05 Dec Nietos del boom: con una pesada herencia, avanzan por el camino propio
Por Matías Néspolo
Un exhaustivo y documentado trabajo de casi 900 páginas todavía inédito en la Argentina, Aquellos años del boom. García Márquez , Vargas Llosa y el grupo de amigos que lo cambiaron todo (RBA), del periodista barcelonés Xavi Ayén, demuestra que aquel estallido de la literatura latinoamericana de los años 60 no fue, como se creía, el resultado de una astuta estrategia de mercado de una agente literaria -Carmen Balcells-, conocida desde entonces en el mundo de la cultura como Mamá Grande.
El boom fue mucho más que eso: la suma de factores de un fenómeno complejo, cuyo nombre no se escribió con una sola B mayúscula, sino con cuatro. Con la B, por supuesto, de Balcells, mítica agente; con la de Barral, el legendario editor de la primera novela de un peruano entonces desconocido, titulada La ciudad y los perros; con la de los Barbudos de Sierra Maestra, “el pegamento ideológico” -dice el periodista- que supuso la revolución cubana para aquella pandilla de compinches, y, por último, pero no menos importante, con la B de Barcelona.
La agitación cultural y editorial de la ciudad en el tardofranquismo fue determinante para aquella eclosión. Funcionó como trampolín internacional y como base de operaciones de una literatura fraguada entre complicidades y correrías nocturnas. No en vano aquí tuvieron residencia Gabriel García Márquez , Mario Vargas Llosa, Jorge Edwards, José Donoso, y fueron constantes las visitas de Carlos Fuentes y Julio Cortázar.
La sombra de aquellos gigantes aún se proyecta sobre las letras latinoamericanas y su herencia resultaría difícil de gestionar para los que vinieran después, ya sea por la distorsión de equívocas etiquetas como “realismo mágico” como por el desgaste provocado por una legión de dudosos epígonos. Habrían de pasar cuatro décadas desde la obra fundacional Cien años de soledad, con la llegada de un portento como el de Roberto Bolaño (1953-2003), para que el lector extranjero comprendiera que en la narrativa del continente había algo más que doncellas aladas que se elevaban al cielo entre sábanas y chaparrones que duraban cuatro años.
Lo cierto es que si la generación del chileno -la de los nacidos en los 50, como Juan Villoro, Rodrigo Rey Rosa o Martín Caparrós – tuvo que lidiar con los fantasmas de Macondo, los nietos del boom, nacidos en los 70, parecen haber superado definitivamente el hechizo. Ya no se reafirman por la negación, enfrentando a los mayores, ni se amedrentan con los espectros que rondan por la casa. Más bien los escuchan y se dejan aconsejar sin complejos, tomando sólo lo que sea de provecho a su propio proyecto narrativo.
Y todo apunta a que esa nueva actitud ya da frutos, porque las obras de los jóvenes cachorros cada vez más numerosos -para jugar con aquel título de Vargas Llosa- reciben premios, se traducen a varios idiomas, y la narrativa latinoamericana recobra de a poco la visibilidad y el protagonismo de antaño.
LOS NOMBRES DE UNA GENERACIÓN
Guadalupe Nettel (México, 1973), Juan Gabriel Vásquez (Colombia, 1973), Santiago Roncagliolo (Perú, 1975), Samanta Schweblin (Argentina, 1978) y Alejandro Zambra (Chile, 1975) son algunos de esos cachorros de fauces narrativas más afiladas, a los que se podrían añadirJuan Pablo Villalobos (México, 1973), Oliverio Coelho (Argentina, 1977), Jeremías Gamboa (Perú, 1975) y un largo etcétera, sin pretensión de exhaustividad.
La nueva efervescencia o eclosión de la narrativa latinoamericana es evidente en la actualidad, incluso para sus protagonistas. Y en ese diagnóstico esperanzador coincide esta gama de narradores.
“Creo que nuestra literatura está resurgiendo del olvido en el que cayó durante años, en muchos países justamente por prejuicio contra el realismo mágico”, resume Nettel, la flamante ganadora del Premio Herralde por Después del invierno.
Pero también es cierto que todos ellos, sin excepción, admiten que un fenómeno como el del boom es “irrepetible”, entre otras cosas, “porque el lector internacional ya perdió la inocencia y ahora se acerca a las obras con ideas preconcebidas de lo que debe ser o lo que se supone que es la literatura latinoamericana”, apunta Villalobos. Ideas forjadas en la lectura de los abuelos, cuya espectral presencia continúa siendo insoslayable.
Pero lo que permanece inalterable más de cuarenta años después es el rol protagónico de Barcelona en la proyección internacional de la obra de esta generación. Es un hecho aunque Roncagliolo recuerde que fueron mexicanos los últimos premios de peso, y discrepe: “Hoy por hoy, la capital literaria hispana es el DF”, porque el peruano lleva tiempo afincado en la ciudad, al igual que Villalobos, de regreso a la capital catalana tras un fallido intento de instalarse en San Pablo. Y hasta hace poco, también residían aquí Nettel y Vásquez, que vivió más de una década en el eje geográfico del boom.
Es cierto, como bien dice Coelho, que en la era de las redes “la capital de la literatura latinoamericana está diseminada”. Ciudades como Lima, Santiago, Bogotá, Buenos Aires o incluso Madrid son los nodos. “El paso por Barcelona es un camino aceitado y prestigioso por su trayectoria, pero para muchos latinoamericanos ya no es el único”, confirma Schweblin, que hoy vive en Berlín.
Sin embargo todos ellos de algún modo repiten el mismo camino que los abuelos, porque publican sus obras en sellos o grupos editoriales catalanes y aquí tienen sede los agentes literarios que los representan. De hecho, sus primeras traducciones y ventas de derechos fuera de su territorio de origen surgen de la misma ciudad que ofició de escaparate para las historias de Macondo.
En todo caso, lo que sí ha cambiado y para bien es la conciencia de sí mismos que tienen los nietos del boom, del modo en que asumen ahora ya sin ambages su identidad regional. Una identidad un tanto diluida y en franco retroceso, a lomos de la globalización, desde los años 90, que dio como resultado una literatura sin atributos o casi sin señales de pertenencia. Y eso es lo que al parecer revierte esta camada de narradores.
“Casi todo lo que escribo está ambientado en América latina. Ahí se forjó mi mirada, aunque lleve mucho tiempo viviendo afuera. Y mis temas, desde la violencia política hasta las telenovelas, siguen siendo de ahí”, dice Roncagliolo.
“La historia de nuestros países se parece mucho y está vinculada. Fueron las dictaduras y el exilio lo que más nos unieron, y eso de una manera u otra está apareciendo en nuestros libros”, observa Nettel.
Incluso hasta los más reticentes en aceptar su pertenencia a etiquetas identitarias, como Vásquez y Zambra, reconocen su condición. “Todas las obras son personales y nacionales, incluso y sobre todo cuando no quieren serlo. Mis libros son chilenos y míos. Me interesa entenderlos en relación con otras literaturas latinoamericanas, me siento conectado con otras escrituras, pero no exageraría esos vínculos para complacer expectativas sobre lo latinoamericano”, puntualiza Zambra.
Quizá de lo que se trate en el fondo es de un claro reposicionamiento político porque, como apunta Villalobos, “quien diga que la literatura latinoamericana no existe le está haciendo el trabajo sucio al neoliberalismo”. Puede que por esa pendiente desbarrancaran un tanto la generación anterior de nietos precoces o hijos tardíos, los nacidos en los 60. La generación McOndo, que toma su nombre de una antología compilada por el chileno Alberto Fuguet, o la del Crack mexicano de Jorge Volpi e Ignacio Padilla, quienes abogaban por un alambicado cosmopolitismo posmoderno para narrativa sin señas de identidad. De allí su enfrentamiento, en muchos casos programático, a la literatura del boom.
HACERSE LA PROPIA GENEALOGÍA
En cambio, los nuevos cachorros ya no se sienten obligados a renegar de sus mayores. Aceptan de buena gana su legado y echan mano de todo lo que pueda ser útil. “Nunca he entendido la famosa necesidad de ruptura. Cuando un autor es importante para nosotros, lo leemos de manera combativa y rebelde, porque la literatura es un combate cuerpo a cuerpo. Así he leído yo a García Márquez, pero eso no es ruptura, sino aprovechamiento creativo”, dice Vásquez de su paisano, aunque su prosa pareciera más cerca acaso del otro Nobel: el peruano. De lo que se trata, como dice Coelho, es de “tomar lo mejor de cada uno sin reclamar coherencia ni originalidad. Aprovecharlos en su apogeo: los cuentos de Cortázar y las primeras novelas de Vargas Llosa, por ejemplo”.
Así como Nettel se siente “más cercana a Huysmans o Maupassant que a Alejo Carpentier”, la otra dama del grupo, Schweblin confiesa que comprendió “qué tipo de narradora quería ser leyendo a los norteamericanos”, aunque fueran antes los autores del boom los que despertaron su pasión literaria.
En definitiva, todos y cada uno de ellos reivindican lo mismo: la saludable y borgeana libertad de “inventarte tu propia genealogía”. “Después de todo, ésa fue la gran lección del boom y sus antecesores, la libertad para asumir a Faulkner, a Camus, a Kafka, a Virginia Woolf o al que sea, y canibalizarlos”, zanja Vásquez.
Quizás el gran avance de esta generación de narradores sea mucho más sutil y tenga que ver con “las nuevas formas de pensar los géneros, los libros y hasta los lectores”, arriesga Schweblin. Estos escritores ya no sienten la presión o el imperativo de acometer grandes novelas totalizadoras, exigentes y ambiciosas, a la manera de Conversación en la catedral, El amor en los tiempos de cólera o Rayuela. Y en esa comodidad trabajan a sus anchas.
Nettel y Schweblin se reivindican antes que nada como cuentistas. Zambra ensaya el híbrido de una prosa mínima o bonsái -como se titula su primera novela- en los lindes de la poesía. Y Roncagliolo se mueve sin complejos entre el policial y la comedia. “Trato de conciliar la inmediatez de la cultura popular con la prosa exigente de la literatura latinoamericana. Me encantaría ser una mezcla de Vargas Llosa y Stephen King”, dice con desparpajo.
Aún es pronto para valorar si los nietos llegarán tan lejos como los abuelos. Pero consuela de momento comprobar que van bien encaminados, porque no han asimilado los peores tics de sus mayores.
Ayén demuestra en su libro que no fueron las discrepancias ideológicas sobre el caso Padilla las que acabaron con el boom como grupo, sino un puñetazo. El que propinó Vargas Llosa a Gabo en México el 12 de febrero de 1976 por una cuestión de faldas. Cosa que invita a pensar si acaso sus diferencias narrativas no se reducían también a una pelea de gallitos. Y esa rancia concepción patriarcal de la literatura es el fantasma de Macondo que estos cachorros más repudian.
LA NACION