La pedagogía del dolor

La pedagogía del dolor

Por Diana Cohen Agrest
Unos años atrás, cuando jamás imaginaba que yo llegaría a ser, entre tantas, otra madre del dolor, escribí estas líneas. Siguen tan vigentes hoy como entonces. Si es posible dar un sentido a este sinsentido, la muerte de mi hijo, es que esos actos gratuitos no se repitan nunca, nunca más.
“Harto conocido es el texto desgarrador -erróneamente atribuido a Bertolt Brecht- del pastor protestante víctima del Holocausto Martin Niemöller: ?Cuando vinieron a buscar a los judíos, callé: yo no era judío. Cuando vinieron a buscar a los comunistas, callé: yo no era comunista. Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas, callé: yo no era sindicalista. Cuando vinieron por mí, ya no había nadie para protestar ‘ .
“La violencia en sus manifestaciones polimorfas es la negación acabada de que el mal no siempre le acontece al otro; de que todos, absolutamente todos, somos, virtualmente, Madres (o padres o hermanos o hijos) del Dolor. Mujeres reunidas por el sufrimiento inscripto en sus vidas por una maldita movida del azar (?¿por qué a mí y no a otra?’), las madres de desaparecidos, de los caídos en Malvinas, de los muertos en Kheyvis y en Cromagnon, en la
La filósofa Diana Cohen Agrest envió ayer a LA NACION el siguiente texto a raíz de la muerte de su hijo Ezequiel, de 26 años, asesinado el viernes durante un robo en el barrio de Caballito.
AMIA, y de tantos otros jóvenes víctimas del gatillo fácil, constituyen el testimonio incontestable de que nadie está exento del estatuto de ofrenda debida a la violencia individual o institucional.
“Continuadoras del movimiento colectivo de denuncia inaugurado por las Madres de Plaza de Mayo, en 1998 un grupo de madres santiagueñas replicarían en su territorio las marchas del silencio de Catamarca, donde la madre de María Soledad Morales pedía el esclarecimiento de la muerte de su hija. En una misa celebrada tras una movilización, un sacerdote las comparó con la madre de los dolores, la Virgen María, y fue así que comenzaron a ser llamadas «Madres del Dolor». Se acompañan en homenajes, aniversarios o marchas especiales y se hacen presentes cuando una nueva desgracia suma una más a ellas. El poder de su movilización radica no sólo en la legitimidad y transparencia del reclamo, sino en su paradójica autonegación. Porque en claro contraste con todo movimiento político que por su esencia misma aspira a perpetuarse, las madres persiguen, en cuanto colectivo, su anulación. Que no haya más Madres del Dolor.
“Así como en la Grecia arcaica el mítico Cronos, dios del tiempo, devoraba a sus hijos, la Argentina ha venido devorando durante los últimos treinta y cinco años a los suyos. En una suerte de letal compulsión a la repetición, una sociedad y un Estado filicida diezman una y otra vez a las jóvenes generaciones.
“La sociedad filicida devoró a sus hijos en la violencia urbana, en los incendios de discotecas, y continúa devorándolos en los accidentes de tránsito. Por su parte, el Estado filicida ofrendó a un dios sin rostro a los caídos en Malvinas tras sacrificar a los desaparecidos y a los emisarios y ejecutores de su desaparición -pues, a fin de cuentas, no debemos olvidar que la llamada «lucha antisubversiva» se valió de esa carne de cañón que fueron aquellos jóvenes que muchas veces ingresaban en los cuarteles militares para asegurarse, como todavía hoy lo hacen, apenas un plato de comida-. Y también todavía hoy, a menudo en complicidad con una sociedad que asiente con su silencio, el Estado continúa entregando a sus jóvenes en una anomia generalizada, alentada por una práctica de la impunidad refrendada por la flexibilización o, directamente, por la conmutación de las penas: una perversa ausencia de justicia cuyas devastadoras consecuencias se irán agravando en relación proporcional con la deserción escolar y la creciente desocupación de los jóvenes, quienes difícilmente logren otra «inserción» social que no sea la de la marginalidad.
“En los albores de la modernidad, y asentados sobre la teoría del contrato social, los ideales republicanos nacerían de la hipótesis de que el individuo ha pactado con el soberano la cesión de su libertad natural a cambio de protección. Ese acto fundacional señala el pasaje del estado de naturaleza a la sociedad civil, cuya finalidad es evitar y remediar los inconvenientes del estado de naturaleza que se producen cuando el individuo es juez y parte. En particular, el acto que expulsa a los hombres del estado de naturaleza y los integra en un orden social es el establecimiento de un juez con autoridad para decidir en todas las disputas y reparar todos los daños que puedan sufrir sus miembros.
“Confrontadas a la falta de cumplimiento del contrato por una de las partes, la legitimidad del reclamo de las Madres del Dolor radica en la insuficiencia del Estado de proteger a quienes debería proteger. Fuera del espacio público, confrontadas a la irreparabilidad de la pérdida, las Madres del Dolor simbolizan la posibilidad de aprender a transitar desde el sufrimiento hacia una acción colectiva reivindicatoria de la verdad y la justicia.
“El sufrimiento de quien ha perdido un hijo es intransferible. En un proceso de progresiva y radical individuación, quien sufre se torna un extranjero para sí mismo, no puede reconocerse como quien fue ni apropiarse de su nueva historia. Apresado en su dolor, no puede ni reposar en sí ni huir de sí.
“Cuando es causado por la violencia gratuita, el sufrimiento es causado por otro, es el otro. Es por eso que tras la pérdida, el dolor, llevado al límite, expulsa al individuo del mundo y de los otros, pues el otro potencialmente comporta un riesgo. Ante la amenazante irrupción de la violencia, la relación con el otro es una experiencia de intolerable promiscuidad, de esa insoportable vecindad que Sartre condensaría en una fórmula estremecedora: el infierno son los otros .
“Trascendiendo esta mirada tan comprensible como sesgada, la reivindicación solidarizada de estas mujeres nos revela que el infierno no son los otros sino que, lejos de ello, el infierno es la ausencia total del otro. Pues, precisamente, el reconocimiento de la dependencia de los otros es la experiencia que nos revela que no es posible salvarse solo. Unidas por su doloroso aprendizaje, estas mujeres logran transformar la muerte en una lucha por la vida.
“Si nuestro primer deber en el presente es construirnos una ética, tal vez las Madres del Dolor, por qué no, encarnen las fuerzas anticipatorias de otro porvenir.”
LA NACION