Amazonas: tierra de misterios y leyendas

Amazonas: tierra de misterios y leyendas

Por Diana Pazos
Sólo faltan veinticuatro horas para internarse en ese exceso de la naturaleza llamado Amazonas, que ya desde el aire promete una experiencia sublime. A medida que el avión se aproxima al manto verde compacto interrumpido por las curvas del río más caudaloso del mundo, el tejido comienza a dejar algunos claros inquietantes en los que van tomando forma los seres –amables y no tanto– que habitan en la selva. Pero vayamos por partes, porque antes de embarcarnos –literalmente– en las aguas plagadas de yacarés, víboras y pirañas, nos espera un día entero en una jungla urbana: Manaos .
Al norte de Brasil , la capital del estado de Amazonas aparece como una contradicción entre su ritmo vertiginoso y su calor asfixiante, entre su incomodidad geográfica y sus 1.800.000 habitantes. Como todo caos lejano y ajeno, Manaos funciona como un imán desopilante y una señal de alerta al mismo tiempo, aun para quienes estamos habituados a padecer junglas de asfalto sudamericanas, superpobladas de gente apurada que llegará a destino de la forma más rápida y despiadada que pueda.
Fundada por los portugueses en 1669 a unos 4.000 km de San Pablo, todas las explicaciones sobre la riqueza acelerada de Manaos encuentran sus raíces –vaya paradoja– en un árbol, que provocó la “fiebre del caucho”, así como su decadencia aún latente vino con sus inesperadas ramificaciones. Esta historia se extiende desde 1860 hasta 1920, cuando aquí se vivía el boom del seringueira (caucho, en portugués) y era la única ciudad de Brasil con luz eléctrica y avances tecnológicos que casi nadie tenía: tranvía, avenidas construidas sobre pantanos y edificios imponentes de estilo europeo (el Teatro Amazonas, el Palacio de Gobierno, el Mercado Municipal y la Aduana, entre otros). Algunas abandonadas, otras devenidas museos, las construcciones dan cuenta de aquella “París de los trópicos” que derrochaba excentricidad y satisfacía a una nueva clase rica que quería vivir con las comodidades y lujos del Viejo Continente.

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El furor del caucho
Nada más atinado que haber traído a este viaje la novela de aventuras “Fordlandia”, el nombre autorreferencial que le diera el magnate Henry Ford a la ciudad que decidió fundar en el Amazonas, con el objetivo de levantar la más fabulosa fábrica de caucho del planeta, cansado de pagar sobreprecios a la materia prima que le vendían los ingleses para usar en sus neumáticos. Es así como miles de hombres llegaron hasta “ la pared vegetal prolongada hasta el absurdo ” o la tierra remota donde “ el sol gobierna impunemente ”, sin tener en cuenta que “ la selva sabe defenderse de sus verdugos ”.
Los relatos de la lucha sin tregua entre los hombres y la naturaleza (en la que nada responde conforme a lo esperado) atrapan como una telaraña y, salvando las distancias –argumentales y geográficas– se comprende en estas instancias un poco más la locura desatada en el entrañable “Corazón de las tinieblas” de Joseph Conrad y en la película “Apocalypse Now” de Francis Ford Coppola. El sacerdote de “Fordlandia” lo resume así: “ …Nadie sabe cuál es la razón por la que nos trastornamos cuando habitamos en la selva… En la selva hay algo inhumano que primero nos retiene, después nos sacude y finalmente nos llama para tragarnos”.
El furor del caucho llegó a su fin con la producción comercial a gran escala del caucho sintético en la Primera Guerra Mundial y la expansión que logró en la Segunda. En el caso concreto de Manaos, ante los sucesivos problemas económicos y sociales acarreados por los altos índices de desempleo y la multiplicación de favelas, los gobiernos decidieron crear en este sitio una zona franca, libre de impuestos, y un parque industrial impulsado por ventajas impositivas.
Es entonces cuando el bullicio envolvente necesita ser ordenado, aunque sea mentalmente. En primer lugar, visitamos el Palacio Río Negro, la suntuosa residencia del alemán Karl Waldemar Scholz, quien se instaló en la floresta amazónica en los prósperos comienzos del siglo XX. Aún hoy, resultan desmesuradas las dos plantas con una galería en la que el calor es mucho más piadoso. Sede de Gobierno en las décadas posteriores y actual centro turístico y cultural, además de exhibir en sus salas los símbolos del estado (el himno y la bandera del Amazonas, por ejemplo) el palacio tiene registros fotográficos de los tiempos en los que el río Negro estaba ahí nomás de la entrada.
Mientras avanzamos por calles donde se venden cientos de relojes y celulares liberados a precios sorprendentes, junto a ropa y zapatos con predominio del plástico, divisamos una cúpula con los colores de la bandera de Brasil. Se trata del famoso Teatro Amazonas, construido en 1896, para que las clases adineradas asistieran a la ópera sin añorar la lejana Europa. El teatro aparece en la multipremiada película “Fitzcarraldo” que, si bien hace foco en la Amazonía peruana e Iquitos, se basa en la historia real de un amante de la ópera obsesionado por construir un teatro en la selva en el siglo XIX.
Todos los edificios señoriales y ostentosos fueron levantados con materiales especialmente traídos de distintas ciudades europeas, tanto los que quedan en pie impecables como los que fueron devorados por la vegetación. En ninguno de los dos extremos se encuentra el Mercado Municipal, pero merecería figurar en un “top ten” de los mercados más locos del mundo (si tal categoría existiera). Bajo su gran estructura de hierro –mitad inglesa, mitad francesa–, una multitud uniformada de blanco y gorra de rigor descama y filetea algunas de las 1.700 especies de pescados de agua dulce que se conocen en la región. Sorprende no sólo la cantidad de los pescados sino el tamaño de la mayoría. Al llegar al puesto donde se vende el pirarucú, lo primero que uno piensa es que comer ese filet podría demandar un par de meses; una reflexión descartada un segundo después por otra, igualmente inocente y realista: ¡el pirarucú no entra en nuestra heladera! Para demostrar que no exageramos, las cifras avalan estas impresiones: este es el pescado con escamas más grande del mundo que, en promedio, pesa unos 150 kg y mide 2,5 metros de largo.
A pocos metros del mercado –también tiene un ala dedicada a las frutas y verduras– está la Feria de la Banana y el puerto, la terminal del transporte público regional. Como si fuera Retiro, en Buenos Aires, pero con barcos. Belém, Monte Alegre, Santarém y Porto Velho aparentan ser los destinos con mayor demanda en los numerosos puestos callejeros (imaginen una seguidilla de mesas y sillas de plástico con sombrillas frente al río Negro) que venden pasajes.
Camiones repletos de mercadería (esto ocurrió en noviembre, cuando no habían comenzado las lluvias que se prolongan hasta mayo, y había orilla donde estacionar); hombres cargando paquetes, valijas y carretillas; viajeros embarcando para hacer un trámite, visitar un pariente o irse de vacaciones… Así es el puerto de Manaos, reafirmando la frase que escucharemos una y otra vez en esta travesía: “En vez de rutas, tenemos ríos”.

Los pueblos flotantes
Finalmente llega la hora de dejar Manaos y la mirada encuentra, entre cientos de barcos, un nombre que le resulta agradable: Iberostar Grand Amazon . Pocos minutos después, embarcamos con el propósito de recorrer el río Solimões (es decir, el propio río Amazonas en el tramo comprendido entre la triple frontera de Brasil-Colombia-Perú y Manaos). La noche sofocante nos encuentra en la piscina del barco tomando una caipirinha y la luna llena ilumina las aguas claras. Decidimos que es una señal de buen augurio.
A las ocho de la mañana será nuestra salida en lancha y el primer contacto estrecho con el Amazonas brasileño. Los datos son reveladores: en la selva amazónica vive y se reproduce más de un tercio de las especies existentes en el planeta. En una región de clima caliente y húmedo, el Amazonas tiene un millón de km2, en gran parte cubiertos por la mayor y más diversificada floresta tropical del mundo. A su vez, el estado más grande de Brasil tiene una cuenca hidrográfica que representa el 20% del agua dulce del globo, incluyendo al río Amazonas. Su nombre encuentra relación con la mitología griega y ciertas bases históricas, que hablan de una antigua nación formada por mujeres guerreras que se cortaban el pecho derecho para usar su arco y las lanzas con mayor libertad. Con los siglos, las teorías las ubicaron en lugares aún más remotos. Por ejemplo, el conquistador Francisco de Orellana aseguró haber luchado en Sudamérica con mujeres corpulentas que arrojaban cerbatanas y flechas con veneno, por lo que el río recibió su nombre. Mito o realidad, y más allá de las amazonas del siglo XX (como Wonder Woman o Xena), este tramo del río se llama Solimões. Y su nivel, bajo hasta noviembre, permite ver muchos yacarés. Nuestro guía, Rafael, termina esa frase y justo aparece un ejemplar negro que nos sigue con la mirada. Mejor nos alejamos…
Saludan a su paso, pescadores que lanzan redes desde sus botes, con motores de rabeta que usan como generadores en sus casas. Dispersos aquí y allá, cruzamos caseríos flotantes, donde la estación de servicio y el bar se levantan también sobre grandes troncos que mecen las crecidas. Algunos pobladores viven en pequeñas casas de madera que flotan, pero gran parte de los habitantes directamente reside en barcos. En ambos casos, es frecuente verlos a todos dormir en hamacas paraguayas.
Luego de pasar por un astillero indígena (construyen los barcos “a ojo” y transmiten sus conocimientos de generación en generación), bajamos para visitar la casa de Alvaro. Nieto de un recolector de caucho, el esposo de Leia tiene nueve hijos (un buen número, dicen, para demostrar que su matrimonio anda sobre rieles y, también, para que los chicos ayuden en el cultivo de la mandioca). Con cortinas a modo de puertas y hamacas en lugar de camas (parece que entre los jaguares, las víboras y todo el repertorio de alimañas es lo más seguro), la casa se levanta sobre pilotes, en un terreno más alto. Claro, esta alternativa de vivienda resulta más costosa.
Leia y sus hijos sirven jugos y enseñan cómo juntan el agua de lluvia en recipientes, explican las bondades de sus plantas medicinales y revelan los secretos del urucún, un fruto rojo ideal para maquillarse y protegerse del sol.
Al hablar de pueblos originarios, basta con citar algunos números para comprender su realidad: en el siglo XVI, cuando llegaron los europeos, había 5 millones de indígenas en todo Brasil; en 2008, quedaban 400.000. Con respecto al Amazonas, en la actualidad, se registran 76 etnias dispersas. Los caboclos viven de la agricultura, la caza y la pesca, mientras que los ribeirinhos –como su nombre lo indica– prefieren la ribera para abocarse a la pesca. Ya no quedan grupos nómades en las orillas porque evitan el contacto con los hombres blancos en general y con los turistas en particular.
Cuenta Rafael que hay unos 18 grupos internados en la selva y que nunca tuvieron contacto con otras personas. Entonces recuerda la anécdota de un grupo de periodistas alemanes que intentaron contactarlos hace unos años y, si bien los dejaron salir con vida en sus naves, antes arrojaron su ropa y sus cámaras al agua.
Mucho más inocente es nuestra recorrida por Manacapurú , la segunda ciudad más grande del Amazonas después de Manaos. Tiene 90.000 habitantes y vamos en lancha porque, como casi todo en el río Solimões, es flotante. Un poco más osado es el trekking por la selva, entre árboles de caucho, lianas, irupés y huecos donde viven tarántulas (por suerte, salen de noche). Y sospechamos que nuestra emoción al “pescar pirañas” despierta cierta ternura entre los expertos en el tema que libran verdaderas batallas con peces de más de cien kilos.
Cuando esta cronista –y todos los integrantes del grupo– logra sacar dos pirañas blancas y una roja sin esfuerzo llega la primera conclusión: no debe ser nada complicado. Sin embargo, pronto nos aclaran que aquí hay millones de pirañas de 15 especies y que las negras pueden convertir en sólo diez minutos a una persona –lastimada, eso sí– en un esqueleto.
Pero si uno tuviera que ser inevitablemente devorado por algún animal en estas aguas, lo único que pedimos es que no sean los candirús. Para quienes creíamos que se trataba de un mito selvático, los terroríficos peces-bacteria existen, ingresan por los orificios –y si no encuentran ninguno, lo fabrican en segundos– y ¡se alimentan de las vísceras!

Avistaje nocturno de yacarés
Por si el último dato no provocaba pesadillas, esa misma noche salimos a hacer avistaje de yacarés. En la más absoluta oscuridad, en silencio, entre camalotes pantanosos… La lancha se detiene junto a la costa y Rafa –ahora lo llamamos así– hace un rastrillaje con su reflector, los escandila y atrapa por unos minutos a dos pequeños para que todos puedan verlos de cerca y fotografiarlos. Entonces, ocurre lo más imprevisto e imprudente: cuando descubrimos un yacaré de casi tres metros, un pasajero tiene la ocurrencia de clavarle una rama en el lomo, logrando que salte en nuestra dirección. Los alaridos, risas, insultos e inestabilidad que sufrió la lancha quedaron registrados por un colega, cuyo video termina “en negro” luego de los gritos, obteniendo una película de terror casera que veremos mil veces.
Pasado este susto, hablemos de Rafa que, entre paréntesis, se parece bastante a Nadal. Los hombres del grupo no le reconocen mayor mérito, aunque toca la guitarra, cuenta un sinfín de historias de aventuras en portuñol, hace supervivencia en la selva, es DJ si hay fiesta, nada en el río Negro y enseña a hacer pulseras y tobilleras. No se sabe si resultado de su valentía o de su inconciencia, porta heridas de mordeduras de pirañas, yararás, delfines, yacarés, perezosos, monos y… ¡candirús!
En la última mañana, la cita es en el cuarto puente para asistir alEncuentro de las Aguas.
El esperado fenómeno natural consiste en la confluencia del río Negro –oscuro y ácido– y el Solimões –amarillento–, que a lo largo de 6 km corren paralelos sin juntarse por sus diferencias de temperatura, velocidad y densidad. Una explicación científica que circula junto a las historias de los delfines y el mito de las aguerridas amazonas, sin tampoco mezclarse. Es que en estas tierras misteriosas las leyendas son sagradas.
CLARIN