21 Dec Cicatrices de Paul Auster
Por Silvia Hopenhayn
El cuerpo parece ser la caja negra de nuestro destino. Si bien la esperanza de vida aumenta cada día, también crecen los síntomas y temores que llevamos adentro. La lozanía no es garantía de un buen reflejo (de allí el pavor de Dorian Gray). Quizá por eso, algunos escritores se han puesto a escuchar lo que les viene del cuerpo, sus pulsiones y registros más primarios. Así, confeccionan un libro de memorias acorde con nuestros tiempos de, paradójicamente, premura y longevidad.
Hay dos ejemplos actuales casi contrapuestos. El primero, ya comentado en este espacio, es la novela o autobiografía de ficción Diario de un cuerpo , del agudo e hilarante escritor francés Daniel Pennac. Allí, las transformaciones físicas marcan la agenda del relato: primeros tactos, tropiezos, fluidos, sabores, desvelos. Lo que se imprime en el cuerpo como posibilidad de escritura. El otro libro, recién publicado, es de Paul Auster, Diario de invierno . A diferencia del anterior, éste es más nostálgico, casi una retrospectiva de las marcas afectivas. Auster hace hincapié en las cicatrices. Las va contando al tiempo que recuerda el episodio del golpe. Hasta que llega a una cicatriz en la barbilla de origen desconocido. “Ningún relato acompaña esa cicatriz, no recuerdas que tu madre hablara nunca de ella y te parece extraño, esa marca permanente tallada en tu piel por una mano invisible: que tu cuerpo haya sido territorio de acontecimientos eliminados de tu memoria.”
La historia está contada en segunda persona, como si fuera necesario un desdoblamiento para verse a sí mismo viviendo. El narrador se dirige al personaje. O sea, es el narrador quien le habla al propio Paul Auster. Por eso hay frases que irrumpen como una interpelación: “Lo que te rodea, lo que siempre te ha rodeado: el exterior, es decir, la atmósfera, o más concretamente tu cuerpo y el aire alrededor. Las plantas de los pies contra el piso, pero el resto de tu cuerpo en contacto con el aire. Ahí es donde comienza la historia, en tu cuerpo, en donde todo terminará también”.
A las cicatrices les sigue el recuento de “los sitios que has considerado tu hogar”. Pasa revista a los veintitrés domicilios en los que vivió alguna vez, con el nombre de la calle, número y, por supuesto, la experiencia acontecida. El más divertido es aquel donde su mujer, la bella escritora Siri Hustvedt, hizo de secretaria de actas del consorcio y redactó singulares informes sobre los problemas del edificio o demandas de los vecinos, que aparecen transcriptas.
El Diario no es cronológico, y esto lo hace más vital, con puentes inventados entre una edad y otra: se puede estar en los 50 años y a la página siguiente, en los 5 años de Paul Auster. Sabemos que es un diario escrito a los 64, que incluye el debe y el haber de los besos y abrazos.
A la suavidad de la prosa de Auster se suma la excelente traducción de Juan Forn. Una verdadera sorpresa editorial: además de la traducción española de Anagrama, contamos, ¡por suerte!, con esta versión argentina.
LA NACION