26 Jan Singularity University: un centro de innovación para salvar al mundo
Por Fernando Massa
Pascal Finette, profesor a cargo del laboratorio de Emprendimientos de Singularity University, apoya sobre la mesa del hotel, donde conversa con LA NACION, una llave de esas que sirven para ajustar o aflojar tuercas. Es de plástico, negra, muy liviana y entra en la palma de la mano. “Éste es el primer objeto hecho por el hombre en el espacio”, dice. Esa herramienta fue creada gracias a Made in Space, el proyecto surgido de esa universidad que, a él como profesor, más le “voló la cabeza”. Ese proyecto instaló por primera vez en una estación internacional espacial una impresora 3D diseñada para trabajar en gravedad cero. Ahora ya no dependen de la Tierra para resolver una eventual emergencia y se ahorran decenas de millones de dólares.
De color blanco, la llave exhibe las iniciales de la Singularity University, universidad no tradicional que nació hace seis años en el campus de la NASA, en pleno Silicon Valley, con el objetivo de empoderar a su comunidad de estudiantes con tecnologías exponenciales para resolver los grandes problemas de la humanidad. Y a fuerza de proyectos que se hacen realidad en sus laboratorios se ganó el calificativo de mayor faro de innovación y creatividad del mundo. Por allí ya pasaron 17 argentinos.
Si Finette o Nicholas Haan, director de Grandes Desafíos Globales y líder de Proyectos de Singularity, tienen que citar otros proyectos con impacto global que nacieron ahí, nombran a Matternet, empresa que utiliza drones para entregar suministros médicos a personas que quedaron aisladas tras un desastre, como un tsunami. O Modern Meadow, que cultiva carne in vitro y podría ayudar a resolver la falta de alimentos. O Miraculous, un proyecto que desarrolló un método para la detección temprana del cáncer sobre la base de una única gota de sangre.
Todos estos proyectos surgieron de la comunidad de estudiantes con el objetivo de buscar una solución a alguno de los ocho grandes desafíos de la humanidad: medio ambiente, alimentos, energía, seguridad, pobreza, educación, salud global y espacio. Ése es el espíritu de Singularity, una universidad que no entrega títulos ni tampoco los exige para estudiar allí: se ocupa de brindar a los alumnos las últimas tecnologías en los campos de la inteligencia artificial, biología sintética, computación, networking, nanotecnología o robótica, para que las startups que crean o para que las ideas que incuban se hagan realidad y tengan impacto global.
Además de Finette y Haan, llegaron a Buenos Aires para dar distintas charlas en encuentros como Innovatiba o Fiis otros dos profesores de Singularity: Rob Nail, socio fundador y actual CEO de la universidad, y Ramez Naam, del equipo de educadores en Energía, Medio Ambiente e Innovación. En Singularity, ya hubo casi 4000 estudiantes, entre ellos, 17 argentinos, como Santiago Bilinkis, Pablo Larguía o Leonardo Valente.
Para ser parte del programa ejecutivo se necesita, básicamente, poder pagarlo. Pero para el programa insignia de la universidad, que transcurre durante los veranos del hemisferio norte y del que participan 80 personas de todo el mundo, no se trata de dinero. “Buscamos personas que idealmente sean una combinación de tecnólogos con espíritu emprendedor y una escandalosa pasión por resolver los desafíos de la humanidad. Si vemos eso, encontraremos la financiación para ellos”, dice Haan.
¿Cuál consideran hoy el reto más urgente? Haan muestra diversas posiciones al respecto: The Smalley Institute pensó en resolver el desafío que hiciera más fácil resolver los demás. Por eso se inclinaron por la energía. El Copenhagen Consensus hizo un análisis de costo-beneficio: si tenés recursos limitados, cuál te permite tener el mejor retorno. La respuesta fue terminar con el hambre y la desnutrición. ¿Y Haan? “Si hablamos de innovadores locales, deben estar motivados por desafíos que les interesen y tener pasión por ese cambio. Por eso, cuanto menos conectado con el problema esté el innovador, menos apasionado estará”, dice.
Finette advierte entonces que cuando estás atrapado en la “máquina” y estás cómodo, es cuando tu espíritu emprendedor no se despierta. Que la cultura emprendedora no es sólo un signo de esta época, sino que es algo que llevamos en nuestros genes. Y para que esa energía creativa se pueda explotar al máximo, afirma que es necesario divertirse con lo que uno hace. Lo grafica con una historia que le contó su amigo Tom Chi, diseñador de Google Glass: “Cuando llegás a casa, y todo lo que querés hacer es prender la televisión, dejá tu trabajo. Si llegás a casa y te sentís bien, pensá en dejar tu trabajo. Si llegás a casa y aun cansado y agotado estás esperando despertarte en la mañana, o no podés esperar a que pase la noche, ahí estás en la posición correcta”. Cinco días después de que le dijo eso, Tom renunció a Google.
Pero si siempre se dijo que las nuevas generaciones vendrían a cambiar el mundo, y eso aún no sucedió, ¿por qué creer que la generación Y va a poder hacerlo de una vez por todas? “Porque las tecnologías se democratizan cada vez más, son más accesibles físicamente y económicamente, porque la gente se conecta más y todo se acelera cada año. Hay más conciencia global de los desafíos y los problemas. Esa promesa de generaciones anteriores es más cierta que nunca -coinciden ambos-. Pero mejor que lo hagan rápido. Nuestros problemas son enormes y si no ponemos las prioridades en resolver estos desafíos más que en hacer plata estamos jugando un juego muy riesgoso.” Aseguran que veremos esa revolución. Y que sus protagonistas serán emprendedores con empatía y responsabilidad global.
LA NACION