Cómo compartir el mundo con los fanáticos detrás del terror global

Cómo compartir el mundo con los fanáticos detrás del terror global

Por Martin Wolf
Cómo hemos de entender los acontecimientos de la semana pasada en París? ¿Por qué hay personas dispuestas a matar y morir por sus creencias? ¿Cómo deben responder las democracias liberales? Muchas personas deben hacerse estas mismas preguntas. Un hombre extraordinario, Eric Hoffer, intentó encontrar respuestas en un libro publicado en 1951: “El verdadero creyente: Pensamientos sobre la naturaleza de los movimientos de masas”. Las ideas en su libro, desarrolladas en respuesta al nazismo y el comunismo, son hoy en día sorprendentemente relevantes.
Hoffer nació a finales del siglo 20 y murió en 1983. Trabajó en restaurantes, de inmigrante peón, como buscador de oro y, durante 25 años, como estibador en San Francisco. Autodidacta, podía expresar la esencia fundamental de un tema por medio de frases brillantes y límpidas. “El verdadero creyente” es uno de mis libros favoritos. Es una vez más una guía inestimable.
¿Quiénes son, entonces, los verdaderos creyentes? Said y Cherif Kouachi y Amedy Coulibaly, los responsables de los ataques terroristas de la semana pasada en París, eran verdaderos creyentes. También lo son las personas activas en al-Qaeda, los talibanes, el Estado Islámico de Irak y el Levante (ISIS) o Boko Haram. Así lo fueron, otrora, los nazis y comunistas empedernidos. Los verdaderos creyentes, argumenta Hoffer, no se caracterizan por el contenido de su fe, sino por la naturaleza de sus pretensiones. Sus creencias afirman una certeza absoluta y exigen una lealtad absoluta. Los verdaderos creyentes aceptan esas afirmaciones y acogen esas demandas. Ellos están dispuestos a matar y morir por su causa, porque su éxito en el mundo es más importante para ellos que sus vidas o de hecho las vidas de otros. Por lo tanto, el verdadero creyente es un fanático.
El fanático es un personaje familiar en la historia. El fanatismo nace del temperamento, no de ideas. El temperamento fanático puede expresarse de muchas maneras diferentes. La época de Hoffer era una época de religiones seculares. La realidad mató a las religiones que prometían la salvación en la tierra, pero no puede matar a las religiones que prometen eternidad. Estas últimas son ahora, una vez más, las creencias más poderosas, aunque el nacionalismo bien puede estar a su altura.
De hecho, la religión y el nacionalismo se han reforzado mutuamente con frecuencia: el nacionalismo, después de todo, afirma a menudo que Dios está “de nuestro lado”. Por lo tanto, Hoffer afirma que “en los tiempos modernos el nacionalismo es la fuente más abundante y duradera del entusiasmo de las masas y que el fervor nacionalista debe aprovecharse si los drásticos cambios proyectados e iniciados por el entusiasmo revolucionario deben ser consumados”.
Una de las importantes deducciones de Hoffer es que no es la pobreza la que convierte a alguien en un verdadero creyente; es la frustración. Es el sentimiento de que uno merece algo mucho mejor. No es de extrañarse que algunos de los que participan en actos de terrorismo son criminales de poca monta. Hoffer afirma “que los frustrados son quienes predominan entre los primeros seguidores de todos los movimientos de masas y que por lo general se adhieren por su propia voluntad”. Entre sus características figura el hecho de que ellos pueden sentir que no encajan en sus sociedades, como probablemente lo es con algunos hijos de minorías inmigrantes. Su apego a la cultura de origen de su familia y su identificación con la cultura del país de destino de su familia son probablemente frágiles.
Entonces, ¿qué ofrece la creencia? En esencia, ofrece una respuesta: les dice a sus seguidores qué pensar, qué sentir y qué hacer. Proporciona una comunidad global en la cual vivir. Ofrece una razón para vivir, matar y morir. Sustituye el vacío con plenitud, y la falta de rumbo con un propósito. Ofrece una causa. Esto es a veces noble y a veces maligno, pero es una causa, y eso es lo que importa. “Todos los movimientos de masas generan en sus adherentes la . . . proclividad a la unidad de acción”, señala Hoffer. “Todos ellos, independientemente de la doctrina que predican . . . crean el fanatismo, el entusiasmo, la ferviente esperanza, el odio y la intolerancia”. Todos exigen una “fe ciega y la lealtad total”.
El comunismo se ha desvanecido. Igualmente, en muchas partes, el secularismo. La religión ha ocupado sus lugares. La bancarrota moral e intelectual de los gobernantes seculares – particularmente los déspotas seculares corruptos – ha animado este avivamiento. Pero las democracias seculares occidentales también son vulnerables a los ataques de los verdaderos creyentes en el islamismo militante. Las guerras pueden controlarlos, pero la violencia no puede eliminarlos, tal y como lo ha aprendido Occidente en Irak y Afganistán. El enemigo no es el “terrorismo”, sino lo es la idea de la que el terrorismo es el fruto. El disuadir a la gente dispuesta a morir es una tarea difícil. Matar ideas es difícil; matar ideas religiosas es casi imposible. Si estas ideas fueran a desaparecer, sería porque existen otras ideas más atractivas. Posiblemente, las ideas más extremas pueden perecer de agotamiento. Pero esto puede llevar mucho tiempo. Recordemos que las ideas de Lutero lanzaron 130 años de guerras religiosas en Europa. Es un precedente inquietante.
¿Qué debemos hacer? No tengo experiencia en esta área, pero al menos me interesa. Es el interés de un ciudadano de una democracia liberal que desea mantenerse así. Mis respuestas son las siguientes.
En primer lugar, aceptar que éste es un proceso de contención a largo plazo.
En segundo lugar, reconocer que el corazón de la lucha se encuentra en otro lugar. Occidente puede ayudar. Pero no puede ganar esas guerras.
En tercer lugar, ofrecer la idea viva de disfrutar de plena igualdad como ciudadano, como una alternativa a la yihad violenta.
En cuarto lugar, apreciar y responder a las frustraciones que muchos sienten ahora.
En quinto lugar, aceptar la necesidad de medidas para garantizar la seguridad. Pero debemos recordar que la seguridad absoluta no puede lograrse jamás.
Por último, tenemos que mantenernos fieles a nuestras creencias, ya que sin ellas no tenemos nada que ofrecer en esta lucha. No debemos abandonar el Estado de Derecho ni la prohibición de la tortura, porque en caso contrario, habremos perdido esta guerra de ideales e ideas.
Los verdaderos creyentes, una vez más, quieren hacernos daño. Pero sus amenazas no se comparan con las que sobrevivieron las democracias liberales en el siglo XX. Debemos reconocer los peligros, pero no reaccionar de forma exagerada. Al final, esto también será eventualmente cosa del pasado.
EL CRONISTA

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