20 May “Aprendí que el silencio es también una forma de comunicación”
Por Philip Boehm
Con esta entrevista con Hertha Müller, Premio Nobel de Literatura 2009, ADNcultura culmina la publicación exclusiva de una serie de diálogos con grandes escritores de la actualidad: en ediciones previas, se dieron a conocer diálogos con Ian McEwan y Salman Rushdie. Forman parte de Diez años; conversaciones Hay Festival Cartagena de Indias 2006-2015, que se publicará este mes en Colombia, México y España, coeditado por el propio festival, AECID y Penguin Random House. El volumen reúne diálogos con Junot Diaz, Alessandro Baricco, Carlos Fuentes, Javier Cercas y David Grossman, entre otros autores, editados por Margarita Valencia con fotografías de Daniel Mordzinski. El Festival comienza su actividad el 29 de enero y este año contará con la participación de autores como Jean-Marie Gustave LeClézio, Sofi Oksanen, Juan Villoro y la ensayista Saskia Sassen. Más información: www.hayfestivalcartagena.org
-Alguna vez comentamos que donde tú creciste se hablaba en dialecto? ¿Hasta qué punto ese dialecto ha influido en la lengua en la que escribes?
-Yo procedo de un pueblo pequeño y pertenezco a una minoría alemana que vive en Rumania. En la zona había muchos pueblos y prácticamente en cada uno se hablaba un dialecto distinto. A veces las diferencias entre los dialectos de los distintos pueblos eran tan grandes que en un pueblo era imposible entender el dialecto del otro. En el colegio se hablaba alemán estándar, pero ésa era una lengua que los campesinos siempre veían con escepticismo. De hecho, la denominaban “señorés”. Decían que en la ciudad se hablaba “señorés”, refiriéndose a los señores, que eran unos arrogantes. Esa palabra encerraba todos los prejuicios que se tenían contra la ciudad. Después tuve grandes dificultades en el colegio porque mi dialecto era casi por completo distinto del alemán estándar. Cuando estaba en el colegio me dediqué durante mucho tiempo a mezclar expresiones dialectales con el alemán estándar o a exagerar el alemán estándar. Elegía por ejemplo una palabra como brot, que quiere decir “pan” y que se dice igual en dialecto y en alemán estándar, pero yo pensaba que en alemán estándar tenía que ser de otra manera, por lo que lo decía con a, brat, pues pensaba que el alemán estándar tenía que sonar mejor. Así que durante mucho tiempo el paso del dialecto al alemán estándar fue problemático. Cuando me trasladé a la ciudad y fui al instituto y luego a la universidad, tenía un grupo de amigos con los que siempre hablábamos de libros, de literatura o de temas sociopolíticos, y sólo en alemán estándar. Lo hacíamos muy conscientemente: en Rumania el alemán era un idioma que pertenecía a la esfera privada y sencillamente no se hablaba. En dialecto seguramente nos habría fallado el vocabulario porque este tipo de conceptos no existe en los dialectos. Cuando escribí mi primer libro sobre esta población etnocéntrica y más adelante sobre su participación en el nacionalsocialismo, esa minoría se puso en mi contra. Siempre he pensado que el dialecto también refleja esa actitud etnocéntrica y la postura tan reaccionaria de estas personas. Por eso pasé a identificar el dialecto con la población y no quise saber nada más del dialecto. En Rumania había también una literatura escrita en dialecto, pero por lo general era una literatura muy reaccionaria. No es el dialecto que uno conoce de la Austria del Círculo de Viena ni uno que utilice recursos modernos. Siempre fue algo muy convencional, del terruño, a menudo relacionado con la ideología de “sangre y suelo”? Todo esto estaba implícito en el dialecto. Por esa razón la literatura escrita en dialecto siempre me ha resultado muy desagradable.
-Y siempre había una cierta distancia?
-Con el tiempo tuve la distancia suficiente y me di cuenta de que el dialecto tiene aspectos muy hermosos: palabras metafóricas, imágenes, superstición, toda una parte poética? Y he recogido mucho de eso en la literatura. Sobre todo palabras como una muy curiosa que no se puede traducir: Arschkappelmuster. Es un insulto, pero es cariñoso. Es una de las cosas que me hacen decir: “Es cierto, el dialecto tiene su encanto”.
-Otra de las influencias de la vida en el pueblo tiene que ver con los campesinos: hablan poco, utilizan pocas palabras. Sólo dicen lo necesario?
-Sí, yo estaba acostumbrada a eso. Seguramente en todas partes es así. Los campesinos no hablan tanto, necesitan una lengua para comunicarse con el exterior y para hacer su trabajo juntos. Pero los campesinos no hablan de sí mismos, casi lo consideran de mal gusto. Cuando llegué a la ciudad con quince años, me sorprendió lo mucho que la gente hablaba en balde y lo mucho que todos hablaban de sí mismos. Me resultaba muy extraño. Yo había aprendido que el silencio es también una forma de comunicación, que a las personas también se las puede interpretar por su aspecto. Y también están los gestos. En mi casa sabíamos los unos de los otros aunque no habláramos de nosotros todo el tiempo. Había otra forma de mirar. Y creo que el silencio también es una gran dimensión a la hora de escribir.
-En tus libros están esos pasajes callados que reflejan ese silencio entre las personas con el que se dice tanto sin decir nada. Por ejemplo, un personaje de Todo lo que tengo lo llevo conmigo como Imaginaria-Kati, que es incapaz de comunicarse como los demás y sin embargo dice tanto?
-Me he relacionado mucho con el silencio, por supuesto, porque en las dictaduras uno no tiene más remedio. Primero con un silencio controlado, con el autocontrol, porque realmente uno no puede decir lo que piensa en ningún sitio. Esto de la dictadura fue en la ciudad, aunque ya lo había visto un poco en casa. Y luego está la ocultación. Uno no dice muchas cosas porque sabe que es peligroso. Además, el silencio era fundamental en los interrogatorios. Cuando iba al Servicio Secreto porque me llamaban para interrogarme, siempre había que pensar qué decir, qué no decir y cuánto decir. Y siempre había un equilibrio que guardar para no contar demasiado y no decirles a los del Servicio Secreto algo que sugiriera otra cosa que quizás ellos no supieran, algo por lo que no preguntarían de no haber sido porque habías hablado de más. Siempre había que responder sólo un poco: era mejor que tuvieran que preguntarte otra vez y no adelantarte un paso y adentrarte en un terreno inseguro. Aquello suponía un cálculo continuo, un acecho mutuo. Ellos te acechaban y te observaban, intentaban desenmascararte. Y tú, como interrogado, como acosado, intentabas adivinar sus intenciones: qué es lo que quieren ahora, adónde van a parar, por qué quieren saber eso? Todo esto también tiene mucho que ver con el silencio.
-¿Y los del Servicio Secreto eran personas capaces de desenmascarar al otro?
-No lo sé, creo que uno nunca puede saber si ha descubierto las intenciones del otro. Puede ser que a menudo uno piense que lo ha logrado, pero es muy probable que no lo haya conseguido. Tuve amigos que fueron interrogados y cada interrogatorio era distinto. A cada persona la trataban, la acosaban y la chantajeaban de forma diferente. Trabajaban con criterios psicológicos y se guiaban por la forma más adecuada de acabar con cada persona en concreto y de amedrentarla. Era un movimiento de ida y vuelta, yo nunca logré descubrir sus métodos. A mí me pusieron micrófonos en toda la casa, pero sólo lo supe tras la caída del régimen. Así que lo espiaron todo, toda mi vida privada. Eso no lo habría imaginado. No tenía ni idea de que el Servicio Secreto podía ver y oír en todo momento dónde estaba yo. Pensaba que estaba en casa, a solas, en mi esfera privada. Pero no era mi esfera privada. Eso, por ejemplo, jamás se me ocurrió. Nunca pensé que yo fuera tan importante como para interesarles a tal punto. Además Rumania era tan pobre que nunca me imaginé que pudieran permitirse esos aparatos tan caros. El país no tenía ninguna posibilidad, yo trabajaba en una fábrica y allí no había más que chatarra. ¿De dónde iban a sacar los micrófonos? Era muy ingenua. Obviamente la vigilancia funcionaba y se gastaba dinero en ella. No había qué comer pero se compraban micrófonos.
-Hubo una época en la que viviste sola, con las vacas. En tu escritura aparece un mundo botánico y el paisaje es un elemento muy importante para ti. Tienes una relación especial con las plantas y con todo lo verde?
-Sí. Una vez dije que el jardín fue mi niñera. Yo era hija única y mis padres trabajaban en el campo. Yo tenía que llevar las vacas al valle, que era gigantesco. Las vacas no me necesitaban, pastaban tranquilamente, tenían su rutina y yo no les interesaba. Pero yo era una persona. Y de niña siempre pensaba lo difícil que era estar hecha de otro material. Siempre pensaba: “Para las plantas y los animales es fácil, tienen su vida, su razón de ser, su ocupación. ¿Y yo? ¿Qué hago yo? Yo estoy hecha de otro material”. A menudo hablaba con las plantas, las probaba todas y conocía el sabor de cada una. Puedes comértelo casi todo, nunca estuve enferma y probé hasta las malas hierbas. “Si sé cómo saben, entonces estaré más cerca de las plantas y quizás pueda transformarme y acercar mi carne y mi piel a ellas para que me acepten.” Aquello no era más que soledad, me sentía desbordada y tenía una gran responsabilidad porque las vacas no podían entrar a los campos de cultivo que eran propiedad del Estado. Si las vacas entraban allí y causaban algún daño, mis padres habrían tenido que pagar una multa muy elevada. Entonces yo era responsable de que las vacas no entraran a los campos de cultivo y por esa razón me relacioné con las plantas. En esa época me dedicaba a observarlas, recogía flores, las clasificaba, las ordenaba por parejas y luego pensaba: “Ahora se casarán”. De niña yo extrapolaba a las plantas todo lo que sabía que hacían las personas. Estaba convencida de que las plantas y los objetos salían por las noches, se visitaban y se marchaban a otros lugares, y yo no lo veía porque en ese momento no estaba allí. Cuando encendía la luz del cuarto, pensaba: “El armario ha vuelto a su sitio, pero seguro que ha estado fuera”. Todo eso tenía que ver con la inseguridad y creo que es la razón por la que todavía hoy me producen rechazo las vistas panorámicas. Cuando me encuentro frente a un paisaje extenso, me siento perdida. Soy incapaz de subir a la cima de una montaña, contemplar el valle y decir “¡qué maravilla!”. Al contrario, siempre pienso: “En realidad soy una hormiga” y se me vienen a la cabeza la finitud, la eternidad, los años que me quedan y la gran diferencia que existe entre ambas cosas. Desde que era niña el paisaje fue el primer signo de mi propia fugacidad. Entonces no tenía ninguna palabra para denominarlo y tampoco sabía lo que sentía, pero hoy, cuando pienso en ello, creo que era eso.
-Muchos de nosotros aprendemos primero los nombres de las plantas y después las vemos. Pero tú primero las viviste y luego vinieron los nombres; es más, tengo entendido que inventabas nombres para las plantas y que cuando oías los nombres verdaderos te sonaban extraños.
-Los nombres de las plantas son un tema muy complejo. Los más hermosos son los que usan los campesinos, los nombres populares que las personas normales y corrientes les dan a las plantas. A menudo tienen que ver con el aspecto o con la función de la planta. Los nombres científicos vienen siempre del latín y están sacados de no sé dónde, a menudo los veo en las floristerías de Berlín: los vendedores ya ni siquiera conocen los nombres de las plantas más comunes, sino que ponen cosas como herbarium o coloricum, que no dicen nada. Luego resulta que la planta se llama Phlox, Froschgöschel (boca de rana) o Löwenmäulchen (boquita de león, o también boca de dragón en español) pero en general sólo se ven los nombres en latín. Es una lástima.
-Cuando te trasladaste a la ciudad te encontraste con otro paisaje opresivo. Había otras plantas, otras imágenes?
-En la ciudad me dediqué a clasificar las plantas en toda regla. Sospechaba que las plantas también participaban políticamente del sistema o que estaban en contra de él. No podía ni ver las plantas que siempre estaban verdes y que adornaban las villas de los funcionarios y los edificios oficiales, como el boj o la tuya. Lo mismo pasaba con las plantas que se usaban cuando morían los funcionarios del partido: los entierros recorrían toda la ciudad y de los féretros colgaban siempre unas coronas? Y luego estaban los gladiolos y los claveles. Siempre pensé que esas plantas no tenían personalidad, habían abandonado la naturaleza y el paisaje para entregarse al Estado. Para mí las plantas que pertenecían a las personas y que no se habían puesto a disposición del sistema eran las dalias y los lirios de los valles, que son más delicados y se marchitan rápidamente; los árboles frondosos cuyas hojas amarillean y caen? De algún modo uno pierde la cabeza porque cuando se vive tanto tiempo en una dictadura y recibe tantas sacudidas todo lo relaciona con eso, lo interpreta, lo pone de su lado y se convence de que eso lo ayuda. O bien, pertenece al Estado y apoya al régimen? Lo mismo pasa con las puestas de sol. Siempre pensé que el sol era un traidor: “¿Por qué el sol hace esto para Ceausescu? ¿Por qué le ofrece esos atardeceres, esa belleza, acaso no se da cuenta de la clase de persona que es?”.
-Oskar Pastior dijo algo sobre los abetos, esos abetos que luego aparecen en Todo lo que tengo lo llevo conmigo.
-Una vez le dije a Pastior que los abetos eran aburridos y arrogantes. No hacen nada, siempre están verdes, ahí plantados, y cuando llega la Navidad, son precisamente ellos los que se ponen en las casas y todos los admiramos. Pastior contó que en el campo de trabajo donde estaban prácticamente muertos de hambre y completamente trastornados, él construyó en Navidad un abeto con alambre y le ató varios trozos de lana verde extraída de los guantes. Ése había sido su último vínculo con la civilización. Y también dijo que se podía creer en un abeto aunque no era necesario creer en la Navidad. Creo que para cualquiera que haya estado en una situación así, cuando la opresión tiene lugar a cielo abierto, en los campos de concentración, en el gulag, las plantas adquieren un nuevo significado.
-Cuando llegaste a la ciudad te viste rodeada del rumano. ¿Cómo aprendiste esa lengua que antes hablabas poco?
-No aprendí rumano conscientemente; lo había aprendido en el pueblo como lengua extranjera. Teníamos clase de rumano dos o tres veces por semana, pero como los profesores también pertenecían a la minoría alemana, hablaban bastante mal el idioma. La forma más fácil y natural de aprender una lengua es en la vida cotidiana. Cuando llegué a la ciudad tenía quince años y apenas hablaba rumano. Me sentía muy insegura y tal vez el primer año y medio hablaba poco y escuchaba más; estaba siempre obedeciendo, pero la lengua me gustaba mucho. Descubrí la cantidad de frases hechas relacionadas con el mundo de los sentidos y de imágenes poéticas que hay en el habla cotidiana. Además, el rumano es muy melódico. El registro lingu?ístico más interesante del rumano es el habla cotidiana, que es grandiosa y muy sensual. Tiene incluso un toque vulgar pero nunca ordinario, lo cual en el alemán no ocurre. En el alemán todo se vuelve vulgar muy rápidamente. Luego está la magnífica posibilidad de maldecir, que en rumano es un arte. Maldecir es como hacer magia, algo que surge en el momento. Según el ánimo y la situación, las maldiciones van cambiando y adaptándose? A mí esto me parecía fascinante. Al cabo de un año y medio, el rumano de pronto estaba allí. Todo el tiempo lo comparaba con el alemán que tenía en la cabeza y veía lo distintos que eran. ¿Por qué en un idioma se dice algo de cierto modo y en otro de otra manera? Los nombres de las plantas son completamente distintos. Lo que en alemán es Maiglöckchen (campanita de mayo, lirio de los valles en español) en rumano es kleine Träne (lagrimita). Yo pensaba: “¡Es increíble lo que ven en la planta, qué hermoso!”. O los objetos: uno es masculino y el otro femenino. O los cuerpos celestes: en alemán el sol es femenino y en rumano es masculino. La luna en rumano es femenina y en alemán es masculina. Supongo que esto es habitual en las lenguas románicas. Entonces toda la superstición cambia, los cuentos cambian, la relación es completamente distinta y por supuesto es importante saber si una rosa es masculina como en rumano o si es femenina. Si es una dama o un caballero. Yo siempre observaba este tipo de cosas y me sorprendía que las lenguas hubieran desarrollado puntos de vista tan distintos. Me parecía muy hermoso que cada lengua mirara con ojos distintos. Entonces quise hablar y aprender rumano de verdad. Aquella lengua me sabía bien. Tenía la impresión de que me la estaba comiendo. Quizás por eso la aprendí con rapidez.
-¿Y ahora el rumano está presente cuando escribes?
-El rumano siempre está presente cuando escribo. Al fin y al cabo mi socialización tuvo lugar en Rumania. No escribo en rumano porque me sentiría insegura pero he asimilado la lengua en mi cabeza. Probablemente sería distinto si no hubiera vivido en Rumania. Cuando uno se marcha a los 34 años ha vivido mucho tiempo en un país con un sentimiento vital determinado que afecta al lenguaje? Creo que las lenguas tienen mucho que ver con ese sentimiento.
-Y al igual que las plantas, algunas palabras también pueden estar al servicio del gobierno que abusa de ellas?
-Sí, en Rumania se decía que “el puré de maíz nunca explota”. Era un dicho rumano porque el puré de maíz es el plato nacional por excelencia. Y los rumanos también decían de sí mismos que eran muy pacientes y fácilmente corruptibles. Creo que en todos los países de alrededor había más disidencia, más resistencia organizada y más samizdat. En Rumania se decía que nosotros no podíamos hacer eso, que en nuestro caso la vigilancia era mucho peor, que el país era pequeño y que uno estaba muy expuesto. No se sabe. Siempre he pensado en esa magnífica lengua, en esa mezcla de ignorancia con brutalidad. Y es precisamente esa ignorancia la que hace que las personas se sometan con gran rapidez, se adapten y se comporten de forma brutal contra los otros para no ponerse en peligro. Pensaba continuamente en ello y habría deseado entenderlo pero no sé si alguna vez llegué a hacerlo. No son más que hipótesis. Uno siempre buscaba una explicación. Cuanto más pensaba en ello más confusos se volvían las personas y el entorno.
-Teniendo en cuenta lo que ocurrió en 1944 y 1945, en Rumania primero había un sistema y rápidamente cambió a otro. La capacidad de adaptación también se refleja ahí?
-En Rumania nunca se ha admitido nada. Cuando acababa una época terrible y catastrófica no se reconocía que había sido catastrófica y que en esa catástrofe habían participado determinadas personas o que éstas eran responsables. Eso ocurrió con Antonescu en la época fascista en la que Rumania se puso del lado de Hitler. En Rumania gobernaba un régimen idéntico: había leyes raciales, se llevaba a los judíos y a los gitanos a campos de exterminio y había guetos, pogromos y campos de concentración bajo el mando rumano y con personal rumano. Todo eso después se negó. En parte hoy todavía se niega. Después llegó la dictadura comunista y cuando terminó, de nuevo nadie era culpable. Nadie asumió la responsabilidad y no hubo un solo procesado. Aún no se sabe quién le disparó a quién, quién es responsable de las dos mil personas que fueron ejecutadas o cuántos fueron asesinados en la cárcel durante la dictadura. No hay estadísticas y nadie se molesta en indagar.
-Tampoco en la literatura?
-Hay algunos ensayos que tratan determinados temas pero no de forma generalizada. Para poder acceder a ese material hay que abrir los archivos, pero por todas partes hay gente que bloquea: quienes pertenecían al viejo sistema siguen ahí sentados, hoy vuelven a ser muy importantes, la mayoría tiene mejores puestos que los demás y todos se conocen y se protegen mutuamente. En aquella época era imposible hablar de la dictadura; el estalinismo llegó después del fascismo, no hubo tiempo para nada, todo venía impuesto desde arriba, pero creo que ahora podría y debería abordarse. Creo también que en Rumania no pasa nada justamente porque sobre ninguna de las dos dictaduras se ha hecho claridad y nadie quiere saber nada de nada.
-Nunca se han enfrentado a su propia historia.
-Las cosas se repiten. Ahora en Rumania el antisemitismo es muy fuerte. Hay un nacionalismo increíblemente agresivo. Se vuelve a exhibir lo nacional con las connotaciones más terribles y con tintes religiosos, como ya ocurrió durante el fascismo rumano. Las iglesias suelen desempeñar un papel nefasto, todo esto está repitiéndose hoy y es muy triste.
-¿Qué papel desempeñaba la Iglesia cuando vivías en el pueblo? ¿Cómo hacían cuando iban a confesarse?
-Éramos católicos. La mayoría de los alemanes y húngaros lo eran. Estaba el confesionario pero al cura no lo tomaban muy en serio. Los curas de los pueblos siempre estaban solos a causa del celibato. No podían tener familia, venían de otro lugar, eran forasteros, estaban solos y tenían una cocinera? La mayoría bebía, muchos eran alcohólicos y eso no contribuía a mejorar su reputación. Confesarse era siempre un dilema; uno enumeraba los pecados, pero después el cura preguntaba: “¿Cuántas veces?”. Qué sé yo cuántas veces? Lo peor eran los actos impuros: hacer, leer o mirar algo impuro. Yo me decía: “Vamos a ver, en el pueblo hay animales, gallinas, perros? Si veo a las gallinas teniendo relaciones sexuales, he presenciado un acto impuro”. De niños nos poníamos de acuerdo: “¿Qué vas a decir sobre los actos impuros?”. “Voy a decir veinte veces.” “Entonces yo diré veinticinco para no llamar la atención?”. Y luego uno se confesaba. Después de hacerlo pensaba: “Acabo de decir las mentiras más gordas. Y encima a un cura, que es el representante de Dios”. La peor mentira era la que se decía en la confesión porque no había otro remedio. Todo aquello suponía un conflicto. Si uno se toma la religión en serio, tiene problemas. Más adelante, en la ciudad, ya de adulta, pensaba: “Dios no está. Tengo tantísimo miedo, son tantas las vejaciones, tengo miedo de que me maten. ¿Y Él dónde está? Que se quede donde esté. Ya no lo necesito. Yo me ayudaré a mí misma, que Él haga lo que quiera y yo también”. Así quedó resuelto el problema. Siempre he pensado que la religión es algo totalitario.
-Sí, esa sensación de estar vigilado?
-Dios está en todas partes. Y Él me ve. Ve todo lo que hago. Cuando pelaba papas solía pensar: “¿Estaré cortándolas bien? ¿Le gustará?”. O cuando tenía que hacer alguna tarea, fregar el suelo o limpiar la casa porque mi madre no estaba, me habría gustado hacerlo rápidamente y por encima porque ella no iba a ponerse a revisar cada rincón. Pero después pensaba: “No me queda más remedio, Dios está viéndome”. Y luego: “Aunque no sé cómo lo va a manifestar”. Así que primero tenía miedo de que Él se enfadara y me pasara algo o de que se lo insinuara a mi madre. Quién sabe, a lo mejor los adultos tenían algo con Él que yo no comprendía.
LA NACION