Maravillas de la ciencia del 1900 y otros gualichos

Maravillas de la ciencia del 1900 y otros gualichos

Por Nora Bär
Como paso gran parte del día leyendo sobre estudios epidemiológicos y descubrimientos, y asistiendo a congresos y conferencias de sociedades científicas, mi familia y quienes me conocen suponen que puedo ofrecer consejo informado sobre las más diversas dolencias, desde la ciática hasta la otitis, la pediculosis, la dermatitis atópica o las verrugas. Con frecuencia, advierto cierta decepción en los ojos del “paciente” de turno cuando la respuesta que obtiene es el poco excitante “andá al médico”.
Por alguna extraña razón, siempre resultan más atractivos los remedios misteriosos (como atacar un brote de herpes con tinta china) que los surgidos del largo proceso científico e industrial. Hasta el mismísimo Steve Jobs, cuando le diagnosticaron cáncer de páncreas, en lugar de confiar su tratamiento a un oncólogo, dilapidó meses valiosos creyendo que se iba a curar con dietas extremas. Por qué, me pregunto, mientras adjudicamos a la ciencia poderes que a veces la exceden y otorgamos patente de veracidad incluso a aseveraciones descabelladas, si están acompañadas de la fórmula “los científicos dicen”, en materia de salud atraen más las curas mágicas y las soluciones estrambóticas que las recetas respaldadas por estudios rigurosos.
Basta con hojear algunas páginas de la icónica revista PBT de hace un siglo para encontrar una versión desopilante de esta debilidad que persiste, aunque hoy lo haga con fórmulas más sutiles.
1 A REMEDIOS ANTIGUOS 3
En el número del 10 de junio de 1905, por ejemplo, la publicación promovía en una publicidad la “Pepto-Cocaína de Gibson, una poción para digerir bien con 12 años de éxito constante”. Más adelante, ofrecía Agua Purgante Mediana de Aragón (“medalla de oro París 1900”). Lo singular de esta sustancia era el amplísimo espectro de dolencias que curaba: “Eficacísima contra la estetiquez (sic) habitual, enfermedades gastrointestinales, congestiones del cerebro, hígado, bazo y riñones, catarros de la vagina (!) y matriz, hemorroides. Recomendada por los más eminentes médicos”.
Otra especialidad medicinal multiuso era el “algodón termogénico Burnichon”. Curaba la tos, el reumatismo, la pleuresía, la pulmonía, el lumbago, la puntada, la gota, la laringitis, etcétera. ¡Y todo por un peso!
En la edición del 22 de julio de ese mismo año, un artículo promocionaba una “novedad científica en Sud América”: la crema Corominas contra las arrugas, “para que Buenos Aires alcance en todos los adelantos modernos el nivel de los primeros países de Europa”. Acababa de llegar de Berlín al consultorio de la señora T.S. de Corominas, que también ofrecía la “Elektrische Maschine für die Masachen, una máquina de éxitos asombrosos para hacer desaparecer rápida y radicalmente las arrugas, por cuya razón se la considera una verdadera maravilla de la ciencia”. Lógicamente, dada la pasión de todos los tiempos por curar la calvicie, Corominas ofrecía una loción “infalible” para evitar la caída del cabello.
El “Agua del Buen Camino” también aseguraba terminar con este problema. Pero no sólo eso: evitaba la caída con una sola aplicación; curaba la saborrea (sic), destruía la caspa, teñía el cabello y lo mantenía “lustroso y mórbido”.
Al parecer, la obesidad, el estreñimiento y el reuma se curaban con ayuda de masajes. A las personas que necesitaran concentrar la imaginación se les aconsejaba muy particularmente evitar las habitaciones empapeladas con dibujos alegres. A los tímidos les sugerían el rojo; el pardo claro, a los espíritus cansados; a los nerviosos, el verde siempre que no fuera muy oscuro; a los enfermos, el rosa, y las rayas verticales, a las personas abatidas por las penas o el trabajo excesivo.
Con sintaxis accidentada, otro aviso de la época desafiaba a “un hombre completamente arruinado por los vicios, el abuso, un trabajo intenso físico o intelectual superior a sus fuerzas o por cualquier otra causa minado en su vitalidad, precozmente decrépito, tambaleante hacia la tumba para, con la «Evandrina», devolverle la salud y energía, hacerlo fuerte y vigoroso hasta el punto en que lo puedan permitir sus antecedentes hereditarios y su edad”. Teniendo esto en cuenta, no extraña que hoy todavía se recurra a frotar un anillo de oro para curar los orzuelos, o se le tema a la extraña “lipiria” y se aconseje para evitarla “sobre todo leche, sobre leche nada”.
LA NACION