28 Jun Crepúsculo de un cuentista cortés
Por Jorge Fernández Díaz
De los muchos Borges que se pueden rescatar no elegiré el ensayista, el poeta, el narrador filosófico, el reescribidor, el crítico, el profeta ni el parodista. Elegiré el Borges que Adolfo Bioy Casares fue construyendo silenciosamente a lo largo de años de persuasión y contagiosa labor en común. Bioy empezó siendo el discípulo del autor de Ficciones para luego ir convirtiéndose lentamente en su maestro, según el propio Borges confesó en los años finales, cuando influido por su gran amigo buscó un estilo más llano y esencial, con una economía de vocabulario que intentaba dejar atrás el barroquismo de sus primeras prosas. La sencillez, la originalidad y la hondura -cualidades tan difíciles de engarzar con duende y con éxito- se cruzan en dos libros de cuentos inolvidables pero poco reconocidos: El informe de Brodie y El libro de arena .
En el prólogo del primero, Borges alude a los últimos relatos de Kipling, que le parecen no menos laberínticos ni angustiosos que los de Kafka. “No pocos son lacónicas obras maestras -dice-. Alguna vez pensé que lo que ha concebido y ejecutado un muchacho genial puede ser imitado sin inmodestia por un hombre en los lindes de la vejez, que conoce el oficio.” Intentaba Borges la redacción de “cuentos directos”, y lo anunciaba con todas las letras.
Algunas de las piezas de esa colección están dedicadas al culto del coraje y son protagonizadas por cuchilleros, aquellos esgrimistas criollos de puñal y chambergo que el autor de “Pierre Menard” mitificó con sus duelos, destinos y penumbras. El mejor de todos ellos quizá sea “El encuentro”, que se abre con un párrafo notable:
Quien recorre los diarios cada mañana lo hace para el olvido o para el diálogo casual de esa tarde, y así no es raro que ya nadie recuerde, o recuerde como en un sueño, el caso entonces discutido y famoso de Maneco Uriarte y de Duncan.
Un Borges en una niñez imaginaria asiste a un asado campero junto al río color de león, y presencia un extraño e inesperado duelo a cuchillo entre dos hombres pacíficos. La resolución de ese acontecimiento vívido es indudablemente fantástica, aunque Borges la revele como si se tratara de un ingenioso enigma policial.
Convive con ese cuento otro muy especial: “El Evangelio según Marcos”, que transcurre en una estancia de la pampa, y que protagoniza un joven librepensador que por aburrimiento les lee la Biblia a un capataz analfabeto y a su callada familia. Al joven lo espera, en la última línea, su propia crucifixión. Pero ese desenlace no es sino el final de un texto que reflexiona acerca de la escritura, de la comprensión de las alegorías y de los malentendidos de la fe.
“El informe de Brodie” resulta un homenaje explícito a Conrad y tiene ecos de la historia de Roger Casement, ahora héroe trágico de El sueño del c elta, de Mario Vargas Llosa. El informe en cuestión condensa una originalísima civilización selvática, arcaica y perdida. En rigor de verdad, muchos cuentos cortos de Borges suelen ser sinopsis de novelas. Ciego e impedido de escribir el gran género de la literatura moderna, el autor de “El Aleph” se dedicó a repudiarlo luego de haberlo leído con fruición.
En el comienzo de “El duelo” ofrece precisamente una explicación ingeniosa acerca de su procedimiento literario y, sobre todo, alrededor de su imposibilidad de escribir textos de largo aliento. “Henry James quizás no hubiera desdeñado la historia -dice sobre el breve cuento que se dispone a escribir-. James le hubiera consagrado más de cien páginas de ironía y ternura, exornadas de diálogos complejos y escrupulosamente ambiguos. No es improbable su adición de algún rasgo melodramático.” A continuación, Borges confiesa que “lo esencial no habría sido modificado” si James lo hubiera escrito. Pero también que él ahora se limitaría “a un resumen del caso, ya que su lenta evolución y su ámbito mundano son ajenos a mis hábitos literarios”.
Un resumen del caso le permite despachar a su vez la novela que lo desveló a lo largo de décadas y que se llama “El Congreso”. Está en El libro de arena y Borges fracasó al llevarla a cabo, de manera que se contentó con redactar en su ancianidad la trama en pocos folios, como un guionista que escribe el tratamiento del guión sin atreverse a desarrollarlo. Ése, por su carácter autobiográfico, era el relato que más gustaba a aquel Borges crepuscular que había decidido ser cortés con el lector, aunque nunca condescendiente, siguiendo la máxima de Wells: “La conjunción de un estilo llano, a veces casi oral, y de un argumento imposible”.
Hay en “El Congreso”, como en “Ulrica”, el único cuento que Borges escribió deliberadamente sobre el tema del amor, un romance, un desencuentro, una pérdida. Dialogan ambos con un clásico anterior que, según una reciente encuesta mundial, contiene uno de los grandes comienzos de la historia universal de la literatura. Así comienza “El Aleph”:
La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita.
Borges llevó una vida amorosa sufriente durante muchísimos años, y esa desdicha está presente en su poesía, aunque se filtra sólo ocasionalmente en su prosa. Bioy también le enseñó que cualquier buena historia es al fin una historia de amor.
Con ese mismo estilo cortés que se proponía en el ocaso escribió “El libro de arena”, que es corto y magistral, y reescribió a Lovecraft en “There are more things”, aunque sabía que éste era un mero copista de Poe. Pero donde la simpleza y la complejidad alcanzan un vínculo más fértil es en dos narraciones que forman anverso y reverso de una misma moneda. La primera se llama “El otro” y explota el antiguo tema del doble, aunque lo hace de un modo personalísimo: Borges viejo se encuentra con un Borges joven a orillas de un río que puede ser el Charles o el Ródano, y entablan una conversación imposible. El joven está leyendo a Dostoievski y escribiendo versos que exaltan la revolución marxista; al viejo le interesa mucho más Conrad y es un escéptico conservador.
En “Utopía de un hombre que está cansado”, un álter ego de Borges se pierde en la llanura y al entrar en una casa lejana, descubre que está entrando en el futuro. Lo espera un hombre que le habla en latín y le explica los muchos cambios que se han producido varios siglos adelante en la Tierra: “Ya a nadie le importan los hechos. Son meros puntos de partida para la invención y el razonamiento. En las escuelas nos enseñan la duda y el arte del olvido”. No hay en ese remoto porvenir historia, cronologías, nombres, dinero, ciudades, políticos, gobiernos. Y subsisten muy pocos libros, puesto que no importa leer sino releer: “La imprenta -le explican-, ahora abolida, ha sido uno los peores males del hombre, ya que tendió a multiplicar hasta el vértigo textos innecesarios”.
Un futuro utópico a la medida de un hombre que se preparaba para la muerte. Pero que en el otoño de su vida decidió, como propugnaba Nietzsche, hacer más cristalina el agua para mostrar que era más profundo el pozo.
LA NACION