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Por Ezequiel Fernández Moores
rense al piso”. Shockeado, David García Evangelista, promisorio volante de 15 años de Avispones de Chipalcingo, un club de la cuarta división del fútbol mexicano, no atiende al grito del dirigente Facundo Serrano. Las balas le atraviesan el tórax. Se desangra en el piso. Dos horas antes celebraba el triunfo 3-1 ante Iguala. Otras balas matan al chofer Víctor Lugo Ortiz. El autobús de Avispones queda fuera de la carretera, a unos doscientos kilómetros del Distrito Federal. Siguen más de cuatrocientos balazos. Quince minutos interminables. La policía de Iguala dispara porque cree que en el micro van estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, estado de Guerrero. Caen vidrios. Los jóvenes lloran en el piso. Otros están mudos. Los responsables sacan a los más pequeños por las ventanillas astilladas. Se ocultan en la maleza. Temen más ataques. Las ambulancias se llevan a doce heridos. Días después, amigos y familiares cubren el féretro de David con la camiseta amarilla de Avispones. Pasado el duelo, sus compañeros golean 8-0 a los Bravos de Chipalcingo. El DT Pedro Rentería va en muletas, todavía dolorido por la bala que le atravesó el hígado. Todos dedican el triunfo a David, “El Zurdito”.
La noche del ataque, 26 de setiembre de 2014, unos ochenta estudiantes de magisterio de la escuela de Ayotzinapa, verdadero objetivo de los policías, son cazados como conejos. La policía los arranca a balazos de autobuses que los estudiantes se habían apropiado para viajar a Iguala. Hay muertos y heridos. “Sangre por todos lados”, dice Uriel Alonso, sobreviviente. “Por fin se pone orden”, titula a ocho columnas el Diario de Guerrero, el 27 de setiembre. Pero la cacería sigue. Aparecen más cadáveres. El de Julio César Fuentes Mondragón tiene los ojos arrancados y el rostro desollado. El cartel de Guerreros Unidos ejecuta más estudiantes, quema sus cadáveres y los arroja al río. Confiesan El Pato, El Jona y El Chereje. El gobierno, que se siente en la mira, muestra a los sicarios en TV. La escuela de Ayotzinapa, pública y gratuita, formadora de maestros rurales desde hace 88 años, combativa y socialista, en el campesinado del sur de México, no le cree y sigue hoy su protesta. Pobres y de izquierda, sin prensa primero, los 43 estudiantes desaparecidos reciben nombre y apellido cuando la ganadora del premio Cervantes de Literatura 2013 Elena Poniatowska los menciona uno a uno ante 40.000 personas en El Zócalo, plaza central del DF. José Angel Campos amaba decir “gol”. César Manuel González mostraba abdominales como Cristiano Ronaldo. Antonio Santana Maestro celebraba goles como si estuviera en la Bombonera, estadio del Toluca. La noche de la matanza no planeaban protestas como temía el alcalde. Iban a Iguala a recaudar dinero para participar de la marcha que, como todos los años, recuerda la masacre del 2 de octubre de 1968.
Tlatelolco, la matanza de entre doscientos y trescientos estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas explota diez días antes de los Juegos Olímpicos de México 68. Los estudiantes, que llevaban meses de protestas, huelgas y tomas, son acribillados desde helicópteros, tanques, francotiradores y por cientos de soldados del grupo paramilitar Batallón Olimpia, creado para vigilar los Juegos. Unos 15.000 disparos en 62 minutos. La periodista italiana Oriana Fallaci es uno de los cientos de heridos. Al día siguiente, apenas horas después de que las grúas terminaron de recoger cadáveres y amontonarlos en camiones de basura, el presidente Gustavo Díaz Ordaz, del PRI, quien había asumido en 1964 con el 87 por ciento de los votos, recibe a los atletas que representarán a México en los Juegos. Los diarios cuentan apenas una veintena de muertes. Al asesinato colectivo lo llaman “enfrentamiento”. Y los estudiantes son “huelguistas”, “terroristas” y “francotiradores” que disparan contra el Ejército en “criminal provocación”. “El olimpismo -dice el estadounidense Avery Brundage, titular del Comité Olímpico Internacional (COI), defensor de los Juegos de Berlín 36 en la Alemania nazi- deben mantenerse al margen de la política”. Ambos inauguran “la Olimpíada de la Paz” el 12 de octubre, con 21 tiros de cañón y suelta de palomas. “Ni un minuto de silencio en el banquete/Pues prosiguió el banquete”, dice un poema. Ese vuelo de palomas, escribió Poniatowska, fue lo único libre que tuvieron los Juegos. Su libro La noche de Tlatelolco recoge decenas de testimonios. Habla de jovenes que se sentían “inmortales”. Y que murieron asesinados en una plaza acorralados como ratas. “Un joven -dice uno de los testimonios- es siempre una incógnita. Matarlo es matar la posibilidad del misterio, todo lo que hubiera podido ser, su extraordinaria riqueza, su complejidad”. Llora la madre de uno de los estudiantes asesinados: “Y ahora, ¿qué voy a hacer yo de todo ese tiempo que será mi vida?”
Las palomas de la apertura no son en realidad el único acto libre de los Juegos. México 68 pasa a la historia por el símbolo del “Black Power” que desafían desde el podio los atletas estadounidenses John Carlos y Tommie Smith, también ellos expulsados de por vida del olimpismo. “Descartado el boicot, nuestra idea -cuenta Carlos en su libro autobiográfico- era viajar antes a México para hablar con los estudiantes. Ellos protestaban porque los Juegos eran usados para mostrar una realidad falsa de México. Y nosotros porque daban una visión falsa de lo que significaba ser negro en Estados Unidos. Había una conexión natural”. Pero asesinan a Martin Luther King y también a los estudiantes. Harry Edwards, ideólogo del posible boicot de los atletas negros, amenazado, decide no viajar a México. Queda asustado tras la masacre de Tlatelolco. Smith viaja con los guantes negros con la idea de ponérselos si debe darle la mano a Brundage. Son los guantes que él y Carlos se calzan cuando suben al podio y protestan levantando el puño eterno. “Ese gesto -dice el estudiante Samuel Bello en el libro de Poniatowska- le dio sentido a la Olimpíada”. Tlatelolco, escribió John Hoberman en “The Olympic Crisis”, fue “el peor crimen en la historia de los Juegos Olímpicos”.
“El México de hoy -se lee en una pancarta de las marchas que recordaron Tlatelolco el último 2 de octubre- es exactamente el mismo de 1968”. Luis Echeverría, secretario de Gobierno, señalado como responsable de Tlatelolco, asume dos años después de la masacre como enésimo presidente-PRI de México. Gana con casi el 83 por ciento de los votos. La justicia decide evaluar su responsabilidad cuarenta años más tarde. Termina sobreseído. Ni siquiera hoy se sabe cuántos estudiantes fueron asesinados. Ahora, tras la sangría de Iguala, el campeonato de Tercera (cuarta categoría) de México suspendió al menos su fecha. En el Estadio León, “Los de Arriba” desplegaron carteles “43” y “Gobierno Asesino”. La Federación Mexicana de Fútbol (FMF) multó al club. “Indignación”, publicó en tapa negra Record, el diario deportivo de mayor circulación. “México está harto -añade-. México está de luto”. Y sigue: “Fueron asesinados, incinerados y arrojados a un río. Los 43 normalistas no son los primeros, y lamentablemente nadie cree que serán los últimos”. Mientras escribo estas líneas se descubre una nueva fosa clandestina con siete cuerpos en el estado de Veracruz, donde el viernes comienzan los Juegos Centroamericanos, con 6.000 atletas de 30 países. “A los muertos de hoy -dicen en México- los tapan los de mañana”. “No todo México es Guerrero, pero así lo parece ahora”, escribe el historiador Enrique Krauze, que describe a Iguala como una “narcociudad gobernada por el crimen”. A diferencia de 1968, el deporte, esta vez, no fue indiferente. Los “43” conmueven a México. “En un cuarto lleno de luz -leyó ante 40.000 personas el músico León Larregui, antes de un concierto del grupo Zoé en el Foro Sol de la Ciudad de México- no hay lugar para la oscuridad, pero en un cuarto lleno de oscuridad, con un solo pinche foco lo puedes iluminar y ese foco podría ser Ayotzinapa”.
LA NACION