25 Jan Boedo resiste en una librería de barrio
Por Diana Fernández Irusta
El hombre, apenas tocado por las canas, mira a través del vidrio, detiene un poco la marcha, saluda. Desde adentro, el librero responde, sonríe, y me dice como al pasar: “Fue mi profesor de Historia en el secundario”.
Habrá más saludos desde la vereda, clientes que entren a preguntar por un título en particular, y vecinos con mucho cómo andás y qué hay de nuevo, y vamos con los jirones de charla, sobrevuelo sobre las mesas de libros, puesta al día de las cosas del barrio y en el medio -o al final, o desde el principio mismo-, en sus múltiples variantes, el infaltable: ¿qué tal este autor? ¿Me lo recomendás?
Es sábado por la mañana y El gato escaldado marcha a pleno. Hace ocho años que la librería abrió sus puertas, a metros de Independencia y Boedo. Una apuesta de quijotes: local exquisito, vidriera cuidada, buena música, cada tanto una charla o un breve recital. Y todos -todos- los libros: del best seller a la joya poco conocida, de la editorial consagrada a la publicación independiente, de los sofisticados álbumes para niños a las revistas barriales, los textos de historia, las colecciones de poesía; un despliegue generoso, profuso, impregnado de amor por lo que se ofrece en una época más bien esquiva con los dadivosos. En zona Sur. Por fuera -tan rotundamente afuera- del circuito de las grandes librerías, los polos comerciales, las veleidades de la ciudad consumidora. Justo cuando pocas especies se anuncian tan menguantes como la de los devoradores de libros.
Pero ellos -Celia y Marcelo, los hacedores del milagro- aseguran que no se imaginan en otro lugar que no sea éste. Que se sienten obreros de lo suyo. Que no fue ni será fácil. Pero que les encanta “ese algo de pueblito” que tiene vivir en Boedo.
Me agarran con la guardia baja. Hace rato que tengo más reproches que lazos con el barrio. Me atormenta comprobar -día a día, a pura fatiga de vereda- que será verdad que el Sur está en la mira del progreso, pero no siempre esa mira coincide con las urgencias de la vida cotidiana. Y vislumbro una arteria dual, Bulnes-Boedo, que cambia mucho más que de nombre cuando avenida Rivadavia la corta en dos. Basta caminar de noche por Bulnes a la altura de Santa Fe, descender y palpar cómo se van apagando las luces, disminuyen los negocios abiertos, y la sensación de paseo muta a la de precavido estado de alerta al cruzar el puente sobre nivel, cerca de Rivadavia, a metros de que Bulnes deje de serlo para convertirse en Boedo.
Pero no puedo seguir con la letanía de que la ciudad por momentos me parece fracturada, y que barrios populares y de los otros hubo siempre, pero ciertas hostilidades son nuevas. Y que andá por estos días a aventurarte a ciertas horas por ciertas esquinas.
No puedo ni comenzar a articular mis quejas, porque Marcelo pone una caja ante los ojos enormes de mi hijo y de ella asoman las aventuras de Astérix el galo: tapa dura, varios tomos, la vieja magia de la historieta sin edad. Pero, a los costos de hoy, irremediablemente cara. “¿Algo así tendrá salida en el barrio?”, me pregunto. “Las compramos, y nos arriesgamos”, contesta, como adivinando, el librero. A contramano de lo que el cálculo económico podría haber indicado. Y -la sonrisa es plena; realmente disfruta lo que hace- a contramano de mi malhumor citadino.
Entonces cuenta que no le interesan “los barrios densamente poblados”. Que le gusta esto de ir construyéndose un público. Y mucho más cruzarse con sus clientes en la calle, en el supermercado, de paseo dominguero. La certeza de pertenecer a una comunidad. “Somos la librería del barrio”, apunta su mujer con el orgullo de quien está exactamente donde quiere, y a conciencia.
Ella fue quien, cuando hubo que juntar firmas para que hubiera una plaza en la zona, me alcanzó el petitorio donde estampé la mía. Poco tiempo después, a esa plaza -finalmente conseguida- ambas llevaríamos a nuestros hijos. La literatura y el changuito de las compras. El trajín de cada día y ese minuto mágico en que, desde una vidriera de barrio, un libro como Adelfa Arco iris, de Erri de Luca, te mira y te hace un guiño.
Por eso, para más de uno, El gato escaldado es algo así como un santo y seña. Ese que dice que para epopeyas, los héroes. Y para vivir, las personas que aman lo suyo. Y velas a todos los dioses y ruegos para que la librería siga allí, por mucho tiempo, con sus estilizados muñecos de trapo -gatos, por supuesto- suspendidos sobre los libros como amuletos sabios.
LA NACION