10 May Involuntario héroe y seductor
Por Juan Manuel Strassburger
El hombre capaz de salvar al mundo de los peores terroristas y, en el mismo acto, conseguir una cita con la chica de sus sueños cumple hoy sesenta años. Y, curiosamente, no hay nostalgia. Que se entienda: a ningún mortal le gusta que sus héroes de acción envejezcan (tampoco que los comediantes se vuelvan amargos o que los sex-symbols se arruguen como pasas de uvas) pero con el protagonista de Duro de Matar (y Luz de Luna y 12 Monos y Sexto sentido y Cita a ciegas y paramos acá porque podemos estar hasta mañana), la melancolía no se activa de manera automática.
“¿En serio Bruce Willis cumple 60? ¡Pero qué bien que llega!”, es el comentario recurrente apenas se toma nota de la efeméride y se constata que, efectivamente, el hombre de las mil magulladuras y ninguna trastada en el placard llega más que bien a su edad. Y que no sólo mantiene la misma pelada (aún cuando tenía pelo, nos lo imaginábamos pelado), la misma media sonrisa gardeliana (pícara y sobradora, nunca soberbia o pesada) y obviamente el mismo perfil bocón (ese mentón cuadrado de laburante sin afeitar) que lo caracterizan desde que tenemos memoria, sino también aquella simpatía ¿innata? que hace que se le desee el bien en prácticamente cualquier asunto que emprenda (y más allá de su eventual calidad).
“Siempre tuve confianza en mí mismo. Antes de ser famoso, eso me trajo algunos problemas. Y después… también”, suele bromear cuando se le hace notar su aura de alta autoestima que no genera rechazo en quienes lo rodean sino más bien lo contrario. “Soy feliz todos los días”, resuelve sencillo. Y, al menos por ahora, le funciona: más allá de alguna cuestión muy de consumo interno (su republicanismo en tiempos del primer Bush, por nombrar alguna) no se le conocen grandes polémicas ni mucho menos peleas públicas o escándalos que opaquen su carrera.
Sin embargo, y ahondando un poco más en su vida, no siempre la tuvo fácil. Nacido en Idar-Oberstein, Alemania, por ser el lugar de servicio de su padre soldado, el pequeño Bruce tuvo que hacer frente a un infancia austera y de escasos recursos en un asentamiento fabril de Nueva Jersey, donde se instaló su familia una vez terminados los servicios militares de su papá. Y las cosas no fueron fáciles durante el secundario. “Casi no podía hablar. Me tomaba tres minutos completar una sola oración. Era algo abrumador para alguien que quería expresarse ante los demás y que quería ser escuchado pero que simplemente no podía. Era espantoso”, relató en una biografía no autorizada publicada en 1997.
La solución para Willis fue convertirse primero en el bromista del curso (“Compensaba mi balbuceo haciendo todo el tiempo jodas a los demás”, cuenta en el mismo libro); y segundo, por sugerencia de un profesor que terminaría cambiándole la vida, anotarse en un taller de teatro. “Fue casi milagroso: empecé a notar que cuando asumía el rol de un personaje no tartamudeaba. Sobre las tablas me era fácil expresarme. Y hasta encontrar una identidad”, reveló para The Biography Channel. Y obviamente el joven Willis apuntó para ese lado. Aunque, como suele pasar, el éxito y la fama no llegaron enseguida. Al punto de que a la par de varios intentos fallidos de meterse “en el ambiente” (bolos, papeles menores, audiciones interminables) se mantuvo como sereno, mozo, mesero o detective “de poca monta”. Y tanta insistencia tuvo su premio: aprovechando un viaje a Los Angeles para un posible papel en Buscando desesperadamente a Susan (que no obtuvo), se postuló para una nueva serie sobre una pareja de detectives que valoró su experiencia previa como investigador privado por sobre otros tres mil candidatos.
La serie era, claro, Luz de Luna (1985-1989) y no sólo fue su ingreso directo a la popularidad mundial sino también la inauguración de “un contrato de lectura” que se mantendría hasta hoy: el de saber encarnar al típico personaje que todos los tipos quieren tener de amigos a la vez que todas las mujeres desean llevar a la cama. El “amigo de los pibes” que termina conquistando por gracioso caradura y no tanto por automático galán. Rasgos a los que Bruce Willis le sumaba cierta jactancia de “hombre común” que conoce los códigos de la calle y sabe aplicarlos en una situación extraordinaria. O sea: Duro de Matar (y casi todas sus películas más exitosas).
“Después de la primera Duro de Matar me dije: nunca más voy a ser otra. Después dije lo mismo con la segunda. Y con la tercera. Así que ya no lo digo más. Pero sigo convencido de que el género de acción está en decadencia”, reconoció alguna vez, consciente del hartazgo que podría haber producido el planteo recurrente de un hombre salvando el mundo pese a tener todas en contra (y no sólo los villanos sino también la negligencia estatal y hasta su propia mujer, que termina cansándose de sus épicas jornadas de trabajo y se divorcia).
La fórmula, sin embargo y al menos para el caso de John McClane, nunca se agotó. Y eso es porque Bruce Willis, en tiempos de los anabolizados Sylvester Stallone y Arnold Schwarzenegger (figuras entrañables, pero evidentemente inalcanzables), supo representar en la pantalla grande un heroísmo mucho más accesible y “real”, más allá de que lo logrado al final fuese tan o más increíble que las proezas de Rambo o Terminator. “Lo último que quiere McClane es ser un héroe, pero no tiene otra opción”, decía, no por nada, el primer trailer de la saga. Y casi la misma “disculpa” se repetiría en los films posteriores. La del tipo que no deja de meterse en situaciones peligrosas, “pero porque no hay otro que lo haga”. La postura sardónica y descreída de las bondades del sistema (aunque también ética, en cuanto a oponerse a los villanos) hizo el resto.
Duro de matar (1988) multiplicó aún más su fama y cimentó el paso para que Bruce Willis no sólo se hiciera un nombre fuerte en las películas de acción de los 90 (El último Boy Scout, El gran halcón) sino también, aprovechando su pasado en Luz de Luna, darse el lugar para también tallar en las comedias como Mirá quién habla o La hoguera de las vanidades de tono más oscuro. “Todos los días trabajo en no tomarme la fama demasiado en serio. Afortunadamente tengo un muy buen grupo de amigos que me lo recuerda constantemente”, decía por aquellas épocas en las que también se dio el gusto de lucirse en Pulp Fiction, la obra maestra de Quintin Tarantino premiada en Cannes.
¿Qué faltaba? La ciencia ficción, claro. Y desde la conspiranoica 12 Monos y hasta la apocalíptica Armagedón (otra vez salvando el mundo a la vez que enterneciendo a todos con el llanto de su infartante hija encarnada por Liv Tyler) Bruce Willis también pisó fuerte en ese rubro, igual que en el del thriller con la clásica Sexto Sentido. “No podés cambiar el pasado, pero sí podés no repetirlo”, aclaró más de una vez, haciendo explícitos sus deseos de no hacer siempre la misma clase de papeles. No siempre lo logró. Pero el hecho de que se haya conocido en los últimos días que después de tantos años estará pisando por primera vez los escenarios de Broadway con una adaptación de Misery, la famosa novela de Stephen King, indica que no tirará la toalla ni dejará de intentarlo. Si supiera, John McClane estaría orgulloso.
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