Eduardo Sacheri: “El arte es un intento de equilibrar el mundo”

Eduardo Sacheri: “El arte es un intento de equilibrar el mundo”

Por Natalia Blanc
Escritor, guionista de cine y licenciado en Historia, Eduardo Sacheri es autor de cuentos y novelas. La más conocida, La pregunta de sus ojos, fue llevada al cine por Juan José Campanella con el título El secreto de sus ojos. El film, con guión del autor y el director, ganó el Oscar a la mejor película extranjera en 2010. Junto con Campanella, Sacheri escribió el guión de Metegol, exitosa película de animación que tendrá una segunda parte. En 2013, se editó La vida que pensamos, una antología de relatos sobre fútbol que incluye textos inéditos. Su libro más reciente es Ser feliz era esto. El 8 de enero se estrena en el cine Papeles en el viento, de Juan Taratuto, adaptación de su novela homónima publicada en 2011
Sus personajes son hombres de barrio, cuarentones, amantes del fútbol, como él, y de las cosas sencillas de la vida. Después del éxito de El secreto de sus ojos y de Metegol, películas de Juan José Campanella en las que participó como guionista, Eduardo Sacheri sigue viviendo en Castelar, su lugar en el mundo. A los 46 años, trabaja también como profesor de Historia en dos colegios secundarios de la zona oeste. Decidió continuar con la docencia porque estar al frente de una clase lo obliga a conectarse emocionalmente con los demás (sus alumnos, en este caso) y lo salva de caer en el temido aislamiento del escritor.
Elijo los temas de mis libros a partir de una necesidad vinculada con preguntas sobre mi propia vida. Por eso me puse a escribir y por eso lo sigo haciendo. Aunque me sorprenda y me guste que eso rebote en las preguntas que se hacen los lectores, la necesidad inicial siempre es tratar de entender un poco más el mundo. Creo que el arte en cualquiera de sus formas es un intento de equilibrar el mundo, de mejorarlo y alejarlo de ese costado trágico que en el fondo tiene. Eso mismo es lo que busco como lector. Para mí, escribir es una continuación del acto de leer y la escritura está siempre subordinada a la lectura. Si me obligaran a dejar de hacer algo, dejaría de escribir, nunca de leer.
La historia de Papeles en el viento tiene mucho que ver con mi vida. Interrogarme sobre la muerte, sobre los vínculos, las herencias y los legados en nuestros hijos son preocupaciones permanentes. La escribí entre 2009 y 2010, cuando se estrenó El secreto de sus ojos y mi exposición pública se modificó mucho. Yo sentía que mi vida, en la superficie al menos, cambiaba muy rápido y deseaba tirar un ancla. Por eso no es casual que los protagonistas de Papeles sean cuarentones y vivan en Castelar; que uno sea profesor como yo. Ese libro tuvo como función íntima anclar mi vida en mi propio mundo porque no me interesaba que se siguiera alejando. Estaba bien que mi historia fuera hacia ese lugar, pero no tenía ganas de ir yo con mi historia.
La literatura germina bien en la zona de la pérdida, de la frustración. No me interesa hacer una literatura de los exitosos. No me sale leerla ni escribirla. Nuestras vidas tienen mucho más de fracasos que de efímeros triunfos. La literatura sirve para mirar más de cerca nuestras vidas; ver qué hay de bueno en ellas para tratar de descansar en esos lugares de plenitud.
El proceso de mis libros comienza con una imagen emocionalmente fuerte. En Ser feliz era esto, mi última novela, el disparador fue un adolescente que está en la playa con un gran temor a lo que le va a decir su padre. Ése es casi el final, pero fue lo primero que apareció. A partir de esa imagen, construyo un pasado. Luego pienso en cómo lo cuento. Me da mucho trabajo lograr que algo que sea significativo para mí resulte significativo para los demás. Ahí está la clave de narrar una historia. Creo que se puede hacer literatura sin contar una historia, pero no me interesa. En eso soy clásico, casi anticuado. Me gusta que los libros tengan un juego en lo formal, ciertos caminos de búsqueda en el lenguaje. Pero quiero que me cuenten algo, y eso mismo me propongo cuando escribo.
Escribir guiones te obliga a renunciar a jugar con las palabras porque un guión tiene que ser muy descarnado; es una guía. Hay que contar acciones, limitarse a organizar una trama y hacer diálogos verosímiles y útiles. No es fácil. La literatura te da el recurso de la palabra y con eso podés hacer lo que quieras. Me siento más cómodo escribiendo cuentos y novelas porque me gusta el juego con la palabra. El gran desafío que se presenta cuando llegás al cine desde la literatura es aceptar el trabajo con otros, vencer la barrera de trabajo solitario. Metegol tuvo una dificultad extra: el público principal era infantil. Es muy complicado trabajar una historia en capas de significado para distintas edades. Yo, en general, escribo para adultos. Me leen adolescentes, pero esos no son lectores que yo busco, sino que vienen hacia el libro.
Estamos hablando con Juan Campanella sobre la segunda parte de Metegol. Pero es un proyecto parado por el momento. También me propuso escribir el guión de su próximo largo. Me gusta la idea de trabajar en los dos mundos, como hice con la adaptación de Papeles en el viento, de Juan Taratuto. Prefiero participar cuando se trata de una novela mía para no encontrarme después con una película que sea diferente en aspectos que para mí son demasiado profundos. Ver a los personajes en la pantalla es muy raro. Me gusta, pero me genera curiosidad qué va a pasar después. Es un misterio. Como espectador, me gusta salir del cine y que me quede rebotando la película. A lo mejor es muy ambicioso, pero ése es el objetivo.
Trabajo en otra novela, pero estoy en una etapa embrionaria, de fracasos. Hago cuadritos, como cuando estudiaba en la facultad, con flechas y conceptos. Un bosquejo de ideas y personajes relacionados. Son meses de mucha frustración. Cuando escribo me enfrento a tres grandes obstáculos: el primero es armar los eslabones de la trama; después, encontrar el narrador, y el último, conocer a los personajes, que, de entrada, son parecidos a mí, hablan como yo. Una vez que supero los tres escollos llega la parte más disfrutable de la escritura y el libro fluye hacia el final.
No leía libros sobre fútbol antes de escribir mis primeros cuentos. De Soriano había leído sus novelas y de Fontanarrosa me gustaba su humor gráfico. Mis influencias son más generales, no es la literatura futbolera. Sin duda, Soriano ha sido una influencia, pero también lo fue Cortázar; sus cuentos fueron y siguen siendo fundamentales para mí. Cortázar me demostró que se podía escribir sobre lo cotidiano, que era materia literaria. Eso me cautivó. Es el autor que más me ha marcado como lector.
Soy profesor de Historia y sigo dando clases dos veces por semana. Es como el mejor de los mundos, porque ya no tengo, como hasta hace cinco años, sesenta horas de clase. Hoy trato de tener lo más parecido a una jornada laboral. No pisarla con mis tiempos familiares. Me importa mucho más ser un buen padre que un buen escritor. Probablemente, no sea un buen escritor ni aunque le dedique veinte horas por día. Por lo menos, intento ser un buen padre.
LA NACION