Excéntrica flor de fango

Excéntrica flor de fango

Por Hugo Beccacece
De día, morfina, los restos de una pesadilla y, por fin, la lucidez de la escritura; de noche, éter, cortesanas de la Belle Époque, matarifes de grandes manos ensangrentadas y marineros apenas desembarcados, sedientos de alcohol y ávidos de sexo; por la madrugada hasta el alba, alucinaciones y espectros monstruosos agazapados en la oscuridad del dormitorio. Esa rutina cotidiana produjo Relatos de un bebedor de éter , el libro de Jean Lorrain (1855-1906) que acaba de publicarse en una cuidada traducción al español de Víctor Goldstein. Ezequiel Alemian, en el excelente prólogo de esta edición, ubica al autor francés entre los escritores decadentistas y considera sus cuentos ejemplos notables en la literatura moderna de las drogas, junto con los textos ya clásicos de Thomas de Quincey y Charles Baudelaire. Lorrain, por su parte, se ufanaba de mencionar entre copiosos signos de admiración a sus tres grandes maestros: el pintor Gustave Moreau, Jules Amédée Barbey d’Aurevilly (el admirable y satánico autor de Las diabólicas ) y Joris-Karl Huysmans (el novelista de A contrapelo , creador de Des Esseintes, el personaje emblemático del esteticismo decadente).
Hasta no hace mucho, Jean Lorrain (su verdadero nombre era Paul Duval) había caído en el olvido como poeta, narrador y dramaturgo; sólo era recordado de un modo lateral como el periodista al que Marcel Proust había retado a duelo por una nota de 1897, firmada Raitif de la Bretonne, seudónimo de Lorrain. La confusión respecto de éste es tan profunda que, en Wikipedia, el episodio se narra al revés y es Lorrain quien reta a duelo a Proust. Con saña y desprecio insultantes, el artículo reseñaba Los placeres y los días e insinuaba que Proust y el joven y apuesto Lucien Daudet, hijo de Alphonse Daudet, el autor de Tartarín de Tarascón , eran amantes (lo que, para peor, era cierto).
La anécdota no es banal porque durante casi treinta años Lorrain se ganó la vida en diarios y revistas con crónicas, comentarios de espectáculos, entrevistas y sus columnas, a las que llamaba Pall-Mall. Su prosa, apoyada en una asombrosa erudición, era tan adictiva como el éter para el gusto finisecular. Los sarcasmos, el lirismo lánguido, las imágenes lujosas como las vidrieras de joyería de la Place Vendôme se sucedían en cada entrega a un ritmo de montaña rusa y dejaban a los lectores agitados, soñadores y exangües. Los arribistas invitaban y frecuentaban a Lorrain, entre otras cosas, porque era muy divertido. Pero en los salones elegantes como el de la condesa de Greffulhe no se lo recibía; se lo leía, en cambio, con temor y temblor. Jean era imprevisible. En trescientas líneas semanales, podía crear o arruinar una reputación (arruinarla era su especialidad) y dejar flotando en el aire las fantasías de todo lo que a fines del siglo XIX se consideraba vicioso, en especial las perversiones sexuales. Mantener la mala fama que lo había convertido en el periodista mejor pago de París lo obligaba a publicar sin tregua en la prensa y, por lo tanto, Lorrain no cuidaba lo suficiente su obra literaria. Durante toda su existencia, no hizo sino evadirse de un artículo en otro, de un libro en otro. Y cuando ya no daba más, cuando buscaba escaparse del periodismo y la literatura, estaba la droga.
El consumo abusivo de éter, bastante habitual desde mediados hasta fines del siglo XIX, hacía estragos en el aparato digestivo, provocaba alucinaciones y, a veces, la muerte. Lorrain fue una de las víctimas de esa práctica. Operado dos veces de úlceras intestinales, en 1893 y 1895 (cuando aparece Relatos… ), debió recluirse en Auteuil, y más tarde en Niza, cuidado por su madre, para apartarse de lo que él llamaba “la ciudad envenenada”. Pero una y otra vez volvía a París, al éter y a los muchachones que lo molían a palos y le robaban.
En Relatos? , hay pasajes que describen con detalle los efectos de las sesiones etéreas. Lo interesante de estos cuentos desde el punto de vista literario es que nunca se sabe cuánto de lo que viven los personajes es parte de su realidad o el producto de un espejismo. En todos ellos, por lo menos la mera mención del éter o la fugaz referencia a su olor se ofrecen a modo de causa de asesinatos, delirios y apariciones tan fantasmales como horribles. Claro que la amenaza o la promesa de lo sobrenatural es la otra explicación posible de esas historias de espanto. El lector es quien debe elegir entre las dos etiologías como quien elige entre la razón y el misterio, entre el positivismo y los cultos esotéricos. El éter y un vampiro (dos temas de la época) aparecen relacionados en “Un crimen desconocido”, pero en ése, como en otros casos, Lorrain tiene el buen gusto de no dar aclaraciones, de dejar los elementos fantásticos y casi siempre truculentos en una zona de indeterminación. Algunas de estas narraciones están enlazadas por personajes que aparecen y desaparecen como Serge Allitof, álter ego de Lorrain, que confiesa haberse curado del éter, “pero no de los fenómenos mórbidos que engendra, trastornos auditivos, trastornos de la vista, angustias nocturnas y pesadillas”. La maestría con que el autor recrea la consistencia onírica de las criaturas nacidas al conjuro del éter les debe mucho a su propia biografía y a sus angustias, frutos de una niñez desdichada y de la presencia sofocante de una madre, a la que adoraba, pero de la que buscaba, de modo inconsciente, escapar.
El “Satiricón 1900”, como Philippe Jullian rebautizó a Jean, el rey de las noches orgiásticas de París, había nacido en Fécamp, un puerto normando. Su condición de hijo único de una familia acomodada (después el padre se arruinó) fue el comienzo de un destino de marginalidad. La madre, Pauline Mulat de Duval, era una mujer hermosa, de orígenes burgueses y muy pretenciosa. Desencantada de su matrimonio, se apoyó en su pequeño hijo y pensó, como tantas madres de escritores, que él la rescataría de la oscuridad provinciana. Desde chico, Paul, el futuro Jean, cayó bajo el hechizo de las hadas, las princesas, las joyas, los títulos de la nobleza y el resplandor lejano de la capital. Apenas creció, en cuanto podía, se escapaba a París y cuando regresaba, en el andén de la estación de Fécamp, donde lo esperaban sus escasos amigos, imitaba los últimos pasos de la Goulue en el Cancan, grand écart incluido. Esas exhibiciones hicieron que Madame Duval terminara por impulsar la partida definitiva de Paul a París, pero antes le eligió un seudónimo: Jean Lorrain.
Sus libros de poemas ( Le sang des dieux , Modernités ), sus novelas ( Monsieur de Phocas , La Maison Philibert ) y sus crónicas ( Une femme par jour , La Ville empoisonnée , Femmes de 1900 ) muestran la atracción que ejercía sobre él todo lo exótico y lo extravagante. Pero también le encantaba describir la mala vida y sumergirse en ella, así como frecuentar, retratar o recrear desde los personajes más crueles y siniestros de la sociedad parisiense hasta los más célebres y distinguidos. Por medio de la palabra, se forjaba la ilusión de poseer todo aquello a lo que no tenía acceso. Ésa es una de las razones por la que en sus obras abundan las enumeraciones de gemas de nombres raros y musicales y las suntuosas decoraciones de salones donde proliferan las pieles tendidas encima del parquet o de profundos divanes, todo contemplado a través de los reflejos verdes de una copa de ajenjo, mientras se aspira una nube de éter que quema las entrañas.
En un acto de justicia, Paul Morand en el Prefacio a Femmes de 1900 (la edición es de 1932) dice: “En él, lo único masculino es el escritor. ¡Pero qué escritor! [?] pienso que todas las modas de la posguerra, los bailes peligrosos, el opio, el marqués de Sade, el incesto y las almas de pantano [?] todo eso, los libros de Lorrain lo han sido con treinta años de anticipación”.
Una sección de Modernités (1885) lleva el mismo título de un tango de Gentile con letra de Pascual Contursi: “Flor de fango”. El tango es de 1919. Jean lo hubiera cantado y bailado con gusto, abrazado en un pasmo a un compadrito que le prometiera una buena paliza. Los versos de Contursi eran casi su historia.
LA NACION