Los poemas que Neruda no publicó

Los poemas que Neruda no publicó

Por Ivonne Bordelois
Esta inesperada aparición de poemas inéditos de Pablo Neruda nos ofrece, entre destellos indudables, una serie de interrogantes acerca del destino póstumo de textos no publicados, editados o autorizados por un célebre autor.
Nos advierte en la introducción Darío Oses que estos poemas -“irrefutables” según el prólogo de Pere Gimferrer- “escaparon” a la atención de Matilde Urrutia, viuda y editora del poeta, y se encontraban dispersos entre carpetas y cuadernos, programas de conciertos o menús de restaurantes, al azar de la mano de un escritor tan prolífico como desordenado, que no precisaba, por cierto, proporcionar más pruebas de su enorme talento que las que ya había presentado en su cuantiosa obra. Poeta inagotable porque permite innumerables lecturas, advierte Oses; poeta fotografiado en su taller íntimo, barriendo, olvidando y descartando esquirlas entre perlas indiscutibles, dirán muchos lectores -y acaso ésta sea la perspectiva más acertada-. De hecho, Gimferrer señala la redacción interrumpida o inconclusa de ciertos poemas.
Quizá pudieran hilvanarse, a lo largo de esta breve lectura (no hay más de veintiún poemas, algunos reproducidos como facsímiles, escalonados en un período que va desde los años cincuenta hasta 1973) un itinerario que iluminara los titubeos, la impaciencia o la fatiga de un escritor que se sabe permanentemente habitado por una inspiración oceánica y por lo tanto, en muchas ocasiones, puede darse el lujo de dejar a un lado bosquejos, relámpagos, grandes escenas poéticas inconclusas. Acaso el más dramático de los ejemplos en este sentido es el extenso poema 4, que Gimferrer considera el más valioso de la colección, y que comienza con una suerte de invocación erótica para luego ir decayendo y descarrilando en un escenario grandioso pero incoherente, como si el poeta se fuera alejando de su propia voz hasta perder todo poder de convicción.
De todos modos, allí podemos redescubrir, con placer y alegría, al Neruda enamorado (“Mi amor, mi escondida, mi dura paloma, mi ramo de/ noches, mi estrella de arena”), al gran maestro de un joven poeta (“no te metas/ a presumir de trapecista entre las frases altas” ?”llegar a ser radiante/ sin olvidar tu condición/ de olvidado/ de negro”), al refrescante visionario cósmico (“La primavera cruza las montañas/ con su traje de viento” o “Día de primavera/ largo día de Chile/ largo lagarto verde/ recostado?”). Pero acaso aún más interesantes sean aquellos escorzos donde avistamos a un Neruda a la vez más personal y más histórico, donde se inclina a considerar, por ejemplo, las críticas que recibe por su aparente vanidad, o bien proyecta su inquietud y avidez de porvenir en hermosas imágenes planetarias acerca de los astronautas -la tierra vista desde el espacio como un coleóptero azulado y violento-. Y también cuando despliega su punzante humor autocrítico al retratarse como adicto al teléfono, nombrándose a sí mismo “telefante sagrado”, en un poema incluido en el proyecto de un libro que se llamaría “Defectos escogidos”, nunca llevado a cabo.
El volver a Neruda, con todo, resulta edificante en el sentido fuerte de la palabra, porque Neruda está a contramano de todo lo que se adora en la literatura de este momento: la astucia, el gancho, el cálculo, el plagio disfrazado de intertextualidad, la liviandad, la violencia, la explotación oportunista de los temas del día, desde la pobreza a la droga pasando por el hambre o la homosexualidad. La actualidad dudará de la falta de ambivalencia en la palabra de Neruda, encontrará que su “yo” es demasiado ingenuo y detonante y no suficientemente trabajado por las dudas de la identidad. En efecto, Neruda es terriblemente no posmoderno, y en ese sentido desentona con la mayor parte de la más celebrada literatura contemporánea, donde la obra debe ser irónica y fragmentaria, donde la intensidad es sospechosa y la pasión se ve sometida de manera constante al ridículo o al psicoanálisis.
Pero Neruda es al español lo que Whitman es al inglés y Victor Hugo al francés: no son poetas sino más bien grandes horizontes tempestuosos que nos muestran adónde puede llegar el idioma visto como un mar, un océano invencible. Son los grandes testigos del poder del lenguaje y en ese sentido nadie los puede aventajar ni remplazar: están allí y siempre seguirán estando como cordilleras inamovibles. Se diría que el español, el francés, el inglés han existido y existen porque hay un designio llamado Neruda, Hugo o Whitman predestinado en estas lenguas y ellas nacen, caminan y crecen hasta el momento en que uno de estos genios se levanta y las cumple totalmente, por así decirlo.
Breve y recortada, esta edición convocará, ante todo, a bibliófilos y académicos, a investigadores de crítica genética y a expertos en Neruda. Y al lector cotidiano ha de depararle, en varios momentos, el reencuentro con una de las voces más añorables de la poesía latinoamericana.
EL CRONISTA