Alejandra Pizarnik: la sonrisa desde el precipicio

Alejandra Pizarnik: la sonrisa desde el precipicio

Por Ivonne Bordelois
La mejor literatura no es sino la sombra de una buena conversación, solía decir Borges citando a Stevenson. Y qué son las cartas sino conversaciones, en las que el espacio entre una y otra permite la reflexión, la incertidumbre, el espejo lejano que nos ofrece el otro. Aquellos que tuvimos el privilegio de conversar con Alejandra Pizarnik recordamos esa pradera de luces e incertidumbres que se abría cuando con su voz titubeante, avanzando entre tinieblas luminosas, proponía juegos, citas, adivinaciones, ráfagas de abismo. El epistolario de Alejandra Pizarnik, en esta tercera edición de Alfaguara -la primera fue en 1998, Seix Barral y la segunda en 2013, México, Posdata- permite reabrir una vez más la puerta y adentrarse en la atmósfera encantadora, pero a veces también escalofriante, de las conversaciones con Alejandra.
Las últimas ediciones, gracias al talento detectivesco y el dinamismo inagotable de Cristina Piña, han aumentado la cantidad de corresponsales de veinticuatro a cuarenta. Entre los incorporados se encuentran, entre otros, Antonio Beneyto, pintor y poeta español, editor de El Deseo de la Palabra, que apareció póstumamente (Ocnos, 1975); Raúl Gustavo Aguirre, Manuel Mujica Lainez y Esmeralda Almonacid, cuya correspondencia incluye deliciosos dibujos, tarjetas, collages (un cuadernillo de imágenes facsimilares acompaña el texto). Impresiona el número y la diversidad de los corresponsales de Pizarnik, que muestran la intensa complejidad de su vida.
Entre la intimidad de los diarios y la profusión de la obra editada, los epistolarios constituyen ese eslabón reencontrado que une la vida personal del autor con su creación: puente efectivo que nos deja vislumbrar su día a día, sus vacilaciones y aflicciones, sus lecturas, amistades y amores. Los epistolarios de Kafka y Virginia Woolf son excelentes muestrarios de estas revelaciones, un taller interior en donde la obra y su relación con la persona del escritor se va ofreciendo a la mirada amable y a la vez temible de los interlocutores válidos. También lo es el epistolario de Pizarnik:
No te envío poemas porque están en laboratorio. Estoy en un gran proceso de síntesis. Muy pronto te enviaré algo, unos pocos pájaros de fuego, una breve palmada en el hombro tieso de la señora muerte. (Carta a Rubén Vela, 1957).
Mientras el diario -cuya última edición, considerablemente aumentada, acaba de aparecer en Barcelona- muestra a veces descensos abruptos en la más oscura melancolía, y los poemas, por otra parte, son revelaciones, relámpagos oscuros de una mente singularmente lúcida y atormentada, las cartas retratan a Pizarnik en diálogo con el mundo, en su esfuerzo de construir con otros y a través de otros un lenguaje de señales y sobreentendidos que la resguarden de las intemperies del tiempo, de la temida locura, de la soledad. Personajes cruciales en la vida de Pizarnik, como Juan Jacobo Bajarlía, no aparecen en el diario, pero sí en las cartas, cubriendo vacíos que sería interesante explorar. Al decir de ella, la poesía tiene que ser el lugar del encuentro. Un espacio donde encontrarse con lo ausente, con el ausente, con lo que no está. Lugar de la obsesión. De allí que todo poema inauténtico significa falta de obsesión o de necesidad de ese encuentro. Dije lo ausente. Por ello entiendo el deseo, el lugar vacío o la herida que nos dejó alguien (Dios?) yéndose para sólo dejar sed de su presencia imposible.
En este caso las cartas, sin duda, son también un lugar de encuentro, de intento de derrota de lo ausente. Son tentativas de comunicación, voluntad de compartir espacios secretos, confidencias obscenas o tiernas, indicaciones para encuentros reparadores, llamados pasionales, pedidos patéticos de socorro, advertencias, juegos de amor y de humor. Nos la muestran diversa y estratégica, adaptándose a las expectativas de sus destinatarios, tratando de adivinar sus deseos, balanceándose entre el cariño, la admiración, la inseguridad y la adulación, intentando proyectar una imagen de sí misma donde alternen la niña menesterosa, la amante empedernida, la consejera lúcida, la amiga de las bromas y los juegos de palabras, la arquitecta de su carrera, la vigía del tiempo por venir.
Notable es la prolijidad clásica del formato de las cartas de Alejandra -líneas muy regulares realizadas con su letra infantil y aplicada, que Enrique Molina describía como el hilo tenue que conduce fuera del laberinto- o bien las misivas tecleadas a máquina, donde exhibe una rara perfección. Aquí resulta curioso el contraste entre la forma y el contenido a veces inesperado, calcinante o perturbador, que en ocasiones encierran en estas cartas. Mientras que el diario -sobre todo en las últimas etapas- es desolador y avanzamos por sus páginas con terror, casi por obligación, con un sentimiento lúgubre que invita a compadecerla o incluso a menoscabarla contra nosotros mismos, en sus cartas se respira en ocasiones un aire alto y refrescante, pero con esa frescura que viene del abismo y nos conforta.
Pienso que en algunas de ellas apuntaba a lo mejor y más hondo de sus interlocutores en muchos sentidos, abriendo posibilidades de una nueva manera de ser: ésa ha sido por lo menos mi experiencia al recibirlas y recordarlas. Pero en otras, como en las dirigidas a Osías Stutman, lo que se percibe es una aterradora cercanía con un precipicio inevitable:
Osías, amigo mío, tuve que haberme muerto en diciembre, cuando terminé de escribir esas prosas de humor, las corrosivas que ya te mencioné. Ahora solo me la paso pensando qué mala suerte tuvo Hölderlin al vivir 40 años después de su erosión y corrosión. Y qué suerte morir joven.
Pero hay también lugar para la gratitud y la celebración, como en esta carta dirigida a Mujica Lainez:
Manucho hermoso, Manucho querido (y tan admirado!) de repente en una breve, luminosa carta, aludís a mis “difíciles” poemas con una exactitud que ni los más grandes poetas o críticos lograron. Y todo de un modo dulce y refinadísimo, como un pequeño príncipe danzando o como un niño genial y autómata de un museo francés que escribe genialmente distraído. Gracias, gracias.
Ciertos textos de humor obsceno aparecen en la Correspondencia, en particular en las muy significativas cartas a Stutman -pero debo decir que no regreso a ellos con predilección: me resultan aún más ominosos que aquellos donde Alejandra invoca líricamente a la muerte. Hay una suerte de desenfreno de espiral negra en estos textos, que producían una irreprimible angustia en los que la rodeábamos- Olga Orozco decía experimentar algo parecido al respecto. Era como si asistiéramos a un paseo por la cornisa del abismo, a una suerte de desfonde deliberado en donde nadie podía detener lo inevitable. En otras palabras, más que textos, estos escritos me parecían o me resultaban síntomas, y nunca he podido distanciarme suficientemente de ellos como para considerarlos de otra manera, lo cual, naturalmente, desvirtúa la interpretación literaria, como la que ofrecen en este punto los escritos críticos de María Negroni o Cristina Piña. Para acercarse acertadamente a estos textos, con todo, entiendo que se precisa recordar en primer lugar lo que dice Alejandra: “La obscenidad no existe; existe la herida”. Así le escribe a la filósofa tucumana Eugenia Valentié, en una de las cartas incorporadas a esta nueva edición:
Solamente vos, en este país inadjetivable, comprobás con notable facilidad y prodigiosa rapidez, que el personaje -esa Érzebet increíblemente siniestra- no es una sádica más sino alguien que pertenece a lo sacro: eso a lo que intentamos aludir en las palabras del sueño, las de la infancia, las de la muerte, las de la noche de los cuerpos. Solamente vos comprendiste (atendiste a) mi última frase: “la libertad absoluta? es terrible” que tanto escandalizó a los izquierdistas de salón que, para fortuna de ellos, nada saben de la falta absoluta de límites, sinónimo de locura, de muerte (y de la poesía, de la mística?) Nadie odia más que yo a la Bathory.
Pero también hay lugar para disquisiciones sobre el humor, como en esta carta que dirige a Antonio Fernández Molina -una novedad de esta edición:
Por cierto que siendo el humor -el “alto don sagrado” del humor- una de mis preocupaciones constantes, me encantó sentirlo encarnado en poemas como los tuyos, enteramente insólitos en nuestra lengua, empleada tan a menudo para la sátira (tan inútilmente cruel) pero no para el-humor-ácido-corrosivo- de-la-llamada-realidad.[?] Quiero decir que nunca, hasta ahora, la lengua española ha sido instrumento apto para ciertas metamorfosis de que sólo es capaz el humor. Quisiera que no abandonaras esta preciosa vía de iniciación hacia lo otro.
Lo que estas cartas señalan es que había en Alejandra una intuición central que daba en el corazón de cada cosa -textos, situaciones o personas circundantes-, ya que nada ni nadie podía escapar a su formidable perspicacia: era el suyo un poderío difícil de conjurar. Pero se matizaba con una extrema sutileza, lirismo y comicidad en todos sus giros, donde lo obsceno y lo delicado alternaban de forma sorprendente. Cautivaba el clima que comunicaba, tanto en sus conversaciones como en sus escritos: las citas exactas, el humor negro o maravilloso, las lecturas abracadabrantes que proponía, su manera de dar vuelta la literatura con una sola frase. Su voluntad de descifrar y poner a prueba, con palabras precisas, “el corazón de las tinieblas”, era admirablemente obstinada, e imponía una suerte de compasión mezclada de reverencia y terror. Por eso acaso su existencia tuvo un breve límite, porque semejante intensidad no era sostenible más allá de ciertos plazos naturales.
Y aquí aparece una veta acaso lamentable en la atención despertada por Pizarnik: la excesiva concentración en su suicidio -ocurrido en 1972, cuando tenía 36 años – y a la vez la ignorancia de su tenacidad y valentía hasta el final. Pizarnik fue muy tenaz en su vocación y valiente en su sufrimiento; se interrogó hasta el final y hasta las más extremas consecuencias acerca del sentido de su escritura, de lo que su compromiso con la poesía significaba, sin renunciar a la más intensa soledad: “Ayúdame a no pedir ayuda”. Y si es verdad que en ella el enigma de la tragedia es permanente, patente y central, también son centrales el humor, la infancia, la reflexión sobre la música, la pintura y el silencio, la mirada crítica sobre la tradición literaria: estas dos son las pautas obligatorias cuando nos aproximamos a ella.
No se trata sólo de una poeta de la muerte, sino también una escritora extraordinariamente lúcida, con una visión crítica sumamente rica y compleja. Es raro en nuestros tiempos encontrar una conciencia como la suya, tan persuadida del contacto de la belleza con lo tenebroso, no como una moda literaria sino como una propiedad de la vida misma. Su no pertenencia al mundo no era un gesto, sino una convicción física y metafísica inapelable. Lo muestra este fragmento de su diario que me transmitió en una de sus cartas: “La vida perdida para la literatura por culpa de la literatura. Por hacer de mí un personaje literario en la vida real fracaso en mi intento de hacer literatura con mi vida real pues esta no existe: es literatura”.
La obra y la existencia de Pizarnik atestiguan permanentemente el sentimiento de la inadecuación del lenguaje para expresar al mundo, y la inadecuación del mundo con respecto a nuestros deseos más profundos. En esto se aparta de la tradición de la poesía de lengua española, que no suele internarse con tanta tenacidad, verdad e intensidad en estas zonas de la experiencia. Ella es un testigo trágico e insobornable de este sentimiento, y lo expresa con fuerza, como por ejemplo en esta carta no enviada a Jean Staborinski:
Sí, usted lo dice perfectamente: “mis terribles experiencias deben ser recubiertas por los signos de la poesía [?]”. Sí, hay que recubrir con poemas las desgarraduras, las fisuras, los agujeros todo lo que alude a la presencia de la ausencia (o del ausente). Creo también y sobre todo en la corrección de los escritos. “Curar” un poema significa curar esa desgarradura [?].
Tanto en sus cartas como en su poesía, Alejandra realiza una operación muy extraña en el español, lengua sólida, sonora y solar en su sustancia prima, que con ella se vuelve un idioma vacilante y nocturno, frágil y misterioso, lleno de acechanzas y vislumbres, mucho más sutil y profundo de lo que suele ser; tanteos y resistencias que ceden al paso de una voz única e irrepetible. Por eso, aun cuando mucho se la ha plagiado, lo que no puede plagiársele es la voz poética, que la señala como una poeta mayor de nuestro siglo. Ella escribe sin mediaciones, directamente desde el inconsciente: hay una suerte de electricidad negra en estos textos de la cual cuesta mucho desprenderse.
Paradójicamente, a pesar de las trágicas circunstancias que rodearon su desaparición, el mensaje de Alejandra Pizarnik ha sido un muy potente mensaje de vida. Pero se trata de un mensaje de “la otra vida”, la que Rimbaud evocaba cuando decía: “La vraie vie est ailleurs”(La vida verdadera está en otra parte). Es este ailleurs el que Pizarnik atestigua y reivindica con su existencia y con su poesía; con su humor, su amor y su terror. Terror de estallar en la dispersión, en la fuga, en la no-pertenencia:
Heredé de mis antepasados las ansias de huir. Dicen que mi sangre es europea. Yo siento que cada glóbulo procede de un punto distinto. De cada nación, de cada provincia, de cada isla, accidente, archipiélago, oasis. De cada trozo de tierra o de mar han usurpado algo y así me formaron, condenándome a la eterna búsqueda de un lugar de origen.
Quizá ésta es la realidad que subyace bajo la pluralidad de “sus voces”. Porque hay motivos para creer que en verdad ella construyó, a través de su poética, una personalidad que, bajo la apariencia de continuidad de una voz torturada, en realidad estaba constituida por muchas voces. Algo en este lenguaje, en el tono de este lenguaje, representa algo así como un contrapelo absoluto frente a lo que se da en llamar poesía en nuestro tiempo. Reconocer que estamos heridos es un tabú fundamental en un mundo donde el hedonismo es ley. Es en vano decir que este lenguaje de Pizarnik suena a romanticismo trasnochado, a metafísica, a religión. Lo que ocurre es que este lenguaje suena a cierto, con una certidumbre que nos lastima y en la que no podemos dejar de reconocernos. Pero había nacido en un grupo -en un mundo- que temía sus poderes extraordinarios y no supo preservarla ante ellos. Así, es notable la escasez de reacción a su obra en la Argentina comparada con su impacto en el exterior, el ingente volumen de estudios colectivos, tesis y congresos que se celebran en su nombre. En parte esta retracción es explicable por la época oprobiosa en que escribió sus obras más candentes, pero más tarde resulta más difícil de entender. ¿Un espejo intolerable?
En verdad, Alejandra Pizarnik encontró ese lugar en el que los lenguajes tiemblan, un lugar que muy pocos poetas pueden alcanzar. Como Kafka y como Vallejo, ella escribe con los huesos, razón por la cual no envejece nunca, porque más allá del sufrimiento, está escribiendo desde lo esencial con lo esencial. Y muchas de estas cartas encierran pasajes donde vibra ese verbo aterido y aterrado que es la voz inconfundible de Pizarnik, sólo que en lugar de estar encerradas en un poema, la reflexión, la imploración que se niega a implorar están ahora dirigidas a destinatarios concretos que serán luego testigos, y se matizan o iluminan con inflexiones personales únicas e insustituibles en cada caso. Por eso son imprescindibles señales de su paso memorable por nuestro mundo, como un cometa que iluminara el fin de una época maravillosa y rebelde que ella ha encarnado y seguirá encarnando hasta la eternidad.
LA NACION