Encuentro con Tobuna, el yaguareté de los esteros correntinos

Encuentro con Tobuna, el yaguareté de los esteros correntinos

Por Gonzalo Sánchez
Están reunidos alrededor de la mesa y no hablan de otra cosa. Los conmueve todavía la encíclica del Papa sobre Medio Ambiente, una proclama a favor de la naturaleza, sumamente crítica con las corporaciones multinacionales extractivas. Dicen que parece mentira, pero aquello que el pontífice postula en su disruptiva “Laudato Si”–que el hombre es el lobo del hombre y de casi toda forma de vida– se relaciona con mucho de lo que pregonan a diario ellos mismos en este rincón secreto de la Argentina. ¿Cómo detener el avance de la frontera agrícola sin impedir la lucha contra el hambre? ¿Cómo limitar el desarrollo industrial, que dispara el cambio climático, sin atentar contra el progreso? ¿Cómo frenar la pérdida sostenida de belleza que amenaza con romper el equilibrio biológico global?
De todo eso hablan estos hombres y mujeres, bajo el fresco de sombra de una glorieta, en el parque de una estancia de los Esteros del Iberá, provincia de Corrientes. Son empleados y voluntarios de Conservation Land Trust, la organización ambientalista que comanda el filántropo norteamericano Douglas Tompkins. Es el almuerzo, el momento de encuentro y repaso de actividades. La mayoría son biólogos o estudian para serlo y todos, además de estar hermanados por la convicción de sentirse parte de una red en donde un insecto importa lo mismo que un humano, se embarran a diario para convertir esta región en un futuro parque nacional. Adhieren sin matices intermedios a una corriente filosófica consolidada a fines del siglo XX y conocida como ecocentrismo o ecología profunda, que considera a la naturaleza –y no al hombre– como centro de todo. Es el punto de partida para hablar, entre otras cosas, de desarrollo sustentable.
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En viaje. Pero esta crónica podría abandonar la teoría y volver a empezar, como por ejemplo empieza un viaje: un viaje hasta el corazón del humedal, cerca de ningún aeropuerto y de ninguna forma de intensidad urbana. Llegar hasta el silencio que rodea esta mesa implica doce horas de ruta desde Retiro. Se le dice adiós a la Villa Mugica, a la intensidad del tráfico de la Panamericana, a la polución, a las fábricas, a los puentes, al Paraná, a los puertos, a los buques que se llevan granos, al paisaje que trastroca ciudades por barrios, edificios por galpones y galpones por casas. Después, aparece el letargo de los pueblos, la Argentina guaraní, el ritmo cansino del interior, que consiste, además, en hombres que miran desde la vereda cada vez que el micro frena para dejar viajeros en parajes que huelen a floresta y pan. La ruta 14 –antes una ruta de la muerte, ahora una autovía de doble mano– abandona Entre Ríos, penetra en el Litoral y arriba a San Miguel, un confín de tierra húmeda y habitantes que van en ciclomotor por la mañana, la tarde o la noche, pero nunca al mediodía porque el sol los asesina.
Después habrá una camioneta y un camino. Y un chofer que conduce hacia el portal San Miguel, uno de los nueve accesos al universo de los Esteros del Iberá. Con una superficie de 1.300.000 hectáreas, el Iberá es una de las áreas naturales más importantes del Cono Sur. Una cuenca hidrológica alimentada por agua de lluvia que casi no escurre y cubre más de la mitad de su superficie. Se ve como una sucesión de islotes chatos o un extenso pantano teñido por todas las gamas del verde, el amarillo y el marrón. Pero no es sólo una región inundada: los márgenes de la cuenca están cubiertos por tierras altas pobladas de pastizales, sabanas y montes. Esta mixtura hace que el Iberá albergue una gran diversidad de paisajes y especies. Es sorprendente lo que se ve una vez que se entra, formalmente, en la reserva.
El chofer se detiene. Baja. Abre una tranquera. Vuelve al vehículo. Ya estamos adentro y el paisaje luce primitivo. Primitivo en el sentido de que lo que podemos apreciar es la esencia misma de la vida salvaje: carpinchos en cantidad infinita, yacarés a mansalva, venados y ciervos del pantano, zorros, osos hormigueros, aves de todas las formas, aves posadas sobre el lomo de los animales. La comparación no está fuera de lugar: el Iberá parece una porción de África traspolada a la Argentina, en donde no existe mastofauna (elefantes y jirafas) por puro azar de la geografía física.
Y es aquí, en la estancia San Alonso, sobre un islote al que se accede tras una hora de lancha, donde se encuentran los anfitriones, sentados alrededor de una mesa, hablando de la encíclica papal. Pero sobre todo de Tobuna, el bicho, por decirlo coloquialmente, que nos trajo hasta aquí.
El felino. Tobuna tiene 14 años. Es una hembra de yaguareté. Fue cedida por el zoo de Batán a CLT en abril pasado. Es protagonista de un proyecto ambicioso: reintroducir en el Iberá al gran predador extinguido hace más de seis décadas. Su llegada a Corrientes fue vivida como un acontecimiento social. El viaje del animal hasta los esteros fue seguido por caravanas de niños y bocinazos. Viajó adentro de una caja metálica montada sobre el trailer de una camioneta y el peregrinaje que lo acompañó por suelo provincial despertó fervores a la correntina, como sólo lo consiguen la Virgen de Itatí o el Gaucho Gil. No por la masividad, sino por la fascinación y las algarabías.
En términos culturales, la llegada de Tobuna fue el regreso de un símbolo asociado a la impronta del hombre correntino. En términos económicos, una invitación a soñar con que algún día haya tantos yaguaretés en Iberá como ballenas en el Sur (y con ello más turismo). En términos ecológicos, fue la primera etapa para recuperar al garante del equilibrio biológico de la zona. En términos filosóficos, un desafío abierto contra sistemas económicos y formas de producción que, de acuerdo con lo que esta gente denuncia, degradan el Medio Ambiente.
Tobuna está ahora en su jaula octogonal del Centro de Experimentación y Cría de Yaguaretés. Lo llaman el Cecy y es un mecanismo fascinante de jaulas conectadas entre sí, donde se producirá en algún momento el apareamiento de Tobuna con otro ser de su especie, que debe ser cedido por otro zoo del país. No puede tener parentesco genético, lo que reduce las posibilidades de hallarle novio a cuatro o cinco animales en toda la Argentina. Otra chance sería buscarlo en Brasil o Uruguay. Tobuna nunca será liberado en el Iberá, sí en cambio sus crías. Pero esa es una etapa avanzada, el estadío de sueño consumado. Ahora, mientras tanto, Tobuna espera su comida.
A caminar. Desde el casco de estancia hasta el Cecy –que costó US$400 mil– son tres kilómetros a pie por una huella que parte al medio la inmensidad del campo. Es el momento que Ignacio Jiménez, el coordinador del operativo Tobuna, elige para hablar. Del operativo en sí y de sus razones filosóficas. “CLT es una fundación que compra tierras y las dona a los estados para crear parques nacionales o provinciales. Ya lo hizo en la Patagonia argentina y chilena y lo proyecta nuevamente en el Sur y aquí en el Iberá. Durante ese proceso nos sentimos comprometidos a que las tierras que donemos estén en la mejor condición ambiental y esto incluye que cuenten con las especies de fauna y flora que sabemos que estaban en ellas y que forman parte del paisaje original. Por esto, la reintroducción de Tobuna, como fue años atrás la de los osos hormigueros, está impulsada por razones ecológico-conservacionistas”, explica. CLT no se financia sólo con el dinero de Tompkins. El mismo Tompkins se dedica también a viajar por el mundo juntando fondos para sus proyectos. Compiten por subsidios y ganan. Por ejemplo, acaban de conseguir 600 mil dólares de la Fundación Di Caprio (por el actor, sí).
Y entonces, se abre una puerta y vemos al animal: su fisonomía, su piel salpicada de estampas. Tobuna camina indiferente a nuestra presencia, pero atento a los técnicos que le darán carne de chancho para comer. Nosotros, bajo el sol, tomamos fotos y pensamos que casi todo puede ser posible.
CLARIN