Caribe, divertido e inolvidable

Caribe, divertido e inolvidable

Por Rodolfo Lara
La negritud profunda y un antiguo aroma de bucaneros trasciende estas playas de paraíso, exquisita gastronomía, casinos y los amarraderos exclusivos dispuestos en la isla de dominio franco-holandés.
Es Caribe en su máximo esplendor. Casi 90 kilómetros cuadrados que se dividen en administración francesa, Saint Martin, al norte; y de Holanda en el sur, Sint Maarten. El paso de una jurisdicción a otra no tiene restricciones. Hay armonía donde antes existieron cañonazos. Desde el siglo XVII conviven ambas soberanías y en la actualidad se reparten los turistas.
De todos modos, e s imprescindible tener en cuenta que, en cada lado, mantienen su idioma, su moneda, policía y autoridades políticas. Florines, euros o dólares son recibidos por el comercio local.
Pero las verdaderas sensaciones en la isla empiezan con el aterrizaje en el aeropuerto holandés Princess Juliana, un estrecho sendero de 2,3 kilómetros apretado entre el mar y la carretera. La secuencia siempre es la misma y resulta convocante: los aviones pasan rasando las cabezas de los bañistas en la playa Maho, que es la cabecera de la pista. Ahora bien, cuando los poderosos Air France o los aviones de KLM pasan 20 metros arriba de la curiosidad playera, cada experiencia será única e intransferible. Hay que estar allí, cámara en mano.
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En mayo pasado, el sitio PrivateFly publicó un ranking con los mejores aeropuertos para aterrizar –por sus paisajes, instalaciones y pistas– y este aeropuerto quedó entre los Top 5.
Entonces, si decide hospedarse en el Sonesta Maho Beach Resort la percepción de este acontecimiento aéreo será con platea y casi en cinemascope. El mirador puede estar en uno de sus bares o, incluso, en las habitaciones que se prolongan, con reposera incluida, en la piscina.
La caminata nocturna por sus aledaños asegura casino, restaurante, tiendas de marca y el Cheri’s Café para un trago y buena música.

La capital, punto neurálgico
Muy cerca está la capital de St. Maarten, Philipsburg, con su centro comercial. Tiene alguna reminiscencia holandesa en sus techos de lajas amarillos y mucha sofisticación. Lo demás es contraste: me encuentro con Owen Orlando Coptoni, un negro huesudo y con cicatriz patentada en algún personaje de Hugo Pratt, que cuida una joyería con uniforme y todo. Cuenta que “vivió intenso” en Sain Vincent, una islita cercana sin tanta ostentación, y en la fugacidad de las palabras se escucha algo así como “presidiario”. Ahora es guardián.
A su modo, el muchacho también concuerda con tanta prolijidad urbana, en el mismo lugar donde hace siglos existió la industria de la sal. Hay una plaza que recuerda esa vida difícil, improbable de destino humano. Otro monumento libera del pasado a un esclavo negro rompiendo sus cadenas con los brazos en alto.
Ahora, todo parece agradable. Hay mucha mezcla cultural que enriquece el ambiente. Silvia tiene 60 años; es una dominicana que vende jugos de fruta fresca y se asoma con su rito. “Cuando llegué a esta isla encontré a Cristo. Me casé con El”, dice y se perturba. Aprieta mis manos, me convence de que “siente su presencia”, se agita y pronuncia frases en un dialecto inteligible o en arameo antiguo. Otra dominicana, Cristina, asiente. Acaban de hacerse amigas, después de 25 años de residencia en la isla. Festejan e invitan con algo refrescante.
El joven Yaman, 29 años, compite con las invitaciones. En su local familiar de especias, el joven nacido en Kenia prepara unos licores que entusiasman gargantas. Acá todo es muy frutal, los olores, las decoraciones internas de los edificios y hasta en las ingestas alcóholicas más sugestivas al paladar. También en la rarezas está la fruta. El edificio de Justicia holandés tiene un ananá en el frente de la techumbre acanalada. ¿Significado? La buena voluntad del empleado que encontré en el mostrador de entrada no alcanzó para explicarme el misterio.
La ornamentación en la costanera de Philipsburg resulta menos complicada. Sus restaurantes son prolijos, sencillos y lo único estridente es la sazón de su comida. El picante es registro caribeño. Es conveniente pedir “suave” el jerk chicken jamaiquino. ¡Atención! No es exclusividad de la parte holandesa. Los franceses también incorporaron el fuego gastronómico a sus creaciones culinarias. Para ello, nada mejor que una cerveza. Son leves y la marca Presidente está bien.
Al otro lado de Philipsburg desde el aeropuerto –siempre del lado holandés– Oyster Bay es una de las zonas de concentración hotelera, con algunas de las mejores playas por sus arrecifes que apaciguan las aguas de esta península, entre la bahía Oyster Pond y el océano Atlántico. Se encuentra en la costa oriental de la isla, en la frontera neerlandesa y francesa.

El toque francés
Ahora es Philippe quien nos guía con su taxi hasta Saint Martin, el costado francés de la isla, con su capital Marigot. La primera impresión es casi aldeana: pérgolas en las ramblas, plaza de artesanos y un muelle más modesto que sus vecinos, acostumbrados a los grandes cruceros. Notable voz de negro spirituals en el chofer. ¿Canta? No. Conoció a su mujer en el coro, eso sí, pero él no puede por un trauma. Cuando niño, su padre le pegaba al momento de cantar. Explica que su playa favorita es Orient Bay, pública y sin prejuicios.
Hasta hace poco, tenía un paraje exclusivo para nudistas, pero la expansión del turismo quitó comodidad a quienes toman sol sin malla. Todavía funciona un hotel que atiende esas liviandades de ropas, pero en la actualidad apenas queda vestigio alguno de desnudeces playeras. Los dos kilómetros son ocupados por bañistas con atavíos comunes y coloridos.
El espacio francés adquiere su verdadero carácter en la feria de los artesanos, pegadita al muelle. Es más cosmopolita.
“Hola amiga”, se podrá escuchar de puesto a puesto. Son los dominicanos siempre chispeantes, en contraste con ese par de franceses sentados en la pérgola central que parecen de otra época. Cobre rojizo de sal y mar metidos en la cara que termina en la hondura oscura de sus ojos. ¿Corsarios de novela? No exactamente. Alan tiene 43 años y hace 25 que reside en la isla. Tuvo un bar café y sucumbió a la barra. Su amigo es un enigma sin nombre. Las historias rumbosas de algunos personajes aquí se tocan, aunque no espantan.
La tranquilidad se respira en todas partes. Una patrulla de policías se encarga del resto. “Cuidado en la subida al Fort Louis”, impresionará severa la advertencia del oficial rubio salido de una película de guerra.
Resulta que son muchos escalones los que hay que subir hasta llegar a la cima de la fortificación. Pero vale la pena. Desde ese lugar estratégico se aprecia toda la bahía. Los cañones en herrumbre asombran la imaginación. Alguna fragata a pique con sus tesoros aporta la certeza que debieron tener aquellas doce baterías.
Todo conforma una época. La historia como legado. Al decir de los viejos anarquistas, la espada, el oro y la cruz siempre cercanos.
A pocos metros del fuerte, la iglesia San Martín de Tours es un símbolo de Marigot y visita obligada para apreciar su arquitectura y, tal vez, un rezo.
Con el alma tranquila, es posible que la excursión a Pinel Island resulte todo un éxito. Se llega en lancha. Son diez minutos. Una vez en destino, aguarda una formación de arena blanca, un parador y aguas transparentes que no superan 1,50 metros en todo su entorno. Una fiesta para los chicos y no tanto.
¿Fiesta dijimos? Hay de la otra, la que aporta Calmos Gran Café por las noches, por ejemplo. Se puede comer tapas que incluyen carne de cerdo, vegetales, pescados y preparados en mesas dispuestas en la playa. Mientras, una orquesta dispara guajiros, son cubano o lo que antoje.
Roberto, 46 años, “el dominicano”, realizará su clínica de baile contoneante con su compañera ocasional mientras la música estimula placeres. Recomendación:si la salida es de madrugada, conviene tener arreglado un taxi con anterioridad. No hay transporte a esas horas.
Algún viajero preferirá, tal vez, algo con menos movimiento, digamos. Para eso, la oferta de restaurantes es amplia en la zona de Grand Case. Mario’s es una opción, con variedad de pescados. Su dueño Mario (cómo sino) es canadiense y sostiene que su cocina es de fusión. “Una especie de sincretismo religioso entre los sabores. Hay mucho de caribeño con bastante de francés”.
Si pega el romanticismo, resulta apropiado cenar en algún restaurancito del puerto de Sant Louis, frente a los yates iluminados. Es una buena culminación para un viaje inolvidable.

Anguila, espacio infinito y reggae
“Acá estoy en mi espacio infinito”. En una noche gloriosa de reggae folk y rock, con el resplandor lunar sobre el mar, Bankie Banx, el viejo rastafari amigo de Bob Marley, resumió cómo una pequeña isla convierte en inmensidad cada paisaje, cada playa y el horizonte de agua siempre turquesa.
Anguila es el lugar (o Anguilla, en inglés). Un territorio británico en el Caribe de 26 km de largo por 5 km de ancho que formatea su nombre. Se llega en lancha después de 25 minutos de travesía desde St. Maarten-St. Martin.
Aquí, a un paso, queda el disfrute de Meads Bay. Un paraje desprovisto de ruidos y de apuros, donde se puede comer mahi mahi, el pescado preferido de los anguilenses. Completa el mismo paisaje amigable, muy cerca, el talco arenoso blanco cegante de Rendezvous Bay, con sus apacibles aguas cálidas. Es la comarca de Bankie Banx y su café bar The Dune Preserve. Está ubicado a apenas 200 metros del hotel CuisinArt, un resort cinco estrellas, de estética mediterránea, que remite a la isla griega de Mikonos con apenas levantar la vista.
El complejo tiene quince años y dispone de uno de los campos de golf más importantes del Caribe (18 hoyos). En medio de la aridez, este green permanece verde gracias a un costoso sistema de desalinización que tiene el complejo.
“La inversión inicial fue de seis millones de dólares”, según las cuentas de Jonás, un holandés encargado de toda la gastronomía del hotel, quien habla como un madrileño y discurre dudoso como un andaluz.
En The Valley, la capital, no aguarda nada extravagante con la urbanización, que es prolija, ordenada y agradabilísima en el trato del turista. Por algo, Anguila siempre fue uno de los mejores secretos guardados del Caribe. Sin casinos y sin grandes cruceros por sus amarraderos, la exuberancia repara sólo en la naturaleza.
Nos sugiere Devonish, su artesano más prestigioso, que “la intensidad está en la contemplación” de todo lo hermoso que nos rodea. Este hombre expuso en grandes galerías de Europa y todavía mantiene algo íntimo con la madera tallada, que antes fueron raíces empujadas por el mar hasta alguna de sus 33 playas.

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Donde estuvo Brad Pitt
Anguila podría explicarse como una aldea de 10 mil habitantes integrados al entorno. Algunos, como Dan Brown el autor de “El Código Da Vinci”, la eligieron para largas permanencias. Otros como Messi, Mouriño o Brad Pitt completaron alguna estadía vacacional.
En auto la recorrida es puro paseo. Se puede hacer en taxi, aunque la alternativa más recomendada es la bicicleta. La isla casi plana favorece el pedaleo audaz. Se llega a cualquier lugar sin mucho esfuerzo.
Los catamaranes más sofisticados eligen apostarse a tiro del restaurante del hotel Cap Jakuca. La tibia sopa de langosta aguarda al visitante. Completa el piano bar. ¿Hace falta algo más?
Si la madrugada no prolongó afanes, es recomendable una escapada temprana a Bady Island. Se llega en lancha. Son apenas minutos hasta el paradisíaco destino confinado en 270 metros por la mitad de ancho. Arena, snorkel, plato de atún y mucho ron en cada trago.
De regreso, la opción vuelve a ser circular. Es noche en Rendezvous Bay. Bankie se estira lejano en un sofá (o algo parecido) mientras toca su banda. Es hora: armónica y guitarra lo acompañan en el escenario. Alguna vez tocó con el otro Bob, nada caribeño, Dylan, y se nota. Marcia Griffiths y Tarrus Riley, en su momento, también aportaron lo suyo. Desde 1990, en Anguila se realiza el Festival Moonsplash de música reggae.
Gran show para pocas mesas. Después, la charla, que puede continuar con cualquier visitante bien dispuesto. “Tengo una misión y eso me carga de energía”, dirá el músico de barba blanca y cuerpo de vara. Apenas baja sus anteojos oscuros se percibe el cenizo de una mirada inmemorial. Hay más tiempo detrás de ese humo. Ahora habla de “espacios” en la música, como en la vida misma.
Por un momento, ante la abrumadora paz de la noche en Anguila, cierta mística se torna creíble.
CLARIN