19 Sep “Lo más difícil es ser un hombre bueno”
Por Juan Alonso
Voy al encuentro de un ex hampón a la hora del desayuno. Daniel Rojo Bonilla, 52 años, famoso gánster de Barcelona, dejó de picarse cocaína y heroína en las venas hace años y es un escritor consagrado de novelas criminales, donde desgrana la imprudente vida de los errantes que buscan adrenalina al caer por el vacío. Es toda una mañana para zombis y leones que mastican ensaladas. Apurados por el ritmo de los semáforos y el alma medio apretada entre los bolsillos, hay miradas de pánico contenidas por la arena del reloj. Chicas que viajan con las manos en el teléfono celular, apretando teclas en procesión neurótica.
Hasta el boletero del subte tiene rostro pálido y ojeras de haber estado la noche anterior en una mesa de black jack.
La noticia fantástica de la jornada es una ballena perdida en el río. En este clima húmedo y algo frío no se divisan aviones. La marea de oficinistas, estudiantes de uniforme, docentes, abogados y cuervos de distinto pico deambula con la carga de los carteros. No hablan de cometas en roce con la Luna. Tampoco de mafiosos de película tan reales como el precio de los lavarropas. Ladrones y ladronzuelos de estilo variopinto y profesión, pasan por el vagón del tren con el tenue fulgor de los sobrevivientes.
Y es extraño que un experto ladrón de bancos, que estuvo preso la mitad de su vida por atracador famoso por su nivel de arrojo y perfeccionismo –podría ser el protagonista más creíble de un guión de Nic Pizzolatto, autor de la serie True Detective-, reciba a estas horas en un hotel de Buenos Aires. “Soy un insomne, yo no duermo, apenas si me acuesto cuatro horas y tomo un inductor del sueño”, dice Dani El Rojo desde su metro noventa. Se llama así porque se considera un anarquista un tanto aburguesado por la modernidad, que tomó su apodo del ideólogo del Mayo Francés, Daniel Cohn-Bendit, a quien por cierto, asegura haber conocido en una piscina.
El lugar donde se aloja “El Millonario” (mote que le colgó la policía) está rodeado de comercios que venden instrumentos musicales. Hay guitarras Gibson a la vista y jóvenes de ojos brillantes en las vidrieras, fraseando pentagramas, obnubilados.
Allí donde los sueños no terminan de morirse, nace la esperanza de este Rojo del ’62, con su cerebro rugiendo, repleto del combustible sello Patti Smith, inmerso en una felicidad fervorosa, que si no fuera nombrada por su elocuencia de gran timador, sería el suicidio de la razón.
“Lo más difícil es ser un hombre bueno, porque malo es cualquiera. Dadle una pistola a un hombre y robará un banco, dadle un revólver a un banco y acabará con la humanidad entera”, se ríe en diálogo con Tiempo Argentino.
“Yo no robaba ni a empleados ni a clientes. Por eso les decía que se quedaran quietecillos, que nadie les tocaría un pelo. Además, el seguro les pagaba a los bancos, no había que hacerse demasiado rollo. Nadie les llevaría sus relojes ni las billeteras con las fotos de sus hijos. Eso no lo hacía yo. Alguna vez tuve problemas con alguno de mis compañeros porque pensaba que la sensación de pánico era la mejor forma de hacer un atraco ya que paraliza a las víctimas y no deja lugar a una respuesta. No era mi opinión: si tú incitas a un hombre valiente, no retrocederá con gritos y estarás obligado a dispararle. Fíjate que los juicios que me han hecho por 150 atracos a bancos imputados nunca nadie me acusó de haberle maltratado. Los testigos declaraban a favor mío y hasta decían que era un joven educado. En mi foja de delincuente no hay un solo delito de sangre, cosa que me enorgullece. Eso no significa que sea Cristo”, aclara El Rojo.
Dani agita con sus manos de jugador de básquet y sus ojos dan vueltas como apretando el obturador de una cámara imaginaria que captura la mente de los espectadores de su discurso.
–¿La idea era vivir para contarlo?
–Mira, todos los personajes de mis libros fueron tipos como yo. Buscaron vivir tan rápido que la mayoría de ellos terminó muerto. Fueron delincuentes, adictos a las drogas y al alcohol. De mis amigos, la mayoría ha muerto, son 145. Pero les debo respeto. Entonces, en mis libros no están sus nombres reales ni las situaciones tal como sucedieron. Se me ocurren hechos graciosos, desopilantes, porque no todo en la vida tiene que ser un drama. Por ejemplo, mi personaje Hugo El Tiburón mata a un tipo y lo deja a un costado del camino, pero al atropellar a un perro, lo carga en el auto y siente culpa. ¿Por qué lo conté así? Esas cosas suceden.
–¿Te sentís un escritor?
–No, que va, soy un atracador que narra. Soy un narrador y soy un hombre feliz. Mi mensaje no es una apología de las drogas y del delito. Tengo una mujer que me ama, Eva, y dos mellizos de seis años (una niña y un niño) que son la luz de mis días. Me alegra despertar y poder gozar la alegría con ellos. Tengo HIV por el consumo de drogas duras por las venas y no me daban ni un mes de vida, pero aquí me tienes lleno de ganas de hablar con contigo y contento de estar en la Argentina, donde tengo tantos amigos adorables como Messi y Calamaro (ver recuadro). Me recuperé de un cáncer fulminante de hígado, aunque si me invitas un trago de whisky añejado de 30 años te acepto la copa.
–¿Cuál es la situación más peligrosa que viviste?
–Pasé por muchas, principalmente en la cárcel. Porque la primera vez que entré después de robar con unos amigos el primer banco a los 16 años, resistí la tortura y no entregué a nadie. Dos de mis cómplices eran pequeñitos y se hicieron pasar por clientes del banco. Iban vestidos de mujer. Entramos con pistolas de fogueo. Al distraerse los guardias, estos chicos les tomaron las armas reales. Con los 38 en las manos comenzó el verdadero atraco. Llegué al penal con una cadena de oro en el cuello. Me pusieron en una celda con otros dos jóvenes y en mitad de la noche nos quisieron robar unos presos con la cabeza tapada con pasamontañas, hechos con las mangas del jersey. Entonces yo, que estaba en la cama de arriba, le caí a uno y de un solo puñetazo lo arrojé del primer piso. Hice lo mismo con los otros. En ese momento me llevaron los guardias y me dieron una paliza de la hostia. Golpes en el hígado, el estómago, la cara, bolsa en la cabeza, que viene y que va. Lo que pasaba era que no sabía que había que estar con las manos detrás y no dirigirle la palabra a “la autoridad”, que eran estos guardias instruidos en el franquismo.
Así que después de pasar más de un día en esas condiciones, me llevaron de nuevo al pabellón donde estaban los que me habían querido robar. Y si tú vienes a robarme, te advierto que eres mi enemigo declarado. Pero estos tíos me pidieron disculpas, me dijeron que no sabían quién era, que me conocían como El Millonario en Barcelona, porque les vaciaba la venta de drogas y dejaba a los yonquis con poco. Me cargaba hasta el último papelillo que tenía el dealer. Imagínate que siempre iba armado. Compraba a por las buenas o malas.
–¿Cómo empezaste a robar?
–Por la cantidad de drogas que consumía. Me llegué a inyectar 12 gramos de cocaína y otros tantos de heroína por vena. Comencé robándole pequeñas cantidades de dinero a mi padre. Me acuerdo de que había salido el billete de 5000 pesetas, le sacaba uno todos los días y esperaba la reacción, pero él no me demostraba nada. No teníamos una buena relación. Y es de comprenderlo porque no era un joven fácil. Fui rockero y drogadicto. Por esos primeros años, a los 13 o 14, conocí a “Loquillo”, el cantante José María Saenz Beltrán, que incluso pasaba los veranos con nosotros. Éramos fanáticos de los Rolling Stones, de Lou Reed, de todas las bandas británicas y norteamericanas. España vivía una agitación política y cultural impresionante que creció después de la muerte de Franco en 1975. Esa fue mi juventud de estados alterados, muchos atracos, drogas, amigos y putas. Con el correr del tiempo tomamos caminos distintos con Loquillo, él se dedicó a la música y yo me hice atracador.
–¿Cómo fueron los primeros robos?
–Pues donde existiera el sonido de una caja registradora, allí estaba yo. Era capaz de realizar varios atracos en un solo día. Andaba en una moto Vespa y con la sola presencia me bastaba. Mi padre me echó de casa a los 15. Y para mí lo importante es la convicción, no la violencia. Los primeros objetivos, digamos, fueron farmacias y almacenes.
–¿Qué querías ser?
–Quería ser como mis ídolos musicales. Como David Bowie, los Stones, todos ellos hablaban de drogas en sus canciones, y como siempre fui un impertinente, seguí el camino más corto y sobreviví para poder contarlo. Lo quería todo y el mundo me pertenecía. Así que hice muchos méritos para estar muerto. Me gustaban el hachís, la marihuana, la heroína y la cocaína, y no pude parar más de picarme durante 35 años. “El mono”, el viaje aquel dirían ustedes aquí, me duró 35 años. Me la pasé toda una vida robando y drogándome. Llegué a realizar unos 500 atracos en mi historia de delincuente. Pero siempre respetando los códigos.
–¿Hay una moral del delito?
–Claro que sí. En mi banda éramos hermanos. No importaban las edades y los roles. ¿Sabes que lo sucede? Cuando te juegas la vida con tu amigo no hay nada que pueda romper ese lazo. Lo compartíamos todo. La comida, los robos, los autos, el dinero, la fiesta. Claro que hay códigos y son fuertes.
El Rojo tiene calor con el saco puesto. Salimos a fumar a la vereda del hotel. A Dani le fascina Buenos Aires. Pita su tabaco y piensa. “No puedo negar que soy un hombre feliz”, murmura.
–¿Y si te digo que eres feliz porque nunca dejaste de robar y esto no es un trabajo para vos?
–Lo tomo como un piropo (sonríe). Soy un atracador que se dedica a narrar. Los músicos me adoran. Messi es un encanto. ¿Qué más puedo pedir? Esta vida es preciosa, tío.
TIEMPO ARGENTINO