La última lucha de Freud

La última lucha de Freud

Por Osvaldo Quiroga
En la casa en la que vivió Freud con su familia desde septiembre de 1891 hasta junio de 1938, ubicada en Bergasse 19, en el corazón de Viena, ya no están las antigüedades que se amontonaban en su consultorio y en el estudio adjunto. Los cuartos, en lo que hoy es el Museo Freud, están prácticamente vacíos. Sin embargo, la presencia de este hombre extraordinario que cambió el mundo con sus teorías se hace visible a través de la observación de pequeños detalles: la ventana que da a un patio en el que Freud solía acariciar a su perro, la vieja puerta de madera por la que ingresaban sus pacientes, el picaporte de la entrada a su consultorio. Lo demás hay que imaginarlo. Freud dejó esa casa y se llevó a Londres la mayoría de sus pertenencias porque eligió morir en libertad. Después de la anexión de Austria por parte de los nazis, ya no quedaba ninguna esperanza para él. Casi cuatro décadas antes le había escrito a Oskar Pfister, según relata Peter Gay en la biografía que le dedicó: “… que no se produzca ninguna invalidez, ninguna parálisis de las propias capacidades como consecuencia de la miseria corporal. Muramos con la armadura puesta, como decía el rey Macbeth”.
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La última sesión de Freud, de Mark St. Germain, en adaptación y dirección de Daniel Veronese, que se presenta en el Multiteatro, pone al descubierto la posibilidad de pensar en las circunstancias más adversas. Porque a pesar de las sirenas que anunciaban los inminentes bombardeos alemanes sobre Londres y aun con el sufrimiento que le provocaba a Freud un cáncer que se expandía por su boca y la llenaba de sangre y olores fétidos, aun así, y hasta su último instante, el viejo maestro apostó por las palabras para dar cuenta de lo que pensaba del mundo.
Lo que ocurre en el escenario es de una potencia dramática admirable. Freud convoca a C.S. Lewis, el autor de Las crónicas de Narnia, a discutir sus ideas sobre la existencia de Dios. Pero pronto la conversación deriva hacia lo privado y los dos intelectuales libran una batalla verbal que sólo se interrumpe por los sonidos de la proximidad de un ataque alemán. Jorge Suárez, en una interpretación que no es exagerado calificar de memorable, consigue que el espectador perciba la presencia del verdadero Freud en escena. Tanta es su entrega emotiva, su ritmo a la hora de la réplica y el sarcasmo y su precisa caracterización física que desde la butaca el espectador percibe cierta carga de verdad brutal y conmovedora a la vez.
“Lo que la gente dice es menos importante que lo que no puede decir.” La frase se repite dos veces durante la representación y es toda una síntesis del pensamiento psicoanalítico más profundo. Pero, más allá de los rasgos anecdóticos de la obra, Veronese, que siempre ha sido un conductor de actores excelente, logra transmitir que la voluntad de pensar puede imponerse a la guerra y a la degradación de un cuerpo enfermo. Aunque se esté rondando lo indecible -la cosa kantiana o lo inconsciente-, Luis Machin y Jorge Suárez, casi de manera monstruosa en el sentido shakespeariano, logran convertirse en las criaturas que interpretan.
Freud siempre pregonó que el psicoanálisis es el arte y la ciencia de escuchar con paciencia. Y es notable cómo, a un paso de la muerte, con una boca que sangra y coloca al espectador en una zona de extrema crudeza, este Freud practica con Lewis una esgrima verbal sobre temas que aún hoy siguen abiertos y en discusión. Como Sócrates, que interrumpió su lectura para tomar la cicuta, Freud apostó a la vida rodeado de escombros. Era judío en una Europa siniestra y antisemita. Pero nunca dejó de pensar el mundo desde una perspectiva distinta y revolucionaria. Murió como deseaba, con la armadura puesta. Siempre supo que las palabras curan y que la vida y la libertad se conquistan a diario.
LA NACION

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