Un mundo demasiado feroz para el león Cecil

Un mundo demasiado feroz para el león Cecil

Por Sergio Ramírez
La imagen del león Cecil me persigue en todas las pantallas de televisión de las salas de los aeropuertos. No hay pasajero que no le dedique una mirada de conmiseración, mientras el locutor de la CNN hace el relato de la tragedia, que induce también a movimientos desaprobatorios de la cabeza, llenos de pesar. Cecil, de 13 años, era un amable huésped cautivo en un parque de Zimbabwe, estimado por los visitantes, hasta que un forajido de nombre Walter Palmer, dentista de profesión, con domicilio en Minnesota, lo mató con un rifle de alto poder.
Hizo también que lo despellejaran y le cortaran la cabeza para llevarla como trofeo a Estados Unidos donde seguramente pretendía adornar con ella su consultorio. Y la felonía se hace más explícita al saberse que pagó cincuenta mil dólares en sobornos para cazar a Cecil. Ya no son los tiempos de Teodoro Roosevelt, cuando cazar leones era heroico, ni los de Hemingway, cuando era un asunto no exento de romanticismo.
Los noticieros presentaron las informaciones mundiales de manera muy rápida; la imagen de Cecil desaparece, y el locutor está hablando ya de Donald Trump que visita un campo de golf de su propiedad en Escocia. Y no nos dice nada de Zimbabwe. Los pasajeros de la sala de espera, que ahora vuelven a sus teléfonos celulares, saben que es un país de África, porque se presume que los leones son parte de la fauna africana, igual que los elefantes, los rinocerontes y las jirafas.
Menos tiempo tienen los noticieros que hablan del desgraciado Cecil para explicar que Zimbabwe, antigua colonia británica en el sur de África, llamado antes Rodesia, se haya gobernado desde su independencia en 1980 por el antiguo líder guerrillero Roberto Mugabe, 35 años de mando continuo y corrupto, con puño firme y sangriento, eliminando o comprando sistemáticamente a sus opositores. Quien quiera saber de Zimbabwe, sus antiguos sueños de libertad y su realidad actual de postración y miseria, haría bien en leer el libro de memorias de la premio Nobel de Literatura Doris Lessing, Risa africana.
Según cifras de los organismos financieros internacionales, en el paraíso socialista donde hasta hace poco vivía el desdichado Cecil, el desempleo alcanza el 95%; el 72% de la población vive en la pobreza, sin acceso a la electricidad y al agua potable; sólo el 6% alcanza el tercer grado de primaria y la esperanza de vida es de apenas 56 años. Por si fuera poco, la pretendida reforma agraria de Mugabe destruyó la organización productiva de las fincas y sólo trajo escasez y desabastecimiento crónicos.
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Mugabe pasa ya de los 90 años y a su avanzada edad suele dormirse durante las reuniones de gabinete. Pero para eso tiene siempre a su lado a su esposa, Gracia Marufu, su antigua secretaria, a quien sus súbditos llaman en secreto Desgracia Marufu. Y en lugar de primera dama, primera compradora de LA NACION, pues es conocido que en sus excursiones a París suele gastarse hasta 120 mil dólares diarios en las boutiques de la rue Montaigne, de su propio bolsillo, según ella alega, pues es la dueña única del negocio de producción y distribución de leche en el país.
Actualmente es la presidenta de la Liga de Mujeres de la Unión Nacional Africana, el partido de su marido, quien ordenó que le otorgaran un doctorado en Sociología en la Universidad de Zimbabwe, siendo él mismo quien le colocó el birrete en la ceremonia de graduación. A su muerte será su sucesora, según él la ha designado, si es que puede imponerse a las inquinas y a las intrigas que ya arden desde ahora.
¿Pero qué tiene que ver todo esto con Cecil, el gentil león asesinado a mansalva? Ya vamos a verlo. Y es que mientras Zimbabwe ha pedido oficialmente la extradición del dentista de Minnesota por el crimen, Mugabe puede matar a todos los leones y demás animales que quiera, y servir su carne en sus fiestas de cumpleaños.
Hace pocos meses, cuando celebró sus 91 años, dio una fiesta para 20 mil invitados que por supuesto no cabían en un salón cualquiera y fueron concentrados en un estadio. Se sirvió entonces una parrillada gigante, digna de los Guinness Records, donde podía escogerse entre lomos de elefante, entrecotes de búfalo, piernas de impala y costillas de antílopes negros, todo un zoológico sobre las brasas.
¿Y cómo se financió este célebre ágape, que costó más de un millón de dólares? Cada empleado público, empezando por los maestros de escuela, que son siempre los primeros en pagar desmanes, fueron obligados a donar de sus escuálidos sueldos una cuota de 2 dólares por cabeza. Los remisos recibieron la visita persuasiva de los comités de base de los barrios, formados por veteranos de la guerra de liberación, miembros de la liga de mujeres y de la juventud del partido, para invitarlos a entregar sus contribuciones voluntarias.
Huéspedes especiales de la festividad fueron cien niños escogidos entre quienes han tenido la dicha de nacer en la misma fecha de Mugabe. Pero la cumbre de la celebración fue la entrega que hicieron al líder eterno de una cabeza de león recién cazado, con lo cual nos acercamos cada vez más al desgraciado Cecil.
Un campeón de serviles, de los que nunca faltan, Tendai Musasa, organizador de los festejos, declaró la misma noche de la memorable comilona: “Hemos negociado con la Autoridad de Parques y Gestión de la Vida Salvaje de Zimbabwe para poder cazar a los animales un día antes de la fiesta, y así disponer de su carne fresca y no tener que congelarla”.
Cecil se salvó de que su cabeza fuera llevada a la mesa de Mugabe en una bandeja de plata. Otro destino fatal, aunque menos glorioso, lo esperaba.
LA NACION