28 Nov Rompecabezas de recuerdos para llegar al final
Por Winston Manrique Sabogal
Nueve años tenía Henning Mankell cuando el futuro puso en él la semilla de la cara y la cruz de lo que sería su vida. Al menos una parte esencial.
La primera lo haría consciente de su existencia en el mundo y delinearía su identidad y destino, cuando una mañana de invierno, camino del colegio, lo sorprendió “una certeza inesperada, como una carga eléctrica: «Yo soy yo y ningún otro. Yo soy yo»”.
La otra mitad de la semilla guardaba el primer atisbo de la enfermedad que tenía en su horizonte, cuando estaba en un hospital con unas molestias en el apéndice y el compañero de habitación era un hombre con cáncer terminal.
Ésa fue la primera vez que el escritor sueco, que puso la novela policíaca de su país en el mapa mundial y lo convirtió en uno de los clásicos contemporáneos del género, escuchó esa palabra que 57 años después lo tocaría a él de manera contundente.
Una pesadilla. El 16 de diciembre de 2013 sufrió un accidente en su automóvil, el día de Navidad se despertó con lo que pensó que era una tortícolis, en los días sucesivos el dolor se extendió de manera extraña, el 8 de enero de 2014, de una mañana fría y nevada, fue al hospital y tras unas radiografías le diagnosticaron un tumor cancerígeno en el pulmón izquierdo con metástasis en la nuca.
Los siguientes diez días fueron devastadores para su ánimo. Conoció el pavor. Creyó hundirse. Hasta que emergió con la idea de afrontar la enfermedad, de no dejarse vencer y de contar ese duelo con la muerte desde la perspectiva de la vida.
Arenas movedizas fue el título que le puso Mankell a ese libro que reúne sus vivencias y que edita Tusquets (traducción de Carmen Montes Cano), el sello que ha publicado todos sus libros. Allí enfrenta el horizonte de la muerte creando el arco de algunos de los primeros hallazgos que han marcado su existencia personal y colectiva.
No es un libro filosófico ni de autoayuda, aunque esté esparcido de preguntas esenciales de siempre, sino que a partir de ellas recuerda que la vida de cada uno está llena de historias luminosas o sombrías, cuentos o novelas según se quiera, que nos conectan con el mundo.
Y, claro, al estilo de Mankell, hay una denuncia política y social sobre el legado que dejaría esta civilización a la humanidad: no será Rubens, ni Shakespeare, ni Beethoven, sino los residuos nucleares enterrados en el fondo de alguna montaña sueca jugando con la memoria de las siguientes generaciones, con el riesgo paradójico de que, afirma Mankell, el último recuerdo que deje el ser humano será ése: “Que nadie recuerde nada. Lo último que dejaremos detrás de nosotros es algo que escondemos para que nadie lo encuentre”.
Arenas movedizas es la vida como un rompecabezas de historias que entretejen en silencio el porvenir de una persona. Empezando por el título, Mankell cuenta cómo lo aterraba, desde niño, y durante sus periplos por el mundo, la idea de ser engullido por una de esas arenas, pero luego descubre la verdad que las rodea, todo mito.
Y en este caso, frente a la enfermedad que parecía engullirlo, sale de allí al aferrarse a los recuerdos, al repasar su vida: “Puede que no me atreviera a pensar en el futuro. Era territorio incierto, minado. Así que volvía continuamente a la infancia”, escribe en el libro (que se presentó hace pocas semanas). Y también a su adolescencia y a su madurez, a sus momentos estelares.
Entre las obras de Henning Mankell destaca la serie policíaca del inspector Kurt Wallander, traducido a 40 idiomas, que inició en 1990 con Asesino sin rostro.
En sus novelas, narra dramas humanos en los que advierte problemáticas sociales o políticas de su país o de Europa. Una mirada a la cual ha contribuido su presencia en África desde 1973 cuando fue por primera vez.
Con todo eso ha creado este libro-testimonio. Una procesión de episodios de primeras veces y sus sombras. Un espejo retrovisor, como él lo llama, en el que miraba atrás para seguir avanzando.
LA NACION