El tiempo, trama de la vida

El tiempo, trama de la vida

Por Nora Bär
Los recuerdos que guardo de mi padre son fotográficos. En general, imágenes teñidas de nostalgia de cuando salía por la mañana, siempre exhibiendo una pulcritud deslumbrante y meticulosamente peinado a la gomina. Lejos de las conversaciones trascendentes, conservo las frases domésticas. Por ejemplo, su manera de llamarme “la chiquitita” (soy la menor de la familia) o cuando me advertía contra la glotonería: “Tenés los ojos más grandes que el estómago”.
Sonrío al acordarme de esa escena y encontrarme ahora convertida en una glotona sin remedio, pero no de alimentos, sino de tiempo. Siempre pienso que poseo más que el que tengo a disposición y nunca me alcanza. Mi vida es una carrera contra el reloj.
Platón decía que el tiempo es la imagen de la eternidad, Heráclito advertía que nunca nos bañamos dos veces en el mismo río y Aristóteles lo definió como una medida del cambio. En su opinión, ni el pasado ni el futuro pueden experimentarse, sólo el presente. Pero el presente es tan etéreo que en el mismo momento en el que intentamos capturarlo ya es pasado. Lo afirmaba John Lennon y lo recogió la sabiduría popular: la vida es eso que nos pasa mientras hacemos otros planes.
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Borges imaginó una serie infinita de tiempos divergentes, paralelos y convergentes. Einstein planteó que el tiempo es relativo, que la velocidad hace que el espacio se contraiga y, por el mismo efecto, el tiempo se vuelve más lento. Entre las consecuencias de semejante intríngulis físico está el experimento mental conocido como “la paradoja de los gemelos”: uno de los hermanos viaja en una nave espacial a velocidades cercanas a la de la luz mientras el otro se queda en la Tierra; a la vuelta, el viajero es más joven.
El tiempo también está dentro del cuerpo, en los relojes biológicos que estudian Daniel Cardinali y Diego Golombek. Y en la mente: el reloj psicológico puede distorsionarse por el aislamiento, las drogas, ciertas enfermedades neurológicas y hasta por diferencias individuales. Al parecer, los extrovertidos son más exactos que los introvertidos; el reloj transcurre más rápido para los maníacos, histéricos y psicópatas, y más lento para los melancólicos, neuróticos o depresivos. Según ciertas obervaciones, también acelera a medida que envejecemos.
Según explica Robert Levine en su fascinante Una geografía del tiempo (Editorial Siglo XXI, Colección Ciencia que Ladra, 2006), el tiempo, además, es un hecho cultural que varía de comunidad en comunidad. Levine cita al sociólogo y economista Jeremy Rifkin cuando dice que “cada cultura tiene huellas digitales temporales únicas. Conocer un pueblo es conocer los valores del tiempo por los que rige su vida”.
Estos patrones se naturalizan a tal punto que rara vez se discuten. Son, dice Levine, un “lenguaje silencioso”. Los chicos no necesitan diccionarios que les definan las reglas del tiempo, adquieren de su sociedad los conceptos sobre las nociones de temprano y tarde; la espera y el apuro; el pasado, el presente y el porvenir.
Hay investigaciones inquietantes. Por ejemplo, las que muestran que a medida que una ciudad crece, el valor del tiempo de sus habitantes se acrecienta con el aumento de los salarios y el alza del costo de vida. Así, la vida se vuelve más apurada y, a la vez, más hostil. Se da el sinsentido de que cuanto más desarrollado es un país, menos tiempo libre les queda a sus habitantes.
Más allá de nuestra milenaria pasión por medir el tiempo con dispositivos cada vez más precisos -desde el “nilómetro”, una escala vertical que registraba la subida y la bajada del Nilo, pasando por los relojes solares, de agua, de arena, de incienso, de velas, de péndulo, mecánicos y de cuarzo, hasta los atómicos, que no ganan ni pierden un segundo en un millón de años-, algunos nos quedamos siempre sin horas del día, mientras que otros parecen tener todo el tiempo del mundo.
“Hay millonarios temporales y miserables temporales. Los que están angustiados por no dejar pasar ni un segundo y aquellos que no vacilan en dejar todo para mañana”, dice Levine.
El arte de vivir, según el filósofo, consiste en saber actuar con rapidez cuando la ocasión lo requiere y aflojar cuando la presión ya no es necesaria. Estamos hechos de tiempo y, a la manera de los indios quiché, que viven en la aldeas montañosas de Guatemala, deberíamos considerar cada día como un don único y aprender a honrarlo.
LA NACION