por supuesto, cómo dudarlo: hace miles de años los gatos descendieron de las estrellas y nos concedieron el honor de su presencia. Por allí andará ahora Chris Marker, entre las sonrisas de Cheshire que tanto amó. Pura memoria de un tiempo terrible; pura certeza de que siempre merecerá la pena seguir.
LA NACION