Cuentos de Navidad: la esperanza de lo maravilloso

Cuentos de Navidad: la esperanza de lo maravilloso

Por Marcela Ayora
Hay Navidad porque hubo nacimiento. La llegada de Jesús universalizó el relato del tiempo y los almanaques volvieron a foja cero. A la hora de contar historias, esa escena fundante instaló un lugar de revisión en un amplio abanico de sentidos; de la llegada del Hijo deseado en un contexto de extrema humildad al dolor de entregarlo -a los otros- como una ofrenda de amor.
La Navidad en la literatura revisa algunas de esas características, que abarcan la potencia de lo que nace -en el sentido de lo que es nuevo- hasta el despojamiento completo. Anidan entonces la mixtura de emociones que las publicidades jamás se perdieron de trabajar y explotar, pero que la literatura revisó y captó desde los rincones propios de la narración y que responden, también, a la naturaleza de origen de aquel nacimiento: amor y dolor. Instaladas en un tiempo cercano al cierre del año, las historias toman la política del balance como condimento para el contar. Las hay esperanzadoras, pero están también las de vacíos, huecos que dejaron los que ya no están o todas aquellas cosas que ya nunca más volverán a existir.
Por los días en que se termina el año, pareciera estar en el aire el deseo de que algo maravilloso suceda. Ahí está el olor al milagro, tan cerca de lo doméstico como el del pan dulce horneándose de madrugada en las panaderías. En el aire condimentado de aromas, más de una cabeza encendida espera que algo nuevo ocurra. Desear es, de alguna manera, recuperar al candor de la infancia. La adultez, como pérdida de la inocencia, va a buscar, quizás, en los cuentos de Navidad algo de la niñez.
La escritora Ana María Shua es autora de cuentos para niños y adultos, recopiladora de historias de las distintas tradiciones y culturas. Recibió este año varios reconocimientos por su obra. El Premio Konex de Platino en la categoría Cuento y el Premio Nacional. “El cuento de Navidad -dice Shua- es de lo más triste y desesperanzador de la Tierra. Las Fiestas son maravillosas para los chicos, pero angustiosas para los adultos. Marcan el paso del tiempo. Nos traen el fin del mundo y siempre hay una pequeña duda en cuanto a su posibilidad de renovación. Tienen un aspecto doloroso. Son los momentos en que se marcan los asientos vacíos. Los grandes autores que han escrito cuentos de Navidad saben eso, lo tienen muy consciente y aparece en los cuentos.”

CLÁSICOS
Muchas de las historias de Navidad se desarrollan en la infancia. El protagonista es un niño o el narrador adulto que vuelve a una escena de la niñez. “La fosforerita”, de Hans-Christian Andersen es, quizás, el más triste de todos. Una niña pobre vende fósforos en una noche fría de invierno, tiene que volver a su casa con el dinero de lo que vendió. Desabrigada, con hambre, la niña se arrincona debajo de un alero y se calienta a la luz de un fósforo. ¿Cuánto calor puede dar una llama mínima que dura segundos? En esos puntos mínimos de luz, la niña cree ver a su abuela muerta. “Abuelita -exclama-, llévame contigo. Sé que cuando se me acabe esta cerilla te desvanecerás como el fuego en la chimenea, como el rico pavo asado y como el magnífico árbol de Navidad.” La niña muere con la caja de fósforos en la mano. No había nada por lo que quedarse.
También de Andersen es “El abeto”: un árbol que crece y da lo mejor, pero termina como leña para el fuego. Hay otras historias de Navidad con territorio en la infancia: “El gigante egoísta”, de Oscar Wilde; “El cascanueces”, de E.T.A. Hoffmann.
En Cuento de Navidad, Charles Dickens trabajó en el protagonista, el señor Scrooge, a un hombre miserable que es visitado por tres fantasmas que se mueven en la línea del tiempo. El primero, el del pasado, lo lleva a su infancia. Empieza a comprender, pero no está listo, y entra el fantasma del presente. Tampoco alcanza y llega el temor máximo, el del futuro: se ve a sí mismo muerto. El cierre es esperanzador, Scrooge regresa a su vida, modificado, y cambia su final.
“Era uno de mis cuentos preferidos de infancia -dice Shua- y me daba mucho miedo, sobre todo el de las Navidades futuras. Hay una escena que siempre me intrigó. Al principio, Scrooge sube las escaleras para ir a su cuarto, son tan anchas que podría verse ahí el carro de un muerto, pero colocado de través, en las escaleras. Y eso es precisamente lo que Scrooge cree ver en ese momento.”
Truman Capote en Un recuerdo navideño recurrió a un niño, Buddy, que vive en una casa de campo y se presenta así: “Tengo siete años; ella, sesenta y pico. Somos primos, muy distantes y hemos vivido juntos”. Se acerca la Nochebuena y no tienen dinero. Pero los personajes se las ingenian para dar un regalo muy de ellos a gente que ni siquiera es familia o amigos: “Llega el tiempo de los pasteles de frutas”, dicen, y empiezan a armar la estrategia del centavo -juntan leña para otros, hacen visitas guiadas a su galpón- para comprar los ingredientes de los treinta pasteles. Pero además está el regalo que se hacen uno a otro: “una cometa”. Un barrilete. “En cuanto a mí, podría dejar el mundo con el día de hoy en los ojos”, dice ella. El narrador crece. Se va de la casa. Mantienen contacto gracias a las cartas. Pero todo aquello quedó atrás, en los días previos a aquella Nochebuena.
Los cuentos llevan a revisar lo que la Navidad trae, sentido de vida y muerte. Nada que no forme parte del vivir. Quizá sea oportuno, como las historias lo proponen, detener el tiempo para pensar. En esa línea es interesante lo que escribió el autor de uno de los cuentos, como prólogo a su libro. Para alguien que jugó con fantasmas de la Navidad, yendo y viniendo en el tiempo, resulta atinada su palabra convocándola para un final. “Con este fantasmal librito he procurado despertar el espíritu de una idea, sin que procurara en mis lectores malestar consigo mismos, con los otros, con estos días de fiesta, ni conmigo. Ojalá alegre sus hogares y nadie sienta deseos de verlo desaparecer. Su fiel amigo y servidor. Charles Dickens. Diciembre de 1843.”

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LA NACION