30 Nov Las múltiples caras de Cartagena
Por Teresa Bausili
No hay que ser fan de García Márquez para disfrutar de Cartagena. Es cierto: lo primero que el guía señala, a medida que nos acercamos a la ciudad amurallada, es la casa del Nobel de Literatura. Una estructura moderna -acaso la única dentro del perímetro de la ciudad vieja-, color terracota, que sobresale en una esquina frente al mar. El primer circuito que hacemos es el audio tour de Gabo, un recorrido por aquellos lugares emblemáticos -casas, plazas, colegios- que sellaron el desamor entre Fermina Daza y Florentino Ariza (en El amor en los tiempos del cólera). Después se nos señalará la antigua sede de El Universal, donde el escritor publicó su primer artículo, o el parque de la Aduana, donde pasó, recostado en un banco, su primera noche en Cartagena.
Pero la ciudad que García Márquez proclamó su favorita -qué novedad: además de ser el destino más famoso de Colombia, es uno de los cascos coloniales más lindos de América- trasciende al escritor fallecido en abril de este año. Es un respiro necesario. Porque en el territorio imaginario de sus novelas vive gente real, gente que tira coches a caballo por las calles empedradas, entre balcones y buganvillas, que atiende regias casonas devenidas hoteles boutique, que vende a viva voz cerveza Águila pa la calor, minutos para celular, habanos cubanos, sombreros vueltiaos, esculturitas de las gordas de Botero o las taquilleras camisetas de James. Que, en síntesis, vive de un turismo que no deja de crecer: las últimas cifras hablan de 1.200.000 visitantes al año. Algunos incluso ilustres, como Barak Obama, que estuvo para la última Cumbre de las Américas, celebrada aquí en 2012.
Según la temporada, también hay unos cuantos cruceristas, turistas en bermudas que se pierden sudorosos y apresurados entre las calles de adoquines. Perderse es un decir, porque la ciudad amurallada es relativamente pequeña (se puede atravesar a pie en 30 minutos) y siempre está la Torre del Reloj para orientarse. Además, una cosa es segura: salir de una plaza es saber que en pocos minutos se llegará a otra, tan distinta a la anterior que podría tratarse de otra urbe. Nada menos parecido a la triangular Plaza de los Coches, donde en el siglo XVII se vendían esclavos; que a la de Santo Domingo, con sus bares coquetos, la iglesia más antigua de la ciudad y la pulposa Getrudis, una mujer sin ropa que mira de frente a quienes salen de misa (hablamos de una escultura de Botero, por si quedan dudas). También la plaza Bolívar, donde jugadores de ajedrez disponen sus tableros bajo el bienvenido reparo de frondosos árboles, está en las antípodas de la Aduana, ancha y sin una gota de sombra.
Sucede que Cartagena no está dispuesta en torno de una gran plaza monumental, como solían planificar los urbanistas españoles. Es, de hecho, uno de los pocos ejemplos en que otras plazas adquieren una significación más importante que la propia Plaza Mayor (hoy parque de Bolívar).
Claro que Cartagena de Indias fue creciendo y como tal, modificándose durante el tiempo. En sus orígenes era una aldea de palmas y madera que, tras quedar reducida a un montón de brasas en el incendio de 1552, resurgió como una rutilante ciudad de cal, canto y piedra. Las leyendas también aportaron su cuota arquitectónica: basta levantar la mirada para descubrir las puntas que sobresalen de los techos, instaladas allí para atrapar brujas.
Además del fuego (no uno, sino unos cuantos), la ciudad soportó pestes furibundas, ataques de piratas (supo ser un próspero y codiciado enclave comercial), saqueos y tribunales de la Inquisición.
También padeció el abandono y la decadencia. Fue a mediados del siglo pasado cuando el poeta Luis Carlos López le dedicó a la entonces deteriorada ciudad un soneto cuyas estrofas finales rezan: Mas hoy, plena de rancio desaliño, bien puedes inspirar ese cariño que uno le tiene a sus zapatos viejos. Pocos años después de la muerte de El Tuerto López, en 1950, el pueblo le dedicó un curioso monumento de bronce: un par de enormes zapatones desgastados, detrás del castillo San Felipe.
El esplendor de Cartagena no tardó en regresar, y cómo. Hasta tal punto trepó el valor del metro cuadrado que los habitantes tradicionales abandonaron el centro histórico hace más de tres décadas, abriendo paso a comerciantes e inversores extranjeros que se han ido apropiando de casi todos sus rincones.
¿Adónde se fueron? Dicen que al último barrio típicamente cartagenero que queda, Getsemaní. Con nombre de princesa bíblica, este vecindario arrabalero fue habitado por esclavos, y también por marinos y comerciantes de paso. Fue históricamente el barrio popular de Cartagena, por lo que se ha conservado mucho menos. Aun así, la especulación inmobiliaria también ha llegado hasta aquí, y se anuncian obras millonarias como las que acaban de arrancar en el convento Obra Pía, que se convertirá en un hotel 5 estrellas de la marca Viceroy.
Entre derruido y de moda, Getsemaní es música caliente que se filtra por las ventanas, calles con nombres como Tripita y Media o El Guerrero, vendedores de arepa, hostales de mochileros o cafés como La Havana, que hoy reúne a locales y turistas por igual, entre mojitos de maracuyá, pósters de Compay Segundo y bandas en vivo.
Más allá del barrio histórico y de Getsemaní, Cartagena abarca también los rascacielos blancos que se extienden a lo largo de la región costera. Es Bocagrande, una zona hotelera donde se levantan las grandes cadenas, los casinos, los restaurantes, los muelles cargados de yates, una especie de Punta del Este, o Miami, colombiana. En el otro extremo, la zona industrial (Mamonal) da paso a barrios marginales con nombres como La Culebra o Marica el Último, la cara menos promocionada de Cartagena.
UNA ISLA DE POSTAL
Es importante aclararlo: Cartagena no es un destino esencialmente playero. Sí, el calor es sofocante y la humedad alcanza el 90 por ciento. Y sí, está rodeado por mar, pero las playas frente al casco histórico son feas. Las aguas transparentes suelen buscarse en las islas del Rosario, un archipiélago con barreras de coral a una hora y pico de navegación en lancha, donde Pablo Escobar y otros capos del narco levantaban sus lujosas villas de verano.
Más cerca, Barú es otra isla de postal, con arenas blancas, palmeras y mar turquesa, que desde este año suma otro plus: se puede ir por tierra, cruzando el puente que se inauguró en abril.
En Barú está Playa Blanca, una costa virgen donde existe la opción de almorzar pescado frito y dormir a pata suelta en hamacas y colchones inflables. Para quienes prefieren evitar la epopeya mochilera, el resort Royal Decameron Barú es otro escondite tropical que abrió sus puertas hace cinco años, en medio de 14 hectáreas de manglares, bosque nativo y aire de mar. En cualquier otra playa caribeña el lugar sería eso, una playa caribeña. Aquí se la llama realismo mágico.
LA NACION