En el nombre del padre

En el nombre del padre

Por Violeta Gorodischer
Aquel 2 de diciembre de 1993 Colombia despertó convulsionada. En las casas se prendieron los televisores y las radios; no se hablaba de otra cosa en el mercado, ni en la calle, ni en la escuela: habían encontrado a Pablo Escobar.
Recluido en un barrio de clase media de Medellín desde hacía meses, el “Rey de la Coca” cometió el peor error de su vida: un llamado a su hijo Juan Pablo al hotel de las Fuerzas Armadas donde se encontraba refugiado junto a su madre y su hermana por orden estatal. Desesperado, solo y preso de la nostalgia, el narcotraficante habló más tiempo del que hubiera querido, ignoró las claves cifradas del hijo (“tranquila, abuelita, no se preocupe, no llame más”), olvidó por esa fracción de segundo que lo perseguían la CIA, la DEA y el ejército colombiano y fue, finalmente, rastreado.
La imagen circuló a la velocidad de la luz. Los periodistas sacaban fotos, enviaban cables, hacían llamadas. Tirado y cubierto de sangre, el cuerpo de Escobar se había vuelto un asunto de Estado. Del otro lado de la ciudad, sentado sobre la cama y mirando el teléfono, su hijo Juan Pablo ignoraba lo que acababa de suceder. Minutos de espera muda hasta que una periodista lo contactó para darle la noticia. Entonces el chico, dieciséis años, grandote, el mismo brillo de Escobar en la mirada, juró venganza por radio, ante un país entero: “Yo mismo los voy a matar”. Un déjà vu que toda Colombia escuchó aterrorizada. Pero apenas unos minutos después, el adolescente llamó de nuevo para decir que se arrepentía, que no iba a vengar la muerte de su padre, “no voy a vengarla”, repetía, que lo único que le preocupaba era hacer algo para que reinara la paz en su país. “Casi me creo el cuento de que yo tenía que responder por mi papá”, me confesó en un bar de Palermo, allá por 2010, cuando se estrenó Pecados de mi padre, un documental del director Nicolás Entel que reflejaba esa suerte de proceso expiatorio basado en conseguir el perdón de los hijos de los políticos asesinados por Escobar.
Juan Pablo había cambiado por ese entonces su nombre al de Sebastián Marroquín y encarnaba la metáfora de la culpa de manera literal: nunca vi a alguien cargar con el peso como él, con la postura semiencorvada, con la voz tan baja y la mirada siempre esquiva. Abandonar su país, cambiar de identidad, transformarse en otro sin dejar de ser él mismo, instalarse en Buenos Aires y evitar hablar del pasado. Todo eso había tenido que hacer para poder seguir con su vida y ahora lo contaba tomando el café de a sorbos, mirando de reojo a la gente y admitiendo que había ido al estreno del documental asustado, “confiando en la protección de Dios”.
No volví a saber nada de él hasta hace unos días, cuando llegó a mis manos el libro Pablo Escobar, mi padre (Planeta) y su figura circuló otra vez en radios, programas de tele y entrevistas gráficas con un semblante distinto en la cara y otra pose, otra actitud. El libro es una biografía que retoma los tópicos de aquella charla: la ambivalencia de sentimientos hacia un hombre que fue el asesino más sanguinario de Colombia puertas afuera, pero un padre amoroso dentro del hogar. “No me pueden culpar por haberlo amado”, decía entonces el hijo, y lo vuelve a decir ahora, en la introducción del texto, sin obviar por eso los crímenes, los negociados y la imperiosa necesidad de justicia.
La foto de solapa lo muestra tal como lo recordaba, pero su firma volvió a modificarse: en un giro circular de esta historia Sebastián es, nuevamente, Juan Pablo Escobar. ¿Oportunismo? ¿Signo de época? Hay en esta reivindicación del nombre paterno un gesto de afirmación: si hace cuatro años el hijo ocultaba la identidad por miedo, hoy la exhibe como trofeo, justo cuando el líder del cartel de Medellín se reinventa como ícono de la cultura popular. Del éxito de la telenovela El patrón del mal a la expectativa generada por Paradise Lost, la película de Andrea di Stefano en la que Benicio del Toro interpreta al narcotraficante, la pátina pop que recubre su figura cambió las reglas del juego y de ahí la decisión del hijo, que muta de acuerdo con las circunstancias. Su libro, dicho sea de paso, ya figura entre los más vendidos del país. “Vivo un proceso de reinvención constante”, me había dicho Sebastián. La metamorfosis, sugiere hoy Juan Pablo, sigue vigente. Y la sombra del padre, también.
LA NACION