La vida en espera

La vida en espera

Por Carolina Amoroso
La fila para tomar el colectivo o cargar combustible, la del supermercado, los trámites en el banco, el tráfico, un turno médico, el check-in en el aeropuerto… Todos estos y muchísimos otros fragmentos de nuestra cotidianidad son tiempos de espera.
Aunque son sufridas en pequeñas dosis, estas demoras que se repiten a lo largo del día, de las semanas y los meses suman entre dos y cuatro años de la vida laboral de los habitantes de las grandes ciudades de América latina. Así lo revela un estudio encabezado por Roberto Igarza, doctor en Comunicación Social, investigador en nuevas formas de consumos culturales y autor del libro Burbujas de ocio.
Según el estudio, que indaga en el uso que los sufridos habitantes de las megalópolis contemporáneas les dan a esos “tiempos muertos”, la población que tiene entre 18 y 65 años consume de 6 a 11% de su tiempo de vigilia en pausas y esperas.
Cuánto varían estos tiempos de demora entre una persona y otra depende de la situación socioeconómica individual, la edad, el tamaño de la ciudad y la distancia que hay entre su casa y el lugar de trabajo.
Ahora bien, ¿en qué se va el tiempo de espera? Según observa Igarza, hay cinco grandes grupos de situaciones, aunque principalmente lo insumen los servicios públicos. “El servicio público, gestionado por un privado o por el Estado, en este momento, es el principal determinante de estos tiempos «basura»”, asegura Igarza.
Específicamente, los desplazamientos (es decir, el nomadismo) llegan a representar tres de cada cuatro minutos de espera, aunque en muchos casos, el tiempo que insume en transporte en sí no conforma un “tiempo basura”, ya que la persona puede no percibirlo así si puede, por ejemplo, acceder a un dispositivo móvil que le permita comunicarse, o entretenerse o trabajar.
“Lo que ya no existe son las fronteras que separan los espacios-tiempo que dividen el ocio de lo productivo y la comunicación interpersonal -agrega-. Esos tres espacios que antes tenían una caracterización propia que los diferenciaba, hoy ya no la tienen. Entonces, los tiempos de desplazamientos permiten que cualquiera de esos espacios-tiempo se inserten dentro del desplazamiento.”
Otro gran concentrador de esperas es el sistema de salud, altamente complejizado, que suele aparecer recurrentemente en relatos de pacientes como una de las instancias más angustiantes o molestas dentro de las demoras recurrentes.
En las gestiones ante el Estado aparece otro foco de esperas, ya sea cuando se realiza una denuncia, un trámite en un registro civil o cualquier otra gestión. También, con la aparición de las nuevas tecnologías surgen nuevas esperas que dan cuenta de la creciente mediatización de nuestras sociedades. Acciones como esperar respuestas en múltiples conversaciones de chat o abrir y chequear cuentas en las redes sociales también acumulan tiempos de espera. Además, están los tiempos de espera obligados, como el que toma cargar el celular (algo que, para los tiempos que corren, puede generar una enorme ansiedad).
Como una subcategoría dentro del universo de la vida on hold, aparecen los momentos “anecoicos”, que comprenden a las gestiones bancarias: la persona no tiene acceso a su teléfono y, por ende, pierde la opción de entretenerse o de comunicarse a través del dispositivo. “Estos tiempos se llaman anecoicos porque lo que vos hacés o producís no genera eco. Lo anecoico plantea esa ausencia de un emisor que está en contacto con los demás. En el caso del banco, te devuelve a un estadio anterior de la sociedad, a un estadio de vecindad y, por lo tanto, de diálogo analógico, porque no podés hacer nada más -observa Igarza-. Hay conversaciones que se dan porque a estas alturas estamos tan acostumbrados a comunicar todo el tiempo que nos volvemos más vecinales que antes. Ahora somos capaces de dialogar porque no soportamos una hora en silencio en el banco. Eso se debe a la pérdida de capacidad de contemplación. No somos capaces de contemplar sin compartir, no somos capaces de observar sin emitir.”

LA PSICOLOGÍA DE LA ESPERA
En los años cincuenta, en Nueva York, una suerte de experimento en la psicología de las esperas abrió los ojos de muchos ingenieros y especialistas en investigación operativa.
Ante las crecientes quejas de los usuarios por el tiempo que demoraban en llegar los ascensores, se colocaron espejos a los costados. ¿Qué sucedió? Las personas podían esperar hasta dos minutos sin quejarse por la demora, ya que “ganaban” tiempo arreglándose la corbata, peinándose o retocándose el maquillaje. El tiempo que demoraban los ascensores (es decir, la estadística de la espera) permaneció igual, pero las quejas cayeron prácticamente a cero.
Esta anécdota es una de las primeras que cuenta el doctor Richard Larson, profesor e investigador del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT, por su sigla en inglés), considerado uno de los máximos referentes mundiales en investigación operativa. Lo hace para explicar algunos de los axiomas más interesantes de su experticia: la teoría del queueing, que se ocupa de la física, la matemática y las interacciones humanas en las filas.
“Lo importante es sacar de la mente de las personas el hecho de que están en una fila. Si se puede entretenerlas, informarlas, distraerlas o hacer algo más durante ese tiempo, ya no sentirán que están perdiendo el tiempo, sino que lo están aprovechando -comenta Larson a LA NACION-. Los especialistas mundiales en esto son Disneyland y Disney World, los parques de diversiones. Las personas pueden esperar en una fila hasta una hora y no se enojan porque hacer la fila es entretenido: ya comienzan a ser parte de la atracción.”
Otro de los “trucos” utilizados es el de la demora sobreestimada: se anuncia que el tiempo de espera será, por ejemplo, de 90 minutos cuando, en realidad, la demora es de unos 60 minutos. De esta manera, los visitantes tienen la sensación de haber llegado “antes de tiempo”.
Esta estrategia sintetiza, según expresa Larson, una de las claves a la hora de operar sobre las percepciones de la espera: “Uno maneja expectativas de las personas a cierto nivel y debe ofrecer el servicio por encima de ese nivel”.
Otro aspecto interesante del estudio de las esperas es lo que sucede en diferentes países con los “colados” o line cutters. “Se puede decir mucho sobre la cultura de un país a partir de cuánto acepta o no los colados en las filas. Algunas investigaciones [realizadas en Estados Unidos] arrojaron que clientes de un restaurante de comidas rápidas preferían tener el doble del tiempo de demora si se les garantizaba que nadie podría colarse en las filas, que la mitad de la demora teniendo líneas paralelas y un sistema en el que no se garantizaba el principio de que el primero en ser atendido es el primero que llega”, observa Larson y señala que el ejemplo más riguroso de esto se observa en Inglaterra, mientras que en partes de Italia y en varios países de Asia colarse es mucho más habitual.
La era digital trajo consigo avances que permiten percibir de otra manera el paso del tiempo, pero que también pueden agudizar la ansiedad, al acostumbrar a los usuarios a la dinámica de la inmediatez.
“Estamos tan malcriados con la conectividad a Internet en nuestros smartphones y en nuestras computadoras que si queremos ir de shopping, no tenemos siquiera que salir de nuestras casas -dice Larson-. Podemos hacerlo desde la computadora y en 30 segundos. Quizá por eso, cuando nosotros experimentamos una demora a la vieja usanza, nuestra percepción es que es mucho más larga de lo que realmente es, porque hoy se pueden eliminar muchas otras demoras que existían antes.”

SER UN NÚMERO
Esperar puede traer consigo un caudal de angustia que, según observa el médico psicoanalista Andrés Rascovsky, ex presidente de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA), tiene su origen en cierta sensación de insignificancia que experimentamos en las esperas cotidianas.
“Es un tema de alta resolución individual, pero tiene que ver con el maltrato que la cultura nos impone y con la vivencia de insignificancia que nos genera la pérdida de nuestro tiempo tan valioso -señala-.
Cuando esto se une a heridas personales o a falta de logros, esta sensación de ser solamente un número en una serie y no ser tenido en cuenta adquiere una dimensión diferente. Quizás esta sea gran parte del problema de la vida moderna o posmoderna: la sensación de pérdida de subjetividad. Creo que es uno de los grandes problemas psicológicos del desarrollo de la cultura futura: el anonimato. Uno es un número en una serie”, señala Rascovsky.
Por otro lado, asegura que uno de los recursos para “salir” de esos momentos de angustia es con una elaboración subjetiva (por ejemplo, a través de la escritura) y utilizando esos momentos para la reflexión individual.

ESPERAR SIN DESESPERAR
Sin duda, no sólo las organizaciones privadas y públicas pueden diseñar sistemas para que los usuarios de un servicio perciban de manera distinta sus tiempos de espera. También, cada uno, puede realizar pequeños ejercicios para entretener la mente y controlar la ansiedad.
Estanislao Bachrach, doctor en biología molecular, propone “llevar el cerebro” al gimnasio. “Podés estar en la cola del supermercado y mandar un correo electrónico o un mensaje de texto con el celular, pero también podés ejercitar, por ejemplo, la atención. Eso es llevar al cerebro al gimnasio. ¿De qué manera? Poniéndose a contar todas las cosas rojas que hay en el supermercado, concentrando toda la atención en la temperatura del manubrio del changuito, llevando toda la atención a los dedos, tratando de cerrar los ojos y escuchar todas las voces que hay en el supermercado. Son ejercicios, pero lo que estás haciendo para la ciencia es algo así como levantar bíceps. Estás mejorando y estimulando tu concentración. Aunque parezca algo tonto, si hacés eso en tus tiempos de espera, a las dos o tres semanas notás cambios en tu vida”, asegura.
Lo importante, según aclara Bachrach, es que “quienes se animen a transformar esos tiempos de espera en algo útil y sano para el cerebro, empiecen con un solo tiempo de espera (por ejemplo: la fila del supermercado) y que no se exijan hacerlo en cada momento de espera del día o la semana porque se vuelve abrumador y frustrante. No hay tiempo muerto. Eso lo inventamos nosotros. Es una decisión. Lo que pasa es que hay que salir de la bronca que sentimos si la cajera del supermercado es lenta o el dentista se atrasó o el colectivo no llega, para poder hacer con ese tiempo otra cosa”.
LA NACION