01 Aug El escritor cubano que derrumba mitos
Por Armando Chaguaceda
Desde la óptica del poder imperante en la Cuba postsoviética, Leonardo Padura se ubica, por la factura e impacto de su creación, en cierta zona gris de la cultura y sociedad insulares. Es, de algún modo, la obra de un subversivo -aunque no por algún propósito explícito de sus apuestas e ideas- cuyo reflejo de la realidad reivindica herejes, devela máscaras y derrumba mitos. Dentro de su (nuestra) tierra natal, Padura no es publicado sino en limitados tirajes, que no guardan proporción con la calidad, acogida y difusión internacionales de su obra. Sus presentaciones en la Feria del Libro de La Habana reciben mucha menos difusión -aunque muchísimo más público- que el último libro o conferencia de amigos leales de la Revolución, como el politólogo Atilio Borón y el escritor Miguel Bonasso. En provincia, una vez culminada la “fiesta de la lectura”, sus libros desaparecen por arte de magia sin necesariamente pasar a los estantes del lector, como testimonian amigos de la isla. Ahora, en ocasión de recibir el Premio Princesa de Asturias, la nota del diario Granma fue tan tardía como mal ubicada. Tal parece que la burocracia insular, dubitativa sobre “qué hacer con el escritor”, ha decidido regatearle cada minuto, cada plana, cada stand.
Paradójicamente, su éxito abona, al mismo tiempo, la leyenda de una cultura heterodoxa, plenamente reconciliada con la diversidad y la libertad, como campo de creación y difusión autónomo supuestamente aceptado por el Estado cubano, lo cual significa que los privilegios -nunca derechos de todos los ciudadanos- negociados por artistas e intelectuales y correspondidos, desde la gestión del intelectual ministro Abel Prieto, con el reconocimiento selectivo dispensado por los gobernantes de la isla, operan como válvula de descompresión y legitimidad ante influyentes circuitos de la progresía global. Explicando, entre otras cosas, que todavía reaparezcan, frente al Malecón, los nuevos Sartres que visualizan, en el jerárquico orden insular, una promesa emancipatoria. Algo diferente al modelo del socialismo real.
Eso sí: tras este vals entre políticas -selectas- gramscianas y prácticas -masivas- estalinistas aparentemente contradictorias, se oculta un designio de poder. Uno que sabe del imperativo de usufructuar el éxito en el mercado global, de mantener desconectados discursos y públicos, fragmentada la esfera pública y administrados los medios de comunicación. Uno que erige un esquema donde la cooptación y la censura se combinan con prácticas groseramente punitivas, como recuerdan los actuales encarcelamientos del escritor Ángel Santiesteban y el grafitero Danilo Maldonado -alias El Sexto- y la retención en fronteras de la “artivista” Tania Bruguera. Donde las políticas editoriales, el acceso a Internet, las currículas docentes y las programaciones cinematográficas deben, por fuerza de ley, responder a ciertos “principios revolucionarios” caprichosamente administrados por el aparato ideológico del partido único. Todo para sostener, aceitar y ejercer un añejo sistema de control social bajo el cual un Estado “analógico” intenta sujetar a una sociedad cada vez más activa y plural -hija legítima y rebelde del éxito educacional posrevolucionario- que se expresa bajo lógicas “digitales” de blogueros, cineastas y públicos contestatarios.
Inmerso en esa realidad, Padura es el mejor cronista de una sociedad -la de mis padres y vecinos- insatisfecha pero conservadora; tan institucionalmente ideologizada como despolitizada en lo cívico. Al leerlo, recupero las sensaciones que, salvando las distancias de género, factura y estilo, me embargaban en la adolescencia al escuchar las canciones del trovador Carlos Varela. El libro de Padura La novela de mi vida es -junto con el film alemán La vida de los otros- la creación artística que más ha marcado, en años recientes, mis circunstancias intelectuales y humanas. Desde la pluma del narrador, pude ser testigo del desgarrador reencuentro -y las mutuas confesiones- del escritor Fernando Terry con sus viejos amigos en La Habana del Período Especial. Transportándome, desde estas vivencias, a momentos que muchos quisiéramos superar sin abonar la desmemoria colectiva. Momentos donde, revindicando la letra burlada de las leyes o las posibilidades liberadoras de la poesía, sucesivas generaciones de cubanos apostamos a ser y vivir como ciudadanos, frente a los despotismos que han forjado, por siglos, nuestra vida nacional. Despotismos que, como dice el personaje de Heredia en la novela, han condenado a muchos compatriotas “a vivir como desterrados, siempre añorando la patria, eternamente extranjeros, lejos de la familia y los amigos, hablando lenguas extrañas y muriendo de deseos de volver”.
Pero no se trata de confundir la admiración a Padura con la discrepancia ausente. En sus opiniones y crónicas periodísticas sobre Cuba -publicadas en medios tan diversos como El País o Sputnik Mundo-, el vecino ilustre del barrio habanero de Mantilla prefiere aludir a “lo social” antes que identificar una dimensión explícitamente “política” de cambios y problemas. Y considera superado, en lo fundamental, el legado estalinista en la sociedad y cultura cubanas. Personalmente, le he expresado mi postura al respecto. Para alguien que ha identificado hasta el cansancio, dentro y fuera de la isla, la supervivencia de los rasgos soviéticos dentro del modelo cubano, tal postura del escritor aparece, en todo sentido, limitada y errónea.
Empero, el mulato -como lo llamamos admiradores y amigos- no tiene que asumir una tarea ajena; no sé si él y nosotros necesitamos que sustituya la novela por la sociología. Su mente y su mano tejen filigranas de la convivencia social, pintan frescos de la vida cotidiana; no panfletos políticos ni textos académicos. Desde los años 80, Padura ha introducido un tipo de literatura que visibiliza la desigualdad, la corrupción, la distancia entre la épica oficial y el heroísmo del sobrevivir cotidiano de la mayoría de nuestros compatriotas, lastrados con un “cansancio histórico”. Con su sentido de la justicia, su sensibilidad por el arte y su existencia terrenal, el personaje de Mario Conde es el policía con que deseamos toparnos algún día, cuando nuestras palabras y actos nos pongan en la mira del poder. Todo eso es mucho para agradecer a alguien que, sin asumir las banderas del oficialismo o la disidencia, decide vivir y crear en las peculiares circunstancias de esa Habana que vive, en cámara lenta, el cambio de siglos.
Por eso y por mucho más, por su autenticidad, su nobleza y lucidez -destiladas en aquella dedicatoria donde me alertaba de “perros que aún muerden”-, celebro cada éxito de la vida y la carrera de Leonardo Padura. Como lector disfrutaré cada nueva obra que su prolija imaginación nos regale; sin regatearnos la oportunidad de una sana -y personal- discrepancia. Como saldo, privilegio la musa que guía su mano y no los demonios empeñados en torcerla.
LA NACION