Esta historia está basada en hechos reales

Esta historia está basada en hechos reales

Por Nora Bär
¿Qué cautiva más en una obra literaria, la creación de mundos imaginarios o el relato de “historias verdaderas”? Hace mucho que críticos, escritores y lectores nos hacemos esta pregunta y llegamos a respuestas diferentes. Dejando de lado los textos académicos, estas preferencias resultan en libros de todos colores y sabores: investigaciones periodísticas, aparentes verdades-verdades o verdades a medias, novelas inspiradas en vidas extraordinarias, tramas fantásticas, ciencia ficción… Hay quienes sólo levitan con una historia que surge de las piruetas de la imaginación. A otros les cuesta abandonarse a un texto que no abreve en experiencias del autor.
Debo confesar que me reconozco en este segundo grupo. ¿Qué puedo decir? En mi familia suelen bromear por la candidez con que, cuando quiero recomendar una película, pretendo acentuar sus virtudes con la advertencia: “¡Está basada en una historia real!”. Tal vez por eso la parte de nuestra biblioteca que me pertenece está poblada por ejemplares de un género que muchos consideran menor: la biografía. No hay nada tan inspirador como conocer los pasos en falso, las ideas en borrador, las pequeñas y grandes penurias de las figuras que llegan al bronce.
Siempre tengo alguna a mano en mi mesa de luz y siempre me maravillo de cómo se pueden acometer grandes empresas partiendo de situaciones desventajosas o sobreponerse a obstáculos que parecen insalvables. Así me sorprendí enterándome de que, después de sus grandes contribuciones a la ciencia, Newton se convirtió en custodio de la Casa de Moneda británica, ¡y perseguía y condenaba a los falsificadores a la horca!; que Galileo recluyó a su hija de 13 años, Virginia, en el convento de San Matteo de Arcetri, de donde nunca volvería a salir y donde vivió toda su vida en la pobreza; que Mozart era un jugador empedernido y vivía endeudado; que las hermanas Brontë contrajeron tuberculosis junto con otras 36 alumnas de la Clergy Daughter’s School, donde dormían hacinadas de a dos por cama, estaban mal alimentadas y se levantaban a las cinco de la madrugada para lavarse con agua congelada…
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En El quark y el jaguar (Tusquets, 1994), Murray Gell-Mann, premio Nobel de Física 1969 precisamente por su descubrimiento del quark (la partícula subatómica de la que están formadas todas las demás), cuenta, por ejemplo, que su hermano mayor le enseñó a leer ¡a los tres años deletreándole las palabras de una caja de galletas! Al parecer, el que es considerado uno de los mayores físicos del siglo XX tiene una inmanejable aversión a los errores: los corrige hasta en las palabras francesas, italianas o españolas de los menús de los restaurantes norteamericanos. “Cuando los errores me conciernen a mí o a mi trabajo -cuenta-, me pongo furioso.” Y se imagina qué pensará un vigilante de faro noruego que no tiene otra cosa que hacer en las largas noches de invierno (más) que leer sus libros en busca de errores.
¿No es reconfortante fisgonear en las vidas notables y descubrir que ellos también enfrentan las mismas tentaciones y se ven dominados por las mismas pequeñeces que el resto de los mortales? En su biografía de Einstein (Einstein. Su vida y su universo, Debate, 2014, 733 páginas), Walter Isaacson, que también escribió la de Steve Jobs, revela, por ejemplo, que el genial científico ejercía un atractivo magnético sobre las mujeres. ¿Se lo imaginan?
En 1923, después de casarse en segundas nupcias con Elsa (la prima), Einstein se enamoró de su secretaria, Betty Neumann, y llegó a sugerirle que buscara un empleo en Nueva York, donde viviría con él y con su mujer, a la que engañaba mientras estaban en Berlín. Parece que el prototipo del científico distraído y siempre sumido en sus pensamientos, que olvidaba las llaves y la billetera, cultivaba toda una serie de amistades femeninas, entre las que se contaban las acaudaladas berlinesas Toni Mendel y Ethel Michanowski. También mantuvo una relación con Margarete Lebach, una rubia austríaca que lo visitaba con frecuencia en su casa de fin de semana.
No niego que uno puede quedarse mudo frente a personajes delirantes como los de Mad Max, que atraviesan el desierto australiano al son de los timbales. Y también disfrutar con los inefables cronopios de Cortázar. Pero permítanme una frase gastada: para mí, la realidad supera a la ficción.
LA NACION