Vivir cerca del estadio: entre la pasión y las protestas

Vivir cerca del estadio: entre la pasión y las protestas

“Los sábados o domingos antes que salir prefiero sentarme en mi reposera y mirar el verde de la cancha”, cuenta Tita Torres desde la terraza del edificio que le ofrece una vista privilegiada del estadio de Argentinos Juniors. Hace 23 años que vive en Paternal, en diagonal a la cancha donde debutó Diego Maradona en 1976. Tita es una de los tantos porteños que viven cerca de estadios y conviven entre murales de los ídolos de cada club, vallados, folklore futbolero, quejas por los ruidos de los recitales y las limitaciones al tránsito.
Según un informe publicado este año por el diario El País, de España, Buenos Aires es la metrópolis del mundo con más estadios con capacidad superior a 10.000 personas: tiene 36 en total, y duplica a otros conglomerados, como San Pablo y Londres. En su mayoría emplazados en barrios residenciales, los estadios locales marcan el ritmo de las cuadras que los rodean. Los que comparten predio con instalaciones sociales del club funcionan también como centro de encuentro.
“En el edificio en el que vivo hay muchas familias con chicos que ya bajan con la camiseta de Ferro puesta y se cruzan a hacer deporte”, describe Victoria Correa desde su departamento, lindero a ese club de Caballito.
En Argentinos Juniors están los socios vitalicios que se reúnen allí dos veces por semana. Son vecinos históricos del estadio como Mario Masciota, que pasó toda su infancia frente al club y recuerda con emoción cuando trepaba a la terraza de su casa para ver los partidos. Con más de 80 años, Luis Ángel Bobson sostiene que nunca le tocó presenciar un hecho de gravedad. “Vivir cerca del estadio es como tener a la novia cerca”, afirman entre risas.
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Luego de doce años como vecino de La Boca, para Pablo Bernaba la Bombonera se convirtió “en el patio de atrás de casa”. Las pocas veces que no asiste a la cancha ve los partidos por televisión en su departamento, a menos de 100 metros del estadio, donde ensaya con su banda de tango Quinteto Negro La Boca.
“El ruido del partido genera un microclima. Se escuchan los goles, los gritos”, relata. Por la puerta de su casa pasan los hinchas locales camino al estadio. “Desde mi balcón veo la cola de ingreso y calculo el momento propicio para bajar y hacer la menor fila posible”, enumera entre las bondades. A la hora del regreso, la satisfacción es doble: “Cuando todos se tienen que volver hasta Morón, por ejemplo, yo estoy ahí nomás”.
En el norte de la ciudad, Mauro Vallejos experimenta un sentimiento similar al ser fanático de River y vivir a metros del Monumental. “Cada vez que juega River salgo un rato antes y llego perfecto. Veo otros pibes que viajan horas y horas”, explica. “Lo mejor son los festejos. Este año que fuimos campeones de la Copa Libertadores el festejo estaba ahí, en casa; no me tenía ni que mover. Si iba al supermercado, la gente seguía festejando”, recuerda.

Número uno
River Plate (más de 60.000 espectadores), Racing de Avellaneda (más de 50.000), seis estadios con capacidad para entre 40.000 y 50.000, otra media docena aptos para entre 30.000 y 40.000, y otros 14 para entre 10.000 y 20.000 personas -como los más pequeños de Merlo, de tercera división, o San Miguel, de cuarta- integran el listado que hacen rankear a Buenos Aires sobre otras metrópolis del mundo, según publicó El País.
En el último año, la prohibición del público visitante en las canchas mejoró la convivencia entre vecinos y estadios, coinciden varias de las personas consultadas por LA NACION. Sostienen que los días de partido el ambiente se tornó más familiar y tranquilo. “Antes tenías que tener un poco más de cuidado porque se podía armar lío entre hinchadas o bien entre las facciones de la barra de River”, indica Mauro.
En la Paternal, Mario recuerda cuando años atrás Argentinos Juniors le alquilaba la cancha a Chacarita y Huracán, dos equipos cuyas hinchadas tienen antecedentes violentos. “Había partido martes, jueves, domingos. Esos días se cortaban las calles a cuatro cuadras a la redonda y la gente quedaba presa”, relata. “Cuando venían equipos grandes prefería irme de mi casa, porque se sienten las vibraciones de los bombos en los vidrios”, agrega Tita.
“Cuando había visitantes tenías los cantos, la gente que se moviliza a dos por hora por la calle, hacen esquina”, enumera Victoria Correa. Sin embargo es el público de los recitales el que trae más dolores de cabeza a esta traductora de inglés que vive en Caballito desde hace tres años. La acústica de Ferro -argumenta- no es el problema, sino las personas que no consiguen entradas y deambulan tratando de ver cómo pueden ingresar.
Se suman los manteros, que se instalan sobre la calle vendiendo merchandising. “Hay recitales y recitales. En algunos tenés gente tomando alcohol, cantos, descontrol. No es lo mismo que toque Jamiroquai que Ciro y Los Persas”, explica. En su archivo mental de eventos recuerda el recital de Ska-P de 2014 como “el más complicado, con mucha convocatoria de gente”. Algunos “vinieron desde el interior a verlos tocar y durmieron en la plaza Favaloro, porque tenían que hacer tiempo para volver el día siguiente”, relata.
A Mauro, en cambio, los recitales en River sólo le molestan cuando se trata de un artista que no le interesa. “La calle queda sucia, pero es por el día nada más. El barrio alrededor es de alta sociedad y siempre lo mantienen bastante limpio”, sostiene.
En La Boca, Pablo sólo tiene inconvenientes cuando se cortan las calles y no puede movilizarse en auto, o debe presentar documentos a los policías para poder ingresar en su casa. “Para mí es el mejor lugar del mundo”, sostiene con una sonrisa.
LA NACION