24 horas en el hotel más lujoso de la Patagonia

24 horas en el hotel más lujoso de la Patagonia

Por Soledad Maradona
Vivir de manera intensa un día en el hotel más lujoso de la Patagonia se asemeja a un cuento de hadas, con un plazo de 24 horas para disfrutar por dentro de uno de los encantos de Bariloche más reconocidos a nivel mundial.
La propuesta fue vivir la “experiencia Llao Llao en 24 horas”. Se hace poco el tiempo si uno quiere aprovechar las actividades y el servicio de excelencia que brinda el hotel que acaba de cumplir 75 años, desde que unos verdaderos visionarios eligieron una colina entre los lagos Nahuel Huapi y Moreno, con las eternas nieves del cerro Tronador de fondo, para construir allí un hotel que perteneció al Estado hasta 1991.
La primera impresión que se experimenta una vez que uno se encuentra en su interior es que la clásica postal del emblemático edificio que recorre el mundo no llega a transmitir la magia que se vive dentro. Cada detalle está especialmente cuidado: los aromas, la decoración elegante y sobria a la vez, los colores vinculados al entorno natural y especialmente la atención. La simpatía de quienes trabajan en Llao Llao Hotel & Resort, Golf-Spa llega incluso a incomodar en un comienzo, pero con el transcurso de las horas uno puede habituarse y contagiarse de sus sonrisas.
El tiempo comenzaba a correr y al día siguiente ya no habría hechizo, así que junto al fotógrafo que me acompañaba decidimos dejar que el hotel nos sorprendiera. El día comenzó con un gran desayuno buffet y un abanico tan amplio de exquisiteces que sólo con mirar la mesa me perdía en el intento de seguir una línea de conducta moderada a la hora de comer. Frutas regionales -y no tanto-, tartas dulces, huevos revueltos, dulces de frutas, fiambres y quesos. El banquete es grande y también es imponente la vista de 180º que ofrece el amplio salón desde donde podía ver a los golfistas madrugadores, a los que preferían tomarse fotos en el jardín o a los que desde temprano iniciaban sus actividades deportivas.
Después del desayuno ya estaba lista para arrancar con energía y con un calendario de propuestas en mano imposibles de cumplir todas en un mismo día. Quedaron afuera del cronograma las clases de pilates, el hidrogym, las caminatas guiadas y las clases de windsurf. La opción elegida fue algo más tranquila: una clase de esferodinamia que me permitió ingresar en la distensión y serenidad pretendida. Así transcurrió la primera hora de actividades, a la espera de descubrir qué más se podría hacer en las 24 horas intensas de una experiencia a la que pocos acceden.
En la agenda tenía previsto un paseo por la marina, pero la presencia de nubes lo postergaron y lo que llegó en su reemplazo fue el relax absoluto en la piscina climatizada al aire libre. Sumergirse en las aguas que llegan hasta 29° C en un entorno de montaña, otorga una relajación inevitable que me llevó de manera automática a flotar boca arriba, con los brazos extendidos, sintetizando en esa posición el bienestar que sentía de estar en un lugar de ensueño.
Tal vez la mejor vista de todo el hotel esté en la piscina, donde se llega a palpitar -como si estuviera cerca- la majestuosidad del Tronador, aquel volcán inactivo con nieve y glaciares de alta montaña que los turistas y residentes no podemos dejar de admirar. Un paso por la piscina cubierta, otro tanto en el jacuzzi y un recomendable licuado multifrutal terminaron mi estadía en el agua templada.
La hora del almuerzo me trasladó al Winter Garden, otro espacio situado a escasos metros del acceso principal del hotel, con amplios ventanales desde el piso hasta el techo, que conectan con los jardines y permiten inclusive observar Puerto Pañuelo y sus embarcaciones sobre el Nahuel Huapi. Ensalada de mariscos, salmón ahumado y palmitos fueron mi alimento refrescante para un día que comenzaba a despejarse con casi 30°, algo que se convirtió en “normal” este verano en la cordillera.
De allí fui directo a los jardines -por primera vez en el día- en busca de una clase de arquería a la que, según las sugerencias, no podía dejar de asistir. Ya estaban los demás alumnos escuchando las instrucciones, ubicados en una línea recta frente a unos 25 metros del blanco. Mi primer tiro fue un rotundo fracaso. La flecha llegó apenas unos cinco metros más adelante. Luego mejoré la técnica, pero nunca logré llegar a un mínimo de satisfacción con el resultado obtenido aunque sí gané un momento sumamente divertido.
Un paseo por el parque después de la clase no era mala idea. Las prolijas flores y el césped de la colina recién regado me invitaban a reafirmar la premisa de que el Llao Llao está en un pedacito de paraíso.
El camino me llevó al Ala Moreno, el sector más nuevo del hotel, que se inauguró a fines de 2007, y que tiene a sus pies la costa del lago Moreno, donde se realizan actividades náuticas que parten desde un pintoresco muelle de madera. Primero decidí probar en soledad un paseo en kayak con la sensación de ser un punto pequeño en la inmensidad del paisaje. La mayor satisfacción fue el instante en que dejé de remar y el bote se detuvo en medio del lago. Un pantallazo a mí alrededor y una mirada rápida hacia abajo, donde no se logra ver el fondo, sólo el azul profundo del agua.
El segundo plan fue dar una vuelta en bote a motor con Fernando -el instructor de la marina-, con una luminosidad de atardecer ideal que se abría detrás de la parte más moderna, y a mi parecer la más linda, del hotel.
Dentro del hotel ya era la hora del té, algo que también todos me recomendaron no perderme, pero había que optar ante el corto tiempo que quedaba, y entonces preferí rematar el día intenso, y apacible a la vez, con una sesión de masajes. Con sólo ingresar en la sala de spa, con aromas mentolados y música instrumental con sonidos de la naturaleza, uno se sumerge de inmediato en un estado de relajación ideal. Una hora fue el tiempo adecuado para terminar con la sensación de estar flotando entre las nubes, sin ganas de hacer nada más.
Un rato de ocio y lectura en el lobby bar, un enorme salón con dos hogares que datan de 1938, fueron la antesala del fin del cuento fantástico, que terminó con un exquisito cordero patagónico de cena y un profundo sueño entre sábanas con aroma a lavanda.