26 Dec Raymond Aron, el legado de la moderación
Por Rogelio Alaniz
Los que alguna vez se ufanaron al declamar que era preferible equivocarse con Jean Paul Sartre que tener razón con Raymond Aron no llegaron a sospechar que sin proponérselo le estaban rindiendo un íntimo homenaje a su detestable enemigo. El propio Aron, en sus Memorias, menciona el episodio con una sonrisa que seguramente hubiera merecido la aprobación de Voltaire. En efecto, concederle a Aron los atributos de la razón, nada más y nada menos que en Francia, era obsequiarle un inesperado reconocimiento, aunque más no sea por la vía de la ironía.
¿Prosaico? Exactamente, prosaico. El hombre que se regocijaba con la lectura de Proust postuló en tiempos de desmesuras que en política era preferible el realismo de la prosa que las exaltaciones de la poesía. Quienes hoy lo admiten a regañadientes observan que su pensamiento perdió actualidad. No comparto. Como Weber o como Maquiavelo, el pensamiento de Aron reúne las condiciones de un clásico, es decir, sus preguntas y algunas de sus respuestas son contemporáneas.
El hombre que impugnó con frases tersas y pulidas todos los fanatismos de su tiempo seguramente tiene algo que decirle a un mundo donde los mesianismos religiosos amenazan a las sociedades abiertas. El político de la moderación, el defensor de las libertades, el teórico de las sociedades industriales y el nuevo orden internacional deja pistas interesantes acerca de los dilemas que agobian al siglo XXI.
Volver a Aron sería un excelente ejercicio intelectual para políticos e intelectuales argentinos. No es un retorno al pasado, mucho menos un homenaje a la nostalgia. Significa, en primer lugar, pensar la política en tiempo presente. Significa admitir la responsabilidad de todo acto político y su trabada complejidad. Significa pulverizar los lugares comunes o aquello que él definió como los “conceptos históricamente saturados”. Significa, por último, devolverle honorabilidad al acto político, en tanto no hay política que merezca ese nombre sin un compromiso con la libertad y con la ambición siempre insatisfecha de cambiar lo dado.
Conservador por temperamento, liberal por reflexión, la política para Aron indaga sobre las incógnitas del poder y estudia las relaciones de fuerzas, sosteniendo un delicado equilibrio entre el escepticismo y la esperanza. Es, por lo tanto, el estudio de todas las particularidades concretas de cada caso concreto. “Sólo me intereso por los matices”, escribió alguna vez Henry James.
Sus desencuentros con la izquierda no provinieron del prejuicio o el interés de clase, sino de la reflexión y el estudio. Sus polémicas con Sartre y Althusser giraban alrededor del reproche a quienes invocando el marxismo ignoraban sus hipótesis fundamentales, que él se había ocupado de estudiar y refutar: la teoría de la plusvalía, la teoría de la revolución, la teoría del proletariado como agente histórico.
Su rechazo a lo que calificaría como el opio de los intelectuales fue tan intenso como el rechazo al nazifascismo, experiencia que pudo observar cuando vivió en Berlín en el momento en que el huevo de la serpiente ya había dado luz a su retoño preferido.
En sus no tan apacibles años de la vejez, Aron, luego de reconocerle a Sartre los atributos de una formidable inteligencia -inteligencia que siempre admiró y nunca dejó de criticar-, le reprochará tanto despliegue de talento para justificar una de las versiones más detestables del totalitarismo.
Aron siempre recordará una experiencia que consideró decisiva para su aprendizaje político. Ocurrió en 1932. Agobiaba con sus críticas al ministro de Obras Públicas, Joseph Paganon, cuando éste, luego de escuchar con infinita paciencia sus pedanterías e impertinencias, se limitó a preguntarle qué haría él si debiera asumir las responsabilidades de su cargo. Esa lección de sensatez no la olvidó nunca. Ni como ensayista ni como periodista.
Ajeno a las modas intelectuales que con tanta gracia y encanto se urden en la Rive Gauche, se condenó a la soledad por su opción de “anticomunista sin remordimientos”. Como Camus o Malraux -pero con mucha más consistencia teórica-, no se dejó llevar por la ola marxista-leninista, de la que fue un crítico lúcido y sistemático. Su opción por la derecha no le impidió advertir sobre los riesgos de las sociedades capitalistas, aunque ninguna de estas objeciones impugnó su certeza de que, con sus imperfecciones y vicios, esas sociedades disponen de una condición que los regímenes totalitarios desconocen: libertad para corregirse.
Predicador del pluralismo y la tolerancia, se preocupó por recordar la necesidad de tomar partido en las grandes batallas de su tiempo. No buscaba enemigos, no era un intelectual pendenciero, pero sostenía que quien en política no tiene enemigos es porque se desprecia a sí mismo. Objetivo pero no neutral, distante pero comprometido, siempre decidido a tomar partido en las turbias polémicas que azotaron su tiempo.
Tomar partido para Aron significó dar respuesta a las siguientes preguntas: ¿qué atributos son básicos a la condición humana? ¿Qué tipo de orden social es el más adecuado para defender esa condición humana? ¿Qué tipo de sistema institucional es el preferible?
Interesado por las innovaciones científicas y su impacto en las sociedades, atento a las incógnitas del porvenir, afrontaba los riesgos del presente apoyado en las tradiciones del liberalismo ilustrado y la racionalidad. A la vocación mesiánica por los cambios, al espejismo de las utopías, opuso las normas austeras del la experiencia, el saber y la modestia. Conservador en lo que importa ser conservador, nunca dejó de observar que el tejido de la civilización era de una textura muy delicada para arriesgarlo todos los días.
Quienes lo conocieron ponderan su gentileza, ese señorío nacido de una tradición muy francesa y de la pertenencia a una clase media ilustrada de la que nunca renegó. Los que contaron con el privilegio de conversar con él destacan la luminosidad de su inteligencia, una inteligencia que gravitaba sobre sus oyentes con la consistencia de una sensación física. La precisión de sus conceptos, la complejidad de cada una de sus frases, esa sabiduría distendida y al mismo tiempo exigente, deslumbraba con el resplandor de la belleza o la revelación del hecho estético.
LA NACION