17 Feb El regreso del detective más famoso
Fragmento del libro los crímenes del monograma de Sophie Hannah
“Vuelve Hércules Poirot”, anuncian en la sinopsis. Desde 1920, Agatha Christie escribió 33 novelas, dos obras de teatro y más de 50 historias breves con el personaje. Ahora lo retoma Hannah, en un relato con similares ribetes.
Capítulo 1
Jennie la fugitiva.
–Lo único que digo es que esa mujer no me gusta –susurró la camarera del pelo eléctrico. Fue un susurro en voz alta, fácilmente audible para el cliente solitario del café Pleasant, que se preguntó si «esa mujer» sería otra camarera o una clienta habitual del establecimiento, como él. ¿Acaso es obligatorio que me guste? Si tú tienes otra opinión, eres muy libre.
–A mí me pareció simpática –replicó la camarera bajita de cara redonda con menos convencimiento que un momento antes.
–Está así porque tiene el orgullo herido. En cuanto se recupere, volverá a destilar veneno por la lengua. Es el mundo al revés. He conocido a muchas como ella y no puedes confiar en ese tipo de gente.
–¿El mundo al revés? ¿Por qué lo dices? –quiso saber la camarera de cara redonda. Hércules Poirot, el único cliente del café, pasadas las siete y media de la tarde de un jueves de febrero, comprendió lo que quería decir la camarera del pelo eléctrico y sonrió para sus adentros. No era la primera vez que le oía una observación perspicaz.
–Si alguien está pasando una mala racha y te dice una impertinencia, se lo puedes perdonar. Yo también lo he hecho alguna vez y no me importa reconocerlo. Pero cuando estoy bien, quiero que todo el mundo esté igual de contento. Así es como debe ser. Sin embargo, los que son como ella te tratan peor cuanto mejor están. No te fíes de esa gente. «Bien vu–pensó Hércules Poirot–. De la vraie sagesse populaire.»
La puerta del café se abrió de repente y dio un golpe contra la pared. Bajo el dintel apareció una mujer envuelta en un abrigo marrón claro y tocada con un sombrero de un tono más oscuro. Era rubia. Poirot no pudo verle la cara, porque tenía la cabeza vuelta sobre un hombro, como si estuviera buscando a alguien que fuera detrás. Bastó que la puerta permaneciera abierta unos segundos para que el aire frío de la noche expulsara toda la calidez de la pequeña sala. En condiciones normales, Poirot se habría puesto furioso, pero se sentía intrigado por la recién llegada, que había irrumpido de manera tan ostentosa y no parecía preocupada por la mala impresión que pudiera causar.
Poirot apoyó la palma de la mano sobre la boca de la taza, con la esperanza de conservar caliente el café. Ese pequeño establecimiento de paredes arqueadas situado en Saint Gregory’s Alley, en una zona que distaba mucho de ser la más salubre de Londres, servía el mejor café de todos los que Poirot había probado en sus viajes por el mundo. En realidad, no acostumbraba beber café antes de la cena, ni tampoco después –de hecho, la sola idea lo habría horrorizado en circunstancias normales–, pero todos los jueves, cuando acudía al Pleasant a las siete y media en punto, hacía una excepción, y la anomalía semanal se había convertido en una pequeña tradición.
Otras tradiciones relacionadas con ese establecimiento en particular le resultaban menos agradables, como la de tener que colocar correctamente los cubiertos, la servilleta y el vaso de agua sobre la mesa cada vez que se sentaba. Era obvio que a las camareras les bastaba con ver los cubiertos sobre la mesa, aunque estuvieran dispuestos de cualquier modo. Pero Poirot no estaba de acuerdo con ellas y todas las veces, nada más llegar, se tomaba la molestia de poner en orden su mesa.
–Perdone, señorita, ¿le importaría cerrar la puerta, si piensa entrar? –le dijo Pelo Eléctrico a la mujer del sombrero y el abrigo marrones, que seguía aferrada al marco de la puerta, con la cara vuelta hacia la calle–. Y si no va a entrar, también. Los que estamos aquí dentro no queremos congelarnos.
La mujer entró y cerró la puerta, aunque no se disculpó por haberla mantenido tanto tiempo abierta. Su respiración entrecortada se oía desde la otra punta de la sala. Parecía como si no notara la presencia de los demás. Poirot la saludó con un discreto «Buenas tardes», y ella se volvió a medias hacia él, pero no le respondió. Tenía los ojos desorbitados y su estado de alarma era tan intenso que incluso un desconocido podía sentirlo como una fuerza física. Poirot ya no estaba tranquilo como cuando había llegado. Su apacible estado de ánimo se había esfumado. La mujer se acercó a toda prisa a la ventana para asomarse a mirar. «No verá lo que busca, sea lo que sea», pensó Poirot. Cuando se contempla la oscuridad de la noche desde un recinto bien iluminado, es imposible distinguir nada del exterior, sobre todo porque el cristal refleja la imagen de la sala donde uno se encuentra. Aun así, la mujer siguió mirando un buen rato por la ventana, aparentemente empeñada en vigilar la calle.
–¡Ah, pero si eres tú! –dijo Pelo Eléctrico con un toque de impaciencia en la voz–. ¿Qué pasa? ¿Ha ocurrido algo? La mujer del sombrero y el abrigo marrones se volvió.
–No, yo… –Las palabras le brotaron como un sollozo, pero enseguida logró controlarse–. No. ¿Puedo sentarme a la mesa del rincón? –añadió, indicando con un ademán la más alejada de la puerta.
–Puedes sentarte donde quieras excepto a la mesa del caballero. Todas están dispuestas para recibir a los clientes. –Al mencionar a Poirot, Pelo Eléctrico se acordó de él y le dijo–: Su cena está quedando muy bien. Poirot se alegró de que así fuera. La comida del Pleasant era casi tan buena como el café. De hecho, cuando se paraba a pensarlo, le resultaba difícil dar crédito a la realidad incuestionable de que todas las personas que trabajaban en esa cocina eran inglesas. Incroyable. Pelo Eléctrico se volvió hacia la afligida mujer.
–¿Estás segura de que no te ocurre nada, Jennie? Se diría que acabas de verle la cara al demonio.
–Estoy bien, gracias. Lo único que necesito es una taza de té caliente y muy cargado. Lo de siempre, por favor.
Jennie corrió a sentarse a la mesa del rincón más apartado, sin mirar a Poirot al pasar junto a él. El caballero giró apenas la silla, para poder observarla. Seguramente le ocurría algo, pero era evidente que no quería hablar de ello con las camareras del café.
Sin quitarse el abrigo ni el sombrero, la mujer se sentó de espaldas a la puerta de la calle; pero en cuanto se acomodó, se volvió una vez más para echar un vistazo por encima del hombro. Aprovechando la oportunidad de examinar su rostro con más detenimiento, Poirot dedujo que debía tener unos cuarenta años. Sus grandes ojos azules, fijos y muy abiertos, parecían estar contemplando un espectáculo estremecedor. «Se diría que acabas de verle la cara al demonio», había dicho Pelo Eléctrico. Sin embargo, hasta donde Poirot alcanzaba a ver, no había nada aterrador que se ofreciera a la vista de Jennie: solamente una sala cuadrada con mesas y sillas, un perchero para sombreros y abrigos en una esquina, y unos estantes combados, abrumados por el peso de numerosas teteras de diferentes colores, modelos y tamaños. Si algo había de pavoroso en la sala, eran esos estantes.
Poirot no podía comprender que nadie los cambiara por otros rectos, como tampoco entendía que alguien pudiera colocar un tenedor sobre una mesa cuadrada sin asegurarse de que quedara perfectamente alineado con el borde de la mesa. Sin embargo, no todo el mundo pensaba como Hércules Poirot, y ese era un hecho que él había aceptado tiempo atrás, tanto en sus aspectos ventajosos como en sus inconvenientes. Vuelta sobre sí misma en su asiento, la mujer –Jennie– contemplaba la puerta con ojos desorbitados, como si esperara que alguien irrumpiera en cualquier momento. Estaba temblando, quizá en parte de frío.
No –Poirot corrigió su primera impresión–, ni siquiera en parte de frío. El ambiente dentro del café volvía a ser agradablemente cálido, y puesto que Jennie seguía empeñada en vigilar la puerta, pero se había sentado en el lugar más apartado y de espaldas a la entrada, solo cabía una conclusión. Poirot recogió su taza de café y se dirigió hacia la mesa de la mujer. Tras observar que no lucía una alianza de matrimonio en el dedo anular, le dijo:
–¿Me permitirá que me siente un momento con usted, mademoiselle?
Le habría gustado arreglar los cubiertos, la servilleta y el vaso de agua tal como había hecho en su mesa, pero se contuvo.
–¿Perdón? Sí, supongo que sí.
El tono de la mujer revelaba una indiferencia absoluta. Lo único que acaparaba su atención era la puerta del café. La seguía contemplando ansiosamente, sin dejar de volverse en la silla.
–Con mucho gusto me presentaré. Soy… ejem…
Poirot se interrumpió. Si revelaba su identidad, Pelo Eléctrico y la otra camarera oirían su nombre y él dejaría de ser para ellas el «caballero extranjero», el policía retirado, llegado del continente. El nombre de Hércules Poirot obraba un efecto poderoso en algunas personas. A lo largo de las últimas semanas, desde que había entrado en un placentero estado de hibernación, Poirot había vuelto a experimentar, por primera vez en muchos años, la tranquilidad de no ser nadie. Sin embargo, era obvio que Jennie no estaba interesada en su nombre, ni en su presencia. De la esquina de uno de sus ojos había brotado una lágrima que empezaba a resbalarle por la mejilla.
–Mademoiselle Jennie –dijo Poirot, con la esperanza de atraer su atención si la llamaba por su nombre de pila–, yo fui policía. Ahora estoy retirado, pero antes, cuando trabajaba, vi a muchas personas en un estado de agitación similar al suyo. Y no estoy hablando de personas desdichadas, aun cuando abundan en todos los países. No; me refiero a personas que creían estar en peligro. Por fin había conseguido despertar su interés. Jennie lo miró con sus grandes ojos temerosos.
–¿Es usted… policía?
–Oui. Retirado hace muchos años, pero…
–Entonces ¿no puede hacer nada en Londres? ¿No puede…? Quiero decir…, ¿no tiene ningún poder? ¿No detiene delincuentes, ni nada de eso?
–Exacto. –Poirot le sonrió–. En Londres soy simplemente un señor mayor que disfruta de su jubilación.
La mujer llevaba casi diez segundos sin mirar la puerta.
–¿Tengo razón, mademoiselle? ¿Se siente usted en peligro? Cuando se vuelve para mirar por encima del hombro, ¿lo hace porque sospecha que la persona a quien teme la ha seguido hasta aquí y puede entrar por esa puerta en cualquier momento?
–¡Sí, lo reconozco! ¡Estoy en peligro! –Parecía ansiosa por decir algo más–. ¿Está usted seguro de que ya no es policía ni nada que se le parezca?
–Ni nada que se le parezca –la tranquilizó Poirot, pero como no quería darle a entender que carecía por completo de influencia en ese ámbito, añadió–: Aun así, si necesita ayuda de la policía, tengo un amigo detective en Scotland Yard. Es muy joven, no tiene más de treinta años, pero estoy convencido de que llegará lejos. Estará encantado de hablar con usted. Por mi parte, puedo ofrecerle… Poirot se interrumpió cuando se acercó la camarera de cara redonda con una taza de té. Tras servírsela a Jennie, se retiró a la cocina, donde también se había refugiado Pelo Eléctrico. Sabiendo lo mucho que disfrutaba la camarera comentando el comportamiento de los clientes habituales, Poirot supuso que para entonces habría iniciado un animado coloquio sobre el Caballero Extranjero y su inesperada visita a la mesa de Jennie. Poirot no tenía costumbre de hablar más de lo necesario con los otros clientes del Pleasant. Excepto en las ocasiones en que cenaba allí con su amigo Edward Catch pool –el detective de Scotland Yard con quien compartía temporalmente alojamiento en una casa de huéspedes–, solía sentarse solo, como correspondía al espíritu de su hibernación. Las camareras y sus chismorreos no le preocupaban, e incluso agradecía que se hubieran ausentado de manera tan conveniente. Esperaba que de ese modo Jennie le hablara con más franqueza.
–Estaré encantado de aconsejarla, mademoiselle –dijo.
–Es usted muy amable, pero nadie puede ayudarme.
–Jennie se enjugó los ojos–. ¡Ojalá fuera posible! ¡Nada me gustaría más que eso! Pero es demasiado tarde. Ya estoy muerta, ¿lo entiende?, o lo estaré muy pronto. No puedo esconderme eternamente. «Ya estoy muerta…» Sus palabras fueron como un viento frío que recorrió la sala.
–Así que ya ve; no hay posibilidad alguna de ayuda –prosiguió ella–. Y aunque la hubiera, yo tampoco la merecería. Sin embargo…, me siento un poco mejor con usted sentado a mi mesa. –Se había rodeado con los brazos, ya fuera para darse ánimo o en un vano intento por contener el temblor que la agitaba. No había bebido ni un sorbo de té–. Quédese, por favor. No ocurrirá nada mientras esté hablando con usted. Es un consuelo, al menos.
–Mademoiselle, esto es sumamente alarmante. Ahora usted está viva y debemos hacer lo necesario para que lo siga estando. Dígame, por favor…
–¡No! –La mujer abrió los ojos como platos y se echó atrás en la silla–. ¡No, usted no debe hacer nada! ¡Nadie debe hacer nada para impedirlo! Es imposible detenerlo. Es irremediable, inexorable. Cuando yo esté muerta, por fin se habrá hecho justicia. Se volvió de nuevo y miró la puerta por encima del hombro. Poirot frunció el ceño. Quizá Jennie se sintiera un poco mejor desde que él se había sentado a su mesa, pero él se encontraba mucho peor.
–¿La he entendido bien? ¿Insinúa que la está persiguiendo alguien que pretende asesinarla?
Jennie fijó en él sus ojos azules anegados en lágrimas.
–¿Contará como asesinato, si me doy por vencida y lo acepto? ¡Estoy tan cansada de huir, de esconderme, de vivir con miedo! Si tiene que pasar, quiero que acabe de una vez. Seguramente ocurrirá, porque es preciso. Es la única manera de arreglar las cosas. Es lo que merezco.
–Imposible –replicó Poirot–. Sin conocer los detalles de su situación, tengo que expresarle mi desacuerdo. El asesinato nunca puede ser la solución. Mi amigo el policía la ayudará. Debe usted permitir que la ayude.
–¡No! ¡No debe decirle ni una palabra de esto, ni a él ni a nadie! ¡Prométame que no dirá nada!
Hércules Poirot no tenía por costumbre hacer promesas que no pudiera cumplir.
–¿Qué puede haber hecho usted que requiera la muerte como castigo? ¿Ha matado a alguien?
–Si así fuera, no habría ninguna diferencia. El asesinato no es el único crimen imperdonable, ¿sabe? Imagino que usted nunca habrá hecho nada verdaderamente inexcusable.
–¿Y en cambio usted sí? ¿Cree que debe pagar su error con su vida? Non. Eso no está bien. Si acepta acompañarme a la casa de huéspedes donde me alojo… Está muy cerca de aquí. Mi amigo de Scotland Yard, el señor Catch pool…
–¡No!
Jennie se levantó bruscamente de la silla.
–Por favor, mademoiselle, siéntese.
–¡No! ¡Oh, he hablado demasiado! ¡Qué estúpida soy!
He accedido a hablar con usted únicamente porque me ha parecido amable y he pensado que no podía hacer nada. Si no me hubiera contado que estaba jubilado y que venía de otro país, no le habría dicho ni una sola palabra. Prométame una cosa. Si me encuentran muerta, pídale a su amigo el policía que no busque al asesino. –Cerró los ojos apretando los párpados y entrelazó con fuerza las manos–. ¡Por favor, no deje que nadie abra las bocas!
Este crimen no debe resolverse nunca. Prométame que se lo dirá a su amigo el policía y que insistirá hasta que él acepte. Si en algo aprecia la justicia, haga por favor lo que le pido.
Se dirigió precipitadamente hacia la puerta. Poirot se incorporó para seguirla, pero al observar la distancia que la mujer había recorrido en el tiempo que él tardó en despegarse de la silla, se dejó caer otra vez con un hondo suspiro. Era inútil. Jennie había desaparecido en la noche y él nunca lograría alcanzarla.
(…)
TIEMPO ARGENTINO