Foto, foto, foto, foto

Foto, foto, foto, foto

Por Néstor Fenoglio
En un puñado de años, todo cambió, para siempre, además. Todo, siempre, son presunciones, bravatas humanas, abstracciones útiles para lograr el efecto de exageración y congelación de la realidad, otro absurdo. Las fotos, a su manera, proponen ese corte (ir) real, una postulación, una versión entre tantas, pero a la vez “esa” y no otra, y por ende única versión. Todo muy lindo, chiquito: avancemos. Cuando de retratar humanos se trata, en ese puñado de años, decía, pasamos de la ultra organización de una única foto, formal y colectiva, a la fascinación de las múltiples imágenes seriales de uno mismo, y al sistema de selección y descarte.
Antes, la foto familiar demandaba una preparación notable, anunciada varios días antes (viene el fotógrafo, a lo mejor, incluso, desde otro pueblo…) hasta desembocar en el día “D” (o “F”, si prefieren) en que a la hora señalada estaba la familia completa emperifollada para la ocasión con las mejores pilchas, riguroso saco para el hombre de la casa, sentadores conjuntos marineritos para los nenes y complejos vestidos llenos de botones para ellas. Todos peinados, todos duritos, todos eternizados sin improvisación posible, acomodados por rangos y organizados tanto como una obra de Da Vinci. Nada de lengua afuera, de guiño de ojos, de cuernitos. Era, la foto, que muchas veces además se encuadraba y colgaba en la pared del dormitorio principal o del recibidor.
Con el avance de la tecnología, vinieron las máquinas de fotos familiares, ya no dependías del fotógrafo oficial, y ya te animabas a más: disponías de doce, veinticuatro, treinta y dos fotos, según el rollo, pero sacabas a ciegas: no te enterabas del contenido hasta revelar, incluidas dos o tres o más que no salieron, o salieron mal. Allí, ni bien salías de la casa fotográfica (otra especie en extinción), ojeabas rápida y ansiosamente las tomas, que luego mostrarías al resto de la familia, para ponerlas o deponerlas finalmente en el álbum correspondiente.
Comenzó a cambiar todo con la irrupción de las instantáneas con la mítica polaroid, con ese sonido característico entre metálico y sibilante, que te escupía por debajo un plástico donde mágicamente aparecía en un minuto la imagen tomada. ¡Increíble! Sacabas la foto y allí aparecía, delante de tus ojos… El fenómeno duró sesenta años: desde 1947 en que se mostró la primera “instantánea” hasta 2007 en que dejaron de fabricarse esas máquinas, abatidas finalmente por la fotografía digital.
Y aquí estamos ahora: todo el mundo tiene una cámara en la mano. Puede ser una cámara de fotos compacta y eficiente que te permite sacar trescientas fotos del cumpleaños de tu sobrino (y con lo cual le garcaste también el curro al fotógrafo del barrio) o puede ser la que tiene incorporada el celular.
Hemos aprendido a fotografiar y fotografiarnos constantemente y a subir (o bajar, qué sé yo…) esas fotos a las redes sociales. Hemos aprendido a mostrar nuestra mejor, la que nosotros creemos mejor, cara ante esa camarita y nos hemos vuelto (o estamos en camino) expertos en estirar un brazo y fotografiarnos (“selfiate otra”, le escuché “conjugar” a una joven aconsejando a una amiga), cambiando el procedimiento: dos, tres, cinco fotos propias y otras tantas que pedimos a los amigos presentes (que manejan los mismos códigos, tienen aparatos parecidos y pedirán reciprocidad solidaria para “selfiar” y después “feisbucear” varias fotos) para luego mirar, descartar todas aquellas que no nos gustan, pedir o sacar otras hasta encontrar una (los brazos de determinada manera o sin brazos, escorzos, poses, sonrisas que sabemos funcionales, impostada frescura momentánea, caras divertidas dos segundos…) que nos satisfaga y todo, para conseguir un puñado de megusta redentores… No sé si a vos te gusta. Pero ya saco y subo otra y listo.
EL LITORAL