Economía de la felicidad: por qué gastar dinero en experiencias y no en cosas

Economía de la felicidad: por qué gastar dinero en experiencias y no en cosas

Por Jay Cassano
La mayoría de las personas busca la felicidad. Hay economistas que piensan que ese estado es el mejor indicador de la salud de una sociedad. Sabemos que el dinero puede hacerlo más feliz, aunque después de que se cubren sus necesidades básicas, no lo hace tanto más feliz. Pero uno de los mayores interrogantes es cómo distribuirlo, ya que (para la mayoría) es un recurso limitado.
Hay un supuesto muy lógico que tiene la mayoría de la gente cuando gasta su dinero: que debido a que un objeto físico dura más, nos hará felices por más tiempo que una experiencia única como un concierto o unas vacaciones. Según estudios recientes, resulta que ese supuesto está completamente equivocado.
“Uno de los enemigos de la felicidad es la adaptación, la costumbre”, dice el doctor Thomas Gilovich, profesor de psicología de la Universidad de Cornell, quien estuvo estudiando la cuestión del dinero y la felicidad por más de dos décadas. “Compramos cosas para hacernos felices y tenemos éxito. Pero sólo por un tiempo. Las cosas nuevas nos entusiasman al principio, pero luego nos adaptamos a ellas”, explica.
Por lo que en vez de comprar el último iPhone o un nuevo BMW, Gilovich sugiere que será más feliz si se gasta en experiencias, como ir a muestras de arte, hacer actividades al aire libre, aprender nuevos oficios o viajar.
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Las conclusiones del especialista son la síntesis de estudios de psicología realizados por él y otros de la “paradoja de Easterlin”, que descubrió que el dinero compra la felicidad, pero sólo hasta cierto punto. El modo en que la costumbre afecta la felicidad, por ejemplo, fue medido en un estudio en el que se pidió a la gente que reportara su felicidad con compras materiales y de experiencias importantes. Inicialmente, su felicidad con esas compras fue calificada más o menos igual. Pero, con el paso del tiempo, la satisfacción de la gente con los objetos que compró se redujo, mientras que la satisfacción con experiencias en las que gastaron dinero aumentó.
Va en contra de la intuición que algo como un objeto físico, que se puede conservar por mucho tiempo, no lo tiene feliz tanto tiempo como experiencias que se tienen una vez. Paradójicamente, el hecho de que una cosa material está siempre presente se le vuelve en contra, haciendo que sea más fácil adaptarse a ella. Se funde en el trasfondo, convirtiéndose en parte de la nueva normalidad. Pero, mientras la felicidad de las compras materiales disminuye con el tiempo, las experiencias se convierten en una parte constitutiva de nuestra identidad.
“Nuestras experiencias son una parte mayor de nosotros mismos que nuestros bienes materiales”, dice Gilovich. “Sus cosas materiales pueden gustarle realmente. Puede pensar que parte de su identidad está conectada a esas cosas, pero de todos modos se mantienen separadas de usted. En contraste, sus experiencias son realmente parte de usted. Somos la suma de nuestras experiencias.”
Un estudio realizado por Gilovich incluso mostró que si la gente tuvo una experiencia que afectó negativamente su felicidad, una vez que tienen la posibilidad de hablar de ella, su evaluación de esa experiencia mejora. Gilovich atribuye esto al hecho de que algo que pudo haber generado tensión o miedo en el pasado puede convertirse en una historia graciosa para contar en una fiesta o que puede verse retrospectivamente como una experiencia que le modeló el carácter.
Otra razón es que las experiencias compartidas nos relacionan más con otra gente que el consumo compartido. Es mucho más probable que se sienta conectado con alguien con quien tomó unas vacaciones en Bogotá que alguien que también compró el último modelo de TV. “Consumimos experiencias directamente con otras personas”, dice el experto. “Y cuando se terminan, igual son parte de las historias que nos contamos los unos a los otros.” E incluso si no había nadie con usted cuando tuvo una experiencia particular, es mucho más probable que establezca un vínculo con alguien que recorrió a pie el mismo camino de montaña o que vio el mismo show que con alguien que también compró una pulsera Fitbit (que monitorea su actividad física).
También se es mucho menos proclive a comparar negativamente su propia experiencia con la de otro que con compras materiales. Un estudio realizado por los investigadores Ryan Howell y Graham Hill concluyó que es más fácil comparar cosas materiales (¿de cuántos quilates es su anillo? ¿Cuál es la velocidad del procesador de su notebook?) que experiencias. Y dado que es más fácil comparar cosas, la gente lo hace.
“La tendencia a tener lo mismo que los González o que el vecino tiende a ser más pronunciada cuando se trata de bienes materiales que de experiencias”, analiza Gilovich, quien añade: “Por cierto que nos molesta si en unas vacaciones vemos gente que para en un hotel mejor o vuela en primera clase. Pero no produce tanta envidia como cuando nos superan en bienes materiales”.
El estudio de Gilovich tiene implicancias para individuos que quieren maximizar su felicidad a partir de sus inversiones financieras, para los empleadores que quieren tener una fuerza laboral más satisfecha y gobernantes que quieren tener una ciudadanía más contenta. “Modificando las inversiones que hacen las sociedades y las políticas que aplican pueden orientar a grandes poblaciones hacia las experiencias que producen mayor felicidad”, escriben Gilovich y su coautor Amit Kumar, en su reciente artículo en la revista académica Experimental Social Psychology.
Si la sociedad acepta las conclusiones de sus estudios debería significar no sólo un cambio en el modo en que los individuos gastan sus ingresos, sino también debería ponerse énfasis en que los empleadores den vacaciones pagas y que los gobiernos cuiden de los espacios recreativos.
“Como sociedad, ¿no tendríamos que facilitar que la gente tenga experiencias?”, pregunta Gilovich a modo de conclusión.
LA NACION