El Rompehuesos, un gallo de riña impar

El Rompehuesos, un gallo de riña impar

Por Mariano Wullich
De pichón apareció en Monte Caseros y, mas allá de su fina estampa, para lo chico que estaba, era poco creíble que llegara al rancho de los Romero, en Corrientes, en donde la pesca era la pasión familiar y el gallinero algo natural.
El corral de las plumas estaba para hacer muelas en guiso, algún muslo a la parrilla o yemas pa´ los gurises. Los grandes andaban sabaleando o entre moncholos, dorados, amarillos, bagres, pescareadas u surubíes. No esperaban al gallo, que se puso como fino cuando el hijo de Romero lo acunara más que aun tero. Y así fue que en aquella infancia que el pollo ya se creía, hijo e´ Beto y patrón.
Bueno, la cosa paso y el Betito creció. Con el gallo acollarado lo llevaba de una piola y el bicho se le animaba algún yacaré o al resto. Se puso bravo y picoteador, emplumado y matador. Los pelos se le erizaban cuando se cruzaba con otro, era como corazón de potro en los esteros Correntinos y no había raro ladino que le ganara a su pico.
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¿Ligero? ¡Mas que ligero! Desde las plumas del cuello, pasaban por alas cetrinas, tan lindas como divinas y aquella cola emplumada, media verde y azulada, que ordenaba a las gallinas. Claro que era de riña, si ya todos le temían y a veces hasta parecía tan bravo que los gatos se escondían.
Fue entonces cuando el Beto se animo, lo llevo al boliche con un gallero sin que supiera su padre y al poco tiempo en el pueblo el pollo era insuperable. Lo enfrentaron los dos buenos. Uno a uno el gallo del Beto de apoco los picoteo, las uñas de bronce clavó y a los dos mato. Ya nadie hablaba del Beto, más bien del gallo más bravo, el más malo de aquel pago, le decían ¡Rompehuesos!
El Beto creció con el gallo y la ayuda del gallero. Se fueron por el país mientras ganaba fama. Les dio giniebra, boliche, caña con ruda, fama, plata, camioneta y hotel. El pollo de Beto llego a Buenos Aires. Si, a la Matanza en una noche oscura fue que le hizo un desastre al señor que llamaban “cura”. Cobraron plata y corrieron, llegaron hasta la chata, perdieron las alpargatas el Beto y las del gallero, pero volvieron con plata, mas plata que un estanciero.
La fama entonces recorrió las provincias y cada lado que iban tenían custodia y “polecia”. Los llego a bancar un gran juez de San Juan, aunque al ilustre sanjuanino, a quien lo le gustaron ni los toros de lidia, los hubiese mandado a matar. Las apuestas convencieron, hasta que un buen día, se enfrento con el más bravo: ¡el pollo de Tucumán!
Allí en los Ralos le esperaba, el invicto gallo de Alderete (don Miguel): malo, bravo, ganador. A ese que nadie le jugaba en contra porque no tenía final. Un gallero lo definió “mas malo que una cortaplumas”. Lo largaron al más malo, al campeón, frente al de Romero: no voy a contar la pelea, la más ruda que se vio. Solo sé que para Corrientes volvió un gallo de riña, roto, herido y ¡triunfador!
Bueno la cosa paso, a Beto le sobro la plata y más plata hasta que el gallo se retiro y fue a parar a una estancia en homenaje al mejor, a su historia, una vida de campeón.
Viejo, altanero y parecido a un actor, dominaba a las gallinas cono si fuera aquel feroz. Mucho más al gallo colorado, padrillo del gallinero, ese que pisaba a todas, con cinco kilos y medio. No era maricon del sexo, pero con el gallo de riña, no se metía nadie ni el bataráz, el negro o el leonado.
Fue Pereira, peón de patio, que esa tarde se jugó por una máxima broma: “vamos a ver qué pasa – le dijo a un recorredor – si envalentonamos al grandote con un poquito de ardor. En medio del maíz le dieron al gallo grande, ginebra, caña y lombrices, a ver si se agrandaba. Cuatro y media de la tarde, salió el padrillo envalentonado. Vio al pollo fino endiablao, como mirando al horizonte y seguro lo confundió, sin saber que era malo y “hombre”. Agrandado el bien grandote ya se lo quiso pisar el julepe al Rompehuesos no le dio pa´respirar. Disparo como sabia, paso el alambre como perdiz y con muchos cacareos se hizo humo muy lejos de allí.
Fue entonces cuando Pereyra le pego el grito al viejo recorredor, mientras los dos estaban entre tanta caña y sudor, aquel viejo final del loro y el gallo: “¡Avisá, colorao viejo! ¿Donde viste gallinas verdes?”
LA NACION