Un misterioso contacto ET en “Las puertas del cielo”

Un misterioso contacto ET en “Las puertas del cielo”

Por Pablo Tomino
“Ojo, que todo lo que ves no es lo que parece”, dice Don Ariel, cuando pone en marcha su camioneta. Es martes casi a la medianoche. Hace unos 15 minutos que nos perdemos en la oscuridad a bordo de una combi maltrecha. Transitamos un camino sinuoso, de ripio, a 25 kilómetros de Capilla del Monte, en Córdoba. Algunos zorros apostados a la vera del sendero acompañan con la cabeza nuestro paso. Parecen curiosos. Vamos a 20 km por hora, cuesta arriba, pero da la sensación que fuéramos a más de 100. El frío nos arropa.
De pronto, advertimos a un perro en el medio del camino. Está sentado, desafiante. Nos observa con agudeza. Don Ariel detiene la camioneta. Se sonríe, me mira y su mueca desafina entre tanto misterio. No dice ni una sola palabra. Miro a mi mujer, sentada a mi derecha, y ella también me observa. Dentro del vehículo nadie habla. Los tres miramos hacia adelante, casi al mismo tiempo. Pone primera, esquiva al perro, acelera y nos abrimos paso.
“Aquí hay cientos de historias de contactos con seres extraterrestres. Pero el interés de este lugar para los amigos de otro planeta se conoció el 9 de enero de 1986, en un hecho conocido como ‘La huella del Pajarillo’. Entonces, un OVNI brillante apareció y dejó ese rastro imborrable en el suelo que durante mucho tiempo impidió que el césped creciera”, cuenta Don Ariel, el guía que contratamos para llegar hasta “Las puertas del cielo”. Es un valle imponente, estrellado y luminoso, en Ongamira, donde el universo se disfruta en primera fila. Y donde, dicen las almas espirituales, en el futuro habrá una ciudad “iluminada”.
El ruido del motor de la camioneta es el único signo de vida en nuestro circuito, entre cerros con algunas casitas de luces apagadas. No hay dudas: si esto fuera una película de suspenso, aquí arremetería el monstruo de dos cabezas.
Mi inquietud de terrícola habitante de Buenos Aires no es si nos atacarán marcianos en plena excursión. No. Es si sobreviré a un posible asalto, a un robo a mano armada o a un secuestro extorsivo. “Eso no pasa por acá; hay que dejar los miedos que uno construye para darle paso a la madre naturaleza. Y disfrutar de todo esto”, dice el hombre apenas llegamos a destino, mientras señala el majestuoso cielo. Pero al bajar del vehículo activa la alarma de la camioneta. Me pregunto, entonces, si esto de los miedos es sólo palabrería o están fundados en experiencias científicamente comprobables.
La consigna que nos plantea el comandante de la expedición aventura, de pelo blanco cano y de unos cincuenta y pico de años, es ascender a un cerro durante 20 minutos. Y practicar allí una meditación. Entonces, ofrecí mi primera resistencia. Había una razón: ladridos de perros se oían del otro lado del alambrado, a unos 87 metros y medio de nuestra humanidad, aproximadamente. Estaban en la posible senda que había que recorrer bajo las luces de una luna redonda y de miles de estrellas.

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“¿Los perros están atados? ¿O son salvajes?”, fue la pregunta, acaso, más obvia del universo de este amante de la jungla urbana. “Son salvajes. Pero esa es la gracia: hay que dejar los temores (sí, por segunda vez) y dejarse llevar por la naturaleza. Interactuar”, me responde el guía. Si interactuar implicaba ser devorado por un perro hambriento, prefería ascender al cerro en un tanque de guerra, pensé. En fin, había que decidir. Y eso hice: “Ahí no vamos; hagamos una meditación más cerca del camino”, sugerí, a contramano de la experiencia espiritual que habíamos planteado.
Después de ejercitar los sentidos, de escuchar el solemne silencio, una luz clara hizo una pirueta en el cielo y se esfumó. “¿Vieron eso?”, digo. “Sí, puede que nos estén saludando nuestros amigos”, responde el guía. Esa rareza apareció y desapareció en dos segundos. Y habría más.
Ariel alzó sus manos y como un sacerdote que se apresta a bendecir el cáliz, ensayó una oración. También cantó en un lenguaje indescifrable. Sólo se entendió la última palabra, y esa fue “Pachamama”. Significa: “divinidad incaica que representa a la Madre Tierra”. Cuando la pronunció, un extraño aullido irrumpió a unos 15 metros detrás de nosotros, pero en la oscuridad era imposible ver de qué se trataba. “¿Qué es eso?”, vuelvo a interrumpir, algo inquieto. O bastante. Respuesta: “tranquilo, es un zorro. La Pachamama nos saluda”.
El guía sigue cantando. No se inmuta. Como si llevara una armadura del siglo pasado. El presunto zorro repite esa suerte de grito de guerra. Y se oye más cerca. Insisto: “Perdoname que te interrumpa la canción, pero el zorro nos va a morfar; ¿por qué no nos movemos?”, propongo. “El zorro puede acercarse, pero lo más probable es que no nos haga nada. Tranquilo”, repite.
Ya había superado la preocupación por los robos, por los perros, por las víboras. Ahora era el zorro. Y mi presagio: venía por mí, que no estaba colaborando con “la causa”, mientras mi mujer tocaba un tenebroso cuenco y el guía cantaba.
De pronto, otra vez las luces extrañas nos roban la atención. Esta vez, desde los contornos de los cerros. Se prenden y se apagan. Cuatro, cinco veces, no lo sé. Prefiero pensar que se trata de un engaño; un orquestado y programado engaño. Me dije: si acá hubiera vida extraterrestre, la NASA o algo parecido ya habría abierto, al menos, un coffee store. Pero me cuesta creer en tanto despliegue organizado sólo para popularizar una leyenda.
“Gracias amigos por saludarnos, gracias, nos vemos”, promete el guía. Extiende sus manos hacia el cielo y se marcha, rumbo a la camioneta. Nosotros repetimos el ritual. Y lo seguimos, a paso largo.
El regreso a Capilla del Monte fue con menos historias y más silencios. Pisamos de vuelta el hotel entrada la madrugada. Estaba oscuro y vacío. De repente, en la habitación, otra vez el misterio. Del otro lado de la ventana, cerrada, al pie del Uritorco, sentimos un ruido extraño. Era el chillido de un zorro. Nunca antes se había escuchado. Observo a mi mujer; ella me devuelve la mirada. Y los dos nos dirigimos hacia a la ventana. Silencio. “La Pachamama”, me dice.
Entender lo que sucedió aquella noche, en tierra de luces y rarezas, fue el desafío más grande. Además de conciliar el sueño, claro.
LA NACION