13 Jun Con los ojos puestos en Inglaterra
Por Frédéric Rouvillois
En nuestros días, constata Gaston Jollivet en Le Figaro en enero de 1885, “todo lo que es inglés se atrae el favor de los esnobs”. Ahora bien, si esta afinidad parece especialmente densa en la época, la historia del esnobismo muestra que (casi) siempre ha sido así.
¿Casi siempre? De hecho, prácticamente inexistente en el siglo XVII, la anglomanía nace a comienzos del XVIII, con los auspicios más fríos, más serios, más rígidos y, a decir verdad, los menos propicios al esnobismo. Uno de los primeros en atraer la atención del público francés sobre Inglaterra es, en efecto, un protestante de Berna, Béat de Muralt, a propósito del cual el abate Desfontaines declarará irónicamente estar “muy contento de ver pensar a un suizo”. Sus Lettres sur les Anglais et les Français escritas bajo Luis XIV pero editadas en 1725, y a menudo reimpresas en el curso del siglo, manifestaban la cercanía del autor con los medios del Refuge, es decir, de los hugonotes expulsados de Francia después de la revocación del edicto de Nantes. Oponen sistemáticamente la frivolidad de los franceses, cuya agudeza mental “consiste principalmente en el arte de hacer valer bagatelas”, a la solidez, a la precisión y a la sencillez de los ingleses. Éstos “se sienten libres, están cómodos; les gusta usar su razón, no dan importancia a esa cortesía en el hablar y esa atención en los modales que produce el pequeño carácter”. ¿El buen sentido de los ingleses y su libertad, contra la cortesía de los franceses sometidos al despotismo del Gran Rey? La oposición caricaturesca se resiente fuertemente por el clima polémico en que fue concebida. En el fondo, si las Lettres de ese “suizo de cabeza pensante”, dijo el abate Desfontaines, al que Voltaire llamaba “el prudente” y Rousseau “el grave Muralt”, son uno de los puntos de partida de la anglomanía francesa, hay que reconocer que no tienen ninguna conexión con cualquier esnobismo.
La conexión va a establecerse algunos decenios más tarde. Entre los dos, varias obras exitosas han retomado los temas iniciados por Muralt, pero de un modo más liviano, más seductor, en una palabra, más francés. Así, las novelas cosmopolitas que el ex abate Prévost escribe durante su exilio forzoso en Gran Bretaña y, sobre todo, las célebres Lettres anglaises (1734) de Voltaire, en las que el autor demuestra, con su genio sarcástico, que el espíritu de lo que todavía se llama “el siglo de las Luces” no es sino el espíritu inglés. “Esta obra, dirá Condorcet en su Vie de Voltaire , fue entre nosotros la época de una revolución: empezó a hacer nacer en ella el gusto por la filosofía y la literatura inglesas, a interesarnos en sus costumbres, en la política, en los conocimientos comerciales de ese pueblo, a divulgar su lengua entre nosotros” -llegando Condorcet a reconocer que “después, un entusiasmo pueril ha tomado el lugar de la antigua indiferencia”. Esta obra constituye entonces un paso decisivo para la anglomanía, no solamente porque la difunde sino porque va desviar su naturaleza. Extendiéndose desde entonces a todo -no solamente a las ideas o a los principios sino también a los modales, a los gustos y a las comodidades-, va a llamar la atención de otro público, más informal, que en Inglaterra considerará menos lo serio, el buen sentido, que una manera original de concebir el lujo, de disponer la elegancia o de practicar ejercicios físicos.
Esas bodas de la anglomanía y del esnobismo van a tomar cierto tiempo. Pero para eso se dispone de un punto de partida cronológico significativo: la aparición, en 1757, del Préservatif contre l´ anglomanie de Fougeret de Monbron, que por lo demás va a popularizar el término. Escritor de segundo orden, se había vuelto célebre, en la Francia deliciosamente civilizada de la época, por su humor inalterablemente malo y su gusto enfermizo de la provocación. Diderot, considerando que tenía más hiel que talento, lo había apodado “el tigre en dos patas” o “el hombre de corazón velludo”. Ese rasgo de carácter, el hecho de detestar lo que está de moda justamente porque está de moda, lo conduce a pasar bruscamente de una anglofilia de la que alardeaba a una anglofobia furiosa. Detrás de Voltaire, el Préservatif apunta en efecto “a todos aquellos que practican el culto de las maneras inglesas, de la libertad inglesa, de las letras inglesas: a grandes dentelladas, hace estallar las tripas del mito”. Fougeret de Monbron la emprende contra un esnobismo todavía en formación, pero ya lo suficientemente consolidado como para merecer su odio.
De hecho, desde entonces ser chic es ser a la inglesa, se trate de modales, de vestimenta o de disfrutar del tiempo libre: Éraste, el personaje principal de la comedia de Saurin L´ Anglomane ou l´ Orpheline léguée , interpretada en 1765, se caracteriza por “ese entusiasmo ciego”, por “esa manía de preferir todo lo inglés o que parece serlo, a lo que se usa entre nosotros”.
Es más o menos la época en la que el historiador británico Gibbon, visitando París, nota que “nuestras opiniones, nuestras costumbres, hasta nuestra vestimenta, eran adoptadas en Francia; un rayo de gloria nacional iluminaba a todo inglés”, éstos eran considerados modelos que es necesario imitar si se quiere ser considerado como es debido. La anglomanía se arraiga. Pronto, el Dictionnaire universel des sciences… ou Bibliothèque de l´ homme d´ État et du citoyen , publicado en 1778, le consagra todo un artículo: “El colmo de los anglómanos es querer transportar sobre las orillas del Sena: leyes, una constitución, costumbres, usos que no convienen sino en una isla regada por el Támesis”. Por otra parte, exento de imitar a los ingleses, sería mejor no hacer como los monos, que no toman jamás lo bueno de lo que remedan”; ahora bien, acusa el autor del artículo, es lo que hacen los franceses vistiéndose ala inglesa, ocupándose a la inglesa, divirtiéndose a la inglesa, “lo que no ha sido sino un ridículo más”. Ocho años más tarde, en Rin, en mayo de 1786, un observador advertido puede constatar que “el gusto, no sólo por las modas, sino también de los usos y costumbres de esta nación rival nunca ha sido llevado más lejos en Francia. Para creerlo basta con mirar alrededor”, y con pensar en todo lo que le cuesta a Francia “la manía de los caballos, de los carruajes, de los muebles, de las telas [?], de los clubes, de los whiskies, de los jockeys , de los fracs negros” que vienen con la marea de Inglaterra.
Como a menudo cuando aparece un nuevo esnobismo, no es difícil descubrir a los promotores. Para éste, parece sabido que el duque de Chartres, el futuro Felipe Igualdad, que importaba todo de Inglaterra, incluso sus amantes, sus caballos y su manera de idear los jardines, fue uno de los agentes más activos, bastó su intercesión para transformar la simple moda en un esnobismo caracterizado. Un testigo escribe que “fue su ejemplo lo que más contribuyó a inocular esta anglomanía a los franceses [?]. La mayoría de los jóvenes de la corte y de la ciudad se apresuraron a imitarla”. Algunos, especialmente ávidos de chic, llegaron, como Charles de Noailles, a fingir el acento inglés al hablar francés con sus amigos y a adoptar “la apariencia desmañada, la manera de caminar, todas las apariencias exteriores de un inglés”.
Así, en vísperas del gran giro revolucionario de 1789, todo lo que constituirá el fondo del esnobismo anglosajón en el siglo XIX y después en el XX está ubicado. Por más que la Revolución y el Imperio compriman esta tendencia, ésta reaparecerá a continuación más viva aún.
LA NACION