28 Jan Inéditos póstumos: cuando la muerte es un punto y seguido…
Por Matías Néspolo
Si hay algo que tiene límites incontestables, principio y fin, es la vida de un hombre. Pero lo que presenta cada vez límites más difusos, en la era de los grandes conglomerados editoriales y los lanzamientos globales, es la obra literaria de un simple mortal. Difícil determinar dónde comienza y dónde acaba el corpus de un autor, aunque lleve años viendo crecer las flores desde abajo, porque siempre pueden aparecer en baúles, cajones, gavetas o ignotos archivos todo tipo de textos inéditos: desde magistrales obras acabadas con esmero o curiosos textos primerizos de juventud de valor relativo, hasta novelas o relatos inconclusos, borradores, apuntes o notas al vuelo, dietarios y diarios íntimos y cartas, muchas cartas.
Así, la obra de muchos escritores continúa creciendo de manera póstuma, en algunos casos en tal magnitud y a ritmo tan desenfrenado que algún ingenuo lector podría llegar a creer que su autor de cabecera sigue escribiendo desde el más allá y su muerte no ha sido más que un punto y seguido. También es cierto, y hay que reconocerlo, que la edición póstuma ha dado lugar a cumbres de la literatura del siglo XX como Kafka o Pessoa. El primero, gracias a la traición de su amigo Max Brod, que desobedeció su última voluntad de quemar sus escritos. Y en el caso del luso, al hallazgo del célebre “baúl lleno de gente”, como decía Antonio Tabucchi, de sus heterónimos. El propio Tabucchi devino objeto de estos problemas: a principios de noviembre Anagrama publicará en castellano Para Isabel. Un mandala, primera novela póstuma del autor italiano muerto hace casi tres años. Igualmente relevante será la edición en 2015 de The Family Glass, colección de relatos de J.D. Salinger desconocidos hasta ahora.
Pero resulta difícil argumentar desde allí porque se trata de casos excepcionales. Y la avalancha de ediciones póstumas de los últimos tiempos plantea preguntas sobre la pertinencia o el valor intrínseco de cada texto, sobre la motivación (a veces económica) del rescate, o sobre los límites: ¿hasta qué último papel de un determinado autor es lícito publicar?
Al respecto, Carles Álvarez Garriga, editor y responsable de los cinco volúmenes póstumos de correspondencia, de los Papeles inesperados y del reciente Clases de literatura. Berkeley, 1980, de Julio Cortázar, recuerda la reveladora broma que le hizo, poco después de la muerte del escritor, Saúl Yurkiévich al editor Mario Muchnik, agobiado por la abundancia de inéditos en su piso de París: “No te preocupes porque tarde o temprano aparecerán las Facturas completas, de Cortázar”. Afortunadamente, de obra inédita del gran Cronopio “ya no queda nada que publicarse, salvo pequeñas cosas insignificantes que no dan para un libro”, dice Álvarez Garriga. “Y no hemos publicado sus facturas, porque no las tenemos”, remata con una carcajada.
Más que una exageración, la broma revela un criterio muy extendido en lo que hace a la edición póstuma de los grandes autores. Es el que defiende el poeta, crítico y académico de la RAE Pere Gimferrer, prologuista y responsable de la edición de los Poemas inéditos (Seix Barral), de Pablo Neruda, que llegarán en unos días a las librerías de América latina. Son más de veinte las piezas de temática amorosa, hasta ahora desconocidas, descubiertas por Darío Oses en la Biblioteca de la Fundación homónima en Santiago de Chile. “Soy partidario de postular la unidad de la obra: si creo en un autor, me interesa toda su obra por igual. Y Neruda no ha escrito ni un solo verso que no tenga valor”, zanja el académico. Menos aún este grupo de inéditos “escritos por un Neruda maduro, a partir de los años 50, que podrían pertenecer a Odas elementales, alguno parecido a «La Barcarola», y otro claramente inconcluso, pero que no desechó por algún motivo”, explica. “Sus razones tendría para no incluir estos poemas en sus libros, pero hoy sería una gran pérdida no publicarlos”, añade Gimferrer, recordando con malicia que “todo Góngora es póstumo” y “La grande, de Saer, está inacabada y nadie ha puesto en duda la legitimidad de publicarla”.
Un tanto más discutible parece el caso del otro Nobel, José Saramago. Después de la recuperación de la extraviada novela de juventud Claraboya (2012) y del póstumo Último cuaderno (2011), Alfaguara publica ahora Alabardas, “el embrión” de la última novela que escribía el portugués al morir en 2010. Apenas un puñado de páginas -sólo tres primeros capítulos-, más algunas notas de trabajo, convertidas en libro con el añadido de ilustraciones de Günter Grass y textos de Fernando Gómez Aguilera y Roberto Saviano sobre el tema de su incipiente trama: la industria bélica. “Es casi un libro colectivo y, por supuesto, no es comparable a sus grandes obras”, reconoce la editora Pilar Reyes. Sin embargo, justifica la decisión como una forma de “dar a conocer el último libro en el que estaba trabajando para mostrar la otra cara del Saramago intelectual, sus inquietudes cívicas, y completar su figura”. Según Reyes, la idea de convertir ese germen de novela en libro fue largamente conversada con Pilar del Río, la traductora, viuda y heredera del portugués, y no oculta que la intención de fondo era “volver a convertir a Saramago en un acontecimiento no sólo literario, sino civil”.
Así las cosas, la sospecha sobre una motivación económica de la publicación se impone. Sin embargo, Reyes la relativiza: “No es un libro con el que nadie se vaya a hacer millonario”. Al parecer los móviles son más sutiles. “La ansiedad de novedades del mercado editorial es voraz. Cuesta mucho mantener vivo el fondo de catálogo de los autores en activo y más aún de los ausentes. Una de las variantes es presentar como novedad algo que ya existía y la otra, algo que no está”, se sincera. “El olvido es terrorífico y ésta es una buena excusa para volver a hablar de Saramago.” Y como de pasada, Reyes reconoce cierta benevolencia con los escritos póstumos de los grandes nombres: “Uno es más laxo a la hora de valorar la envergadura del inédito”.
Una confesión que no deja bien parado a autores como Roberto Bolaño, cuya obra póstuma ya va camino a superar en volumen -y puede que incluso en calidad, si se sopesa la monumental 2666- a la publicada en vida. Y las posibilidades de que siga creciendo son muchas porque el llamado “Archivo Bolaño” -que dio pie a una exposición- contiene cuatro novelas primerizas y 26 cuentos inéditos, sin contar los poemas y los textos diversos que el grafómano chileno dejó desperdigados en 84 libretas y casi 40.000 folios, entre originales en papel y electrónicos.
En todo caso, su viuda, Carolina López, asegura que no hay ninguna publicación póstuma prevista. Pero resulta fácil dudar de su afirmación, teniendo en cuenta que el agente que representa la obra del chileno es el temible y célebre “Chacal”, Andrew Wylie. Lo cierto es que la decisión última de qué se publica y qué no del archivo corre por cuenta de los herederos, es decir, de López y sus dos hijos. Y se toma, según López, bajo los siguientes criterios: “Respetar escrupulosamente el texto; contextualizar la obra; trabajar con textos que el autor dio por finalizados; hacer un riguroso estudio del archivo y la documentación vinculada, y contrastar la decisión con especialistas, estudiosos y el editor”.
Ese rigor no libra a López del dilema de sacar a la luz textos que probablemente Bolaño no hubiera publicado. “Es importante resaltar -ataja- que Roberto, confiado en que era la mejor decisión, dejó la gestión de su obra a su mujer y a sus hijos. Yo no me planteo ese dilema, que sólo me plantearía si no cumpliera su voluntad expresa.”
No lo ve tan claro el caso Bolaño y pone algunos reparos el crítico Ignacio Echevarría, quien fue el editor de los póstumos 2666, Entre paréntesis y El secreto del mal. “Todo es susceptible de ser publicado y sus lectores tenemos derecho a conocerlo todo, pero la polémica está en cómo se lo presenta”, señala. “Bolaño vivió lo suficiente como para publicar El Tercer Reich, y desistió de hacerlo. Hay que jerarquizar y dejar muy clara su pertinencia como novela no autorizada”, argumenta. Otro tanto opina de Los sinsabores del verdadero policía, a la que considera “material de primera, pero una novela abandonada. Una vía muerta que quedó absorbida en 2666 y en Los detectives salvajes”.
Echevarría asegura no tener “nada que denunciar, porque no se ha hecho nada condenable”, pero que le hubiera editado ambos libros “con otros criterios”. Y abriendo más el foco, destaca que “lo más grave de los póstumos es la manipulación de la voluntad del autor”, como sucedió con cierta edición italiana de El gatopardo con el añadido de dos capítulos desechados por Lampedusa, además de “la manipulación en la presentación de materiales que a veces no valen mucho o que son papeles privados que ensucian la figura de un autor”, añade recordando el caso de los Apuntes ingleses, de Elias Canetti. “Muchas veces esto es un gran negocio, pero no podemos vender gato por liebre. Todo depende de la honestidad de los herederos y del editor”, remata.
LA INTIMIDAD PROTEGIDA
Paradójicamente, quien no cree que todo sea publicable, con honesta presentación y jerarquización del texto o sin ella, es el citado editor de Cortázar Álvarez Garriga, asesor de la primera mujer del escritor y depositaria de sus derechos Aurora Bernárdez. “Yo si fuera heredero de Bioy Casares, no hubiera autorizado la publicación de Borges, porque no se gana mucho con ese retrato de dos tipos tan racistas, misóginos e incluso misántropos”, dispara. “Igual que Descanso de caminantes me da una pobre impresión de un escritor al que admiro, al que pareciera que lo único que le interesa de Londres es que le hagan el bistec a punto.” “Cuando se trata de cosas íntimas o textos que cambian la percepción de un autor, si él no dio el permiso explícito, creo que no hay que publicarlos”, reflexiona. Un riesgo que asegura no haber corrido en las más de 3000 páginas del epistolario cortazariano, porque “era un tipo tan genuino que no presentaba contradicciones entre lo que hablaba en público y en privado”.
Sin embargo, el reclamo que hace la gran amiga del Cronopio y musa involuntaria de sus “Poemas para Cris”, la escritora Cristina Peri Rossi, revela un celo excesivo del editor y la heredera en la custodia del Cortázar privado. “No me autorizaron reproducir de sus cartas más que un número reducido de palabras”, se queja la autora del reciente Julio Cortázar y Cris. Y un oportuno recuerdo de Peri Rossi se vuelve elocuente: “Poco antes de su muerte, Julio me dijo que tenía muy poca cosa para publicar, como una novelita de adolescencia, quizá fuera El examen, pero no quería hacerlo”. Lo sorprendente es que ese “muy poca cosa” se convirtió en una veintena de volúmenes póstumos.
De allí que Álvarez Garrida aún recuerde la maliciosa advertencia que le hiciera un coleccionista: “Hay que ir con cuidado, porque de tanto ordeñar a la vaca te vas a quedar con la ubre en la mano”. Pero en todo caso, para el editor la expansión póstuma de Cortázar no responde únicamente a una simple motivación económica, “porque sólo con los derechos de Rayuela los herederos ya podrían vivir”.
Como sea, la vieja amiga del escritor se resiste. “Se le hace un flaco favor a un autor publicando lo que él no estaba dispuesto y que no agrega nada a su obra”, dice Peri Rossi. Cosa que sucede cuando el escritor no toma sus recaudos y “deja todo en manos del albacea, porque la obra queda sujeta al criterio económico de las editoriales”, añade. Es una línea de reflexión que complica aún más el asunto y ya da para un nuevo capítulo de la historia. “Me sorprende la incapacidad que tienen los escritores para dejar ordenado su legado, tanto patrimonial como literario”, apunta el agente Guillermo Schavelzon. “A lo que se suma la dificultad de algunas legislaciones, como la argentina en la que no existe la figura del albacea, porque consideran al heredero del derecho intelectual de una obra como propietario del texto”, añade. Cosa que deja la puerta abierta a supresiones de texto, como se rumorea habría ocurrido con algunas dedicatorias de Borges a María Esther Vázquez hoy ausentes.
Y en ese nuevo capítulo, probablemente, tendría mucho que decir Daniel Martino, curador de las ediciones póstumas de Bioy Casares y propietario de sus archivos, tanto para recoger el guante de las críticas lanzadas por Álvarez Garriga, como para arrojar algo de luz sobre el largo culebrón de los derechos póstumos del autor de La invención de Morel, que pasaron de su hijo ilegítimo Fabián Bioy Ayerza a la que fuera su amante, Josefina Demaría. Culebrón que tal vez aclarara por qué los diarios completos de Bioy o las supuestas cinco novelas acabadas e inéditas que atesora ese archivo no salen a la luz. Pero ese revelador capítulo aún quedará por escribirse, porque a pesar de la insistencia de este cronista, Martino se ha negado a hacer declaraciones. Y mientras tanto los que siguen escribiendo son los grandes autores desde el más allá y su obra póstuma continúa creciendo.
LA NACION